A pesar de saber quién era y en qué situación me encontraba, no experimentaba otra sensación que la de la pura liberación, porque de aquel estado se habían borrado todas las señales que parten de nuestros instintos y hábitos y que, apoyadas en experiencias y expectativas, evocan imágenes y sonidos que alimentan la corriente de la imaginación y del recuerdo, con la que atribuimos a nuestra existencia su razón de ser y, en cierta medida, le imprimimos su trayectoria, marcamos nuestra situación y establecemos relación entre nosotros y nuestro entorno, o dejamos de establecerla, lo que también viene a ser una forma de relación; durante este lapso, ciertamente breve, de mi regreso, tampoco echaba de menos nada, si más no, porque precisamente la experiencia de ese estado falto de sentido y de propósito llenaba el vacío de cualquier carencia [...]
Había resultado un placer sensual mucho mayor que el que depara la percepción de las cosas; así pues, si algún deseo tenía yo no era el de volver en mí sino, por el contrario, el de desvanecerme —¡mejor volver a desmayarse que recuperar el conocimiento!—, y quizá fuera ése el primer, digamos, pensamiento que se esbozó en mí durante ese retorno de mi memoria en el que la mente no comparaba ese estado del «ya siento algo» con el de la pérdida del conocimiento, y en el que el deseo de inconsciencia se revelaba tan profundo que hasta la memoria trataba de volver al olvido, de recordar lo que no deja recuerdo, la nada, aquello que no puede transmitir a la pura percepción ningún detalle tangible, un estado en el que el conocimiento se libera, no necesita asirse a nada ni palpar nada, y por ello me parecía que la facultad de sentir, recordar y pensar me había hecho perder el paraíso, ese estado de gracia del que aún alcanzaba a captar algo pero cuyo todo ya me esquivaba, dejando sólo el recuerdo y un rastro fugaz, la idea de que nunca había sido ni sería tan feliz como ahora y aquí.
Yo sabía también que ni el agua ni la piel, ni la piedra ni el cuerpo eran lo primero que había sentido a mi vuelta: lo primero era el sonido. Aquel sonido especial. Pero, todavía tendido entre las rocas y recuperada la molesta facultad de pensar y el hábito de hacer deducciones, no buscaba la manera de salir de aquella peligrosa situación, no contemplaba posibilidades de evasión, lo cual hubiera sido lo más lógico, puesto que ya percibía claramente la acometida de las olas y un agua helada me cubría por completo a intervalos regulares; ni por un momento pensé que podía ahogarme, sólo deseaba volver a percibir aquel sonido especial, intenso pero lejano, mecerme en este umbral crepuscular del puro sentimiento, donde, al otro lado de una frontera no sabía si muy lejana, aquel sonido, insistente y penetrante como una señal perentoria, me decía que existo. Ni hoy puedo explicar todavía cómo fueron las cosas, después me sorprendió ver mi cara magullada y ensangrentada en el espejo de la habitación del hotel, ni sé siquiera cuánto tiempo estuve allí tendido, porque, a pesar de mis esfuerzos, no podía recordar lo ocurrido inmediatamente antes de que me desmayara, y el que fueran ya las dos y media cuando regresé, dice poco; una hora de la madrugada como otra cualquiera, nada más [...]
Me arrojó a las rocas como un objeto inanimado, aunque dónde quedaba ya la tarde, la llegada que, a pesar de la extraña tensión que la había acompañado, era lo último que yo podía situar en el tiempo con exactitud. Pero aquel sonido no he podido recuperarlo. De cómo volví al hotel no puedo dar más razón que de cómo caí en las rocas, ya que una y otra cosa ocurrieron prácticamente sin mi intervención, por más que en ambos casos yo fuera sujeto activo y víctima, sólo que en el primero estuve a merced de la fuerza del agua y de un afortunado azar que hizo que, en lugar de abrirme la cabeza o romperme brazos y piernas, me librara con unas cuantas desolladuras, arañazos y cardenales, mientras que, en el segundo, probablemente, esa fuerza que llamamos instinto de conservación me hizo funcionar de modo mecánico y primitivo, porque si, con ayuda de las matemáticas, fuéramos a averiguar qué queda de nosotros, de eso que con cierto orgullo llamamos el Yo, después de separar las dos grandes fuerzas, ajenas a nuestra voluntad, que son la naturaleza interna y la naturaleza externa, el resultado sería bien triste y hasta ridículo y reflejaría la arbitrariedad de tal distinción; quizá se demostrara también que, en estado de inconsciencia, somos análogos a los árboles o a las piedras, también las hojas del árbol se mueven en la dirección en que las empuja el viento, nosotros somos diferentes, sí, ¡pero no, mejores!, y mientras mis manos y pies buscaban puntos de apoyo en las escurridizas piedras —mis manos y pies, ¡no yo!— y mi cerebro registraba automáticamente el intervalo entre las olas, mi cuerpo, que intuía por sí mismo que, para su seguridad, tenía que deslizarse por el talud y no levantarse hasta llegar abajo, dirigía todos sus movimientos al objetivo de la salvación; ¿qué quedaba ahora de la superioridad, de la ridicula arrogancia con que por la tarde había empezado el paseo?, ¿qué, de los dolores y goces del conocimiento que se recrea en sus recuerdos y se entrega a sus fantasías?
Nada, me decía, sobre todo porque, al iniciar el paseo, consideraba mi vida destrozada irremisiblemente, acabada y, antes de tomar las tabletas para ponerle fin, sólo me apetecía dar un último paseo, y la historia que me contaba mientras caminaba resultaba tan convincente porque yo tenía la convicción de haber llegado al final, a un final irrevocable; pero ahora, las manos, los pies, el cerebro, todo el cuerpo actuaba con destreza y sensatez, y hasta con exceso de celo, en favor de mi salvación, mientras que el llamado conocimiento era incapaz de todo lo que no fuera un pueril: «¡quiero ir a casa, a casa, quiero ir a casa!», que parecía que alguien gimoteaba dentro de mí, alguien que no podía ser más que yo mismo, y quizá gritaba realmente, quizá lloraba, quizá era yo, sí, y ese terror desesperado era tan humillante que se me quedó grabado más profunda y dolorosamente que cualquier otro recuerdo; con tanta facilidad como poco antes había jugado conmigo aquella tormenta, que yo consideraba música de acompañamiento idónea para mis sentimientos, así también, con la misma humillante facilidad, mi propia naturaleza me arrebató mi hipotético derecho de autodeterminación; a fin de cuentas, no había sucedido nada grave: me había mojado un poco, bien, reconozcámoslo, me había mojado mucho, lo cual me costaría, todo lo más, un resfriado, tenía un corte en la frente, que se cerraría, había empezado a sangrarme la nariz y había dejado de sangrar, había perdido el conocimiento durante un buen rato y lo había recobrado; no obstante, mi cuerpo había movilizado con la mayor diligencia todos los instintos y reflejos animales necesarios para mi salvación, como si, en lugar de haber sufrido sólo lesiones leves, me hallara en peligro de muerte, lo mismo, en suma, que hace el lagarto, que en cualquier sombra que se mueve adivina a un enemigo mortal; más aún, el cuerpo había actuado como si la mente, alimentada por sus intensas emociones, no hubiera ansiado la muerte; pero el conocimiento de la nada no sólo había ridiculizado y empequeñecido todas las experiencias pasadas, que yo consideraba trascendentales y sublimes, sino que, además, me advertía de que todo lo que viniera a continuación tampoco podía tener gran importancia, yo había quedado desenmascarado, era una caja de trivialidades y, aunque hubiera sabido lo que me pasaba o pudiera pasarme, de nada me hubiera servido el conocimiento de mí mismo [...]
Había puesto a secar la ropa en los radiadores y estaba desnudo, de pie delante del espejo de mi habitación del hotel, cuando llamaron a la puerta.
Fragmentos - Pérdida y recuperación de conocimiento, Libro del recuerdo, de Péter Nádas.
Péter Nádas (Budapest, 14 de octubre de 1942) es un escritor, dramaturgo y ensayista húngaro.
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