A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él
precisó punto por punto -«con un margen de dos o tres semanas»- la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
-¿Cómo te sientes? -le pregunté, y le besé la frente.
-Mal -dijo, y agregó-: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.
-No creo -le dije-. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
-Yo también quiero sobrevivir -dijo con una seriedad conmovedora-. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
-Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
-¿Cuatro meses? -se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos-. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
-¿Adonde quieres ir? -me preguntó.
-A donde tú quieras. Dijo inmediatamente:
-A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
-Un drogadicto -dijo ella, y el hombre pudo oírla.
-Tal vez -dije.
En la calle, me recriminó:
-Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
-Tal vez te oyó.
-Y qué, es la verdad.
-A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella. Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
-Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
– ¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Wait Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
-Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
-Pero linda, hacía un día hermoso.
-Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
-Claro, preciosa -dije después-. Perdona, pero nadie es perfecto -me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
-Papi -me dijo-, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.
-Sí, mi niña -dije con una sonrisa confundida-, un día de éstos te lo explicaré.
-¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
-No -insistió-, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
-¿Cuándo? -preguntó.
-Ya son la siete, cómo corre el tiempo -le dije-. Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
-Sí -dijo-, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
-La luz -dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
Rodrigo Rey Rosa
(Guatemala, 1958). Es uno de los narradores latinoamericanos más prestigiosos de la actualidad. Ha residido en Nueva York y Marruecos. Es autor de El cuchillo del mendigo, El agua quieta, Cárcel de árboles, El salvador de buques, Lo que soñó Sebastián, Ningún lugar sagrado y La orilla africana. Su obra narrativa ha sido traducida al inglés, francés y alemán. Sus libros más recientes son Piedra encantada y El material humano.
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