'El hijo del cocodrilo', relato de Miguel Rodríguez Otero


Aline eligió el pretexto de la limpieza para entrar en aquella habitación que la inquietaba y la atraía por igual y que hacía años que no visitaba. Seis, exactamente, desde que él desapareció. No sabía bien qué buscar, o siquiera si buscaba algo en concreto, tan solo quería echar un vistazo, ver si aún quedaba algún rastro que no conociera, algo suyo que rescatara algo de ella misma. 

– ¿Qué miras, abuela? 

Marc siempre le recordaba a él, claro, había algo idéntico e ineludible en ambos que resultaba difícil de apreciar, algo esquivo. ‘Serán los genes’, pensaba. 

– ¡Ah, hola! Nada, mi niño, nada. Miro, a ver lo que hay, y de paso… a limpiar los cocodrilos. ¿Has terminado ya el desayuno? Si arrimo el taburete hacia el lado, yo creo que llego. 

Se estira un poco más y alcanza una de las cajas de cartón que se alzan en el alto del armario y que no había abierto hasta ahora. Ni siquiera está envuelta o tiene un cordón que la sujete. Probablemente no haya nada interesante. Tal vez descubra un zulo de revistas porno, camisetas de verano desgastadas y algún jabón de lagarto con los que se afeitaba. Casi no pesaba, serían papeles de esos que guardaba siempre: mapas, dibujos. Pero tanto tiempo después aún esperaba encontrar rarezas y secretos, algo que explicara por qué no está su hijo o que, al menos, lo hiciera menos doloroso. 

Eran papeles, sí: documentos de residencia, pasaportes, resguardos en varios idiomas y un libro de familia que incluía el nombre de una mujer y el de Marc. Cartas, trámites legales, una caja llena de palabras más o menos ordenadas, vencidas, que habían negociado ya su propia disposición interna en el orden horrible de la casa y de la ausencia. 

– ¿Vas a limpiar… cocodrilos, abuela? 

Poco a poco se desentumecen: hay preguntas, citaciones judiciales, certificados de nacimiento y de residencia que se desperezan y se agolpan formando circunstancias absurdas que nunca han sucedido y que se le pegan a la cara, a sus propios pensamientos artríticos y cansados. Son perros salvajes que se atropellan y se muerden unos a otros, lobos voraces que se arrancan sílabas y terminaciones, que husmean, rodean y asaltan las cajas escondidas de la intimidad, la marcan, la invaden, desgarran su privacidad y acaban haciéndose dueños de su mente; palabras que aúllan y que se llaman entre sí, que convocan a otras, afilan las garras y rasgan las definiciones de lo real y de la demencia; palabras que engendran otras palabras igualmente monstruosas, que se atacan y se devoran rabiosas como preludio del ataque final.

Por Luciano Teixeira
Por Luciano Teixeira


– ¿Hay cocodrilos dentro de la caja, abuela? ¿Qué dicen? 

Finalmente atacan. Se organizan y atacan, y muerden no solo su apreciación de sí misma sino también las frases que se están formando aún en ella y que tratan de salvaguardar la cordura ilusoria de la vida de todos los días, las que a menudo mueren desangradas sin acabar de decirse. El ataque es brutal. Los lobos se ensañan y no conceden tregua, despedazan sin piedad las imágenes afectivas de cumpleaños, de tardes de amor, de entierros a solas. La memoria cede a la dentellada del dolor y a la furia. Aline querría hablar, decir algo aún, oír su voz. Busca palabras, algo que decirle a su nieto, que la mira sin asustarse. Aline se revuelve, se rebela, arquea la espalda y abre la boca hasta desencajar la mandíbula, y por fin escucha retumbar su estómago, sus pulmones. 

– Pero abuela, los cocodrilos no viven ahí. 

No la reconocieron los muebles de la habitación, tampoco la casa ni los abrigos del armario, nadie oyó el grito de espanto que trató de articular como mensaje. Solo parecía recibirlo su propio cuerpo, señalado a mordeduras por los lobos, que no dejan de hablar y traen más palabras que le queman la boca y le desarman el pensamiento, las que recorren y quitan los carteles indicativos en los últimos pasillos – monstruosos ya – de la conciencia. Pero ha sido capaz, ya lo ha hecho una vez, seguro que puede volver a hablar, tiene que alertar a Marc de que huya inmediatamente, no hay tiempo que perder, los aullidos se acercan, también le atacarán a él, lo van a desmembrar sin que él intuya siquiera lo que pasa, ya están ahí, van a por él, ya no hay remedio, dios mío, ya no hay nada que hacer. 

– Abuela, creo que te equivocas, esa caja es la que tiene las cosas de papá. Yo ya la vi una vez. 

Marc no muere; tampoco está asustado. La sigue observando. La ha seguido por esos últimos rincones. La oyó arañar el grito. Sabe también que los aullidos se acercan, que su sonido desmiembra la percepción propia, que sus palabras de niñolobo acuden sumisas e insaciables a su voz. ‘Como si ya le conocieran’, concede Aline, como si él fuera dueño y señor de su orden, de su poder inmenso y oscuro. Manadas de lobos y de palabras hambrientas que se azuzan enloquecidas ante su nieto, que la observa. 

– Esa es la de papá, abuela; los cocodrilos están en la de al lado. ¿Quieres… quieres que te la enseñe? 

Aline acertó aún a leer el rótulo de la otra caja, y aulló de horror sabiendo que ya estaba muerta. 




Miguel Rodríguez Otero, 1968, licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Aurora Boreal (Copenhague), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), o Narrativas (Madrid). En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser un digno bárbaro. 


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