La noche antes de que ocurriera, Anne y Arthur se acostaron en la cama de ella por primera vez. Hicieron el amor, tomaron té, hablaron un poco, y luego se quedaron largo rato en silencio acomodándose a la curva del abrazo. Apenas durmieron. De vez en cuando se hacían esas preguntas que conducen sin filtros al alma de la otra persona.
– ¿Cómo eras cuando tenías diez años?
– Pues… feo. ¡Creo que era bastante feo!
– ¿Pero cómo ibas a ser feo con diez años, hombre? A esa edad, uno siempre es guapo.
Anne siempre reía con ganas, la mayoría de las veces no como respuesta a algo, sino tan solo por placer.
– ¡Pero para compensar era alto!
Era extraño, esa manera de vestir un espacio íntimo común sin recurrir a fijar una narrativa sobre sus comienzos de amantes, los azares que uno necesita atar cuando es primerizo. Tampoco tenían interés por los secretos inconfesables en los que algunas parejas basan la fortaleza de su relación. No hacía falta nada más. Arthur estaba allí, desnudo, confiado, hablándole de sus profesores de primaria mientras la buscaba con las piernas. Anne respiraba feliz; había llegado a ese lugar de la conciencia cuyo acceso uno solo reconoce desde dentro, y la sorprendía más haberlo hecho con un hombre que vivía como si cumpliera condena en régimen de aislamiento. No era malvado, ni trágico, simplemente en algún momento de su vida había alojado la privacidad en un lugar en el que nadie mira.
O casi nadie.
– Pero Art, ¿qué es lo que pasa, te parecen feos? ¿Tienes juanetes o te falta un dedo?
– Es que solo me los quito en el baño.
– Ah, vale. ¿Eso es que prefieres que lo hagamos en el baño?
– Nooooo, que solo me los quito… eh… para ducharme.
– Muy bien, ¿nos damos una duchita juntos y sin zapatos?
Y sí, Arthur se duchaba a diario, y en ocasiones especiales incluso se bañaba, pero sin mirarse los pies; tampoco lo hacía cuando se cortaba las uñas, como si se supiera los dedos de memoria o prefiriera no repasar un secreto terrible, estrictamente terrible. Anne pensaba que nunca había amado otros pies. Y luego estaba ella, claro, Anne, que parecía no querer tener en cuenta que él solo se quitaba los zapatos en la intimidad de su baño.
– ¡O si quieres, te los puedes quitar mientras nos duchamos!
Anne vivía como los indígenas amazónicos de los documentales: era una neandertal salvaje y sensual que se ponía las sandalias en abril y que no alimentaba el espanto ocasional de Arthur. Tampoco montaba un número ni ponía el grito en el cielo cuando él no se quitaba los zapatos. Le pinchaba un poco pícara.
– Pero Art, cariño, esto es como nadar con traje y corbata. ¿No prefieres venir sin traje? La corbata, pues bueno… me da igual…
Cuando sucedió el accidente, Arthur pasó casi un mes en el hospital. Llegó en estado crítico y pintaba mal. Demasiados órganos vitales dañados. Al par de semanas los médicos decidieron sacarle del coma inducido para comprobar el daño cerebral y su grado de consciencia.
– Pero ¿y mis… cosas íntimas? ¡No las siento!
Sin comprender lo que en realidad quería decir, le explicaron que no, que no le habían esterilizado ni nada de eso, y que estaban tratando de recomponerle otros órganos. Atribuyeron su pregunta al delirio y a la desubicación, y le pusieron un sedante.
Y se acabaron las palabras.
Los días pasan lentos y le proporcionan a Anne una perspectiva detallada de los meses recientes. Cuando alguna vez Arthur había perdido el tren de vuelta a su casa (insistía en hacer noche en su casa) y se quedaba en la suya, se negaba en redondo a dormir con ella en la cama, lo que le hubiera puesto en la situación de tener que descalzarse. Se recostaba en el sillón de la habitación, totalmente desubicado, y la miraba dormirse. Anne exhibía pies y cuerpo, y soñaba despierta por todas las partes de la cama.
Ahora no. Ahora Anne dormía en este sillón lleno de esquinas, sin preguntas, sin querer entender los pitidos de la máquina que administra la respiración de Arthur.
Aquel otro día llegó a su casa impecable, como siempre, y sin embargo parecía ansioso por decirle algo. Había parado en el mercado y traía flores.
– Anne, ya no quiero la corbata. Y creo que me gustaría que nos diéramos un baño.
A veces no hace falta decir muchas cosas. Un par de palabras y se desactiva por fin lo civilizado, lo estricto de la intimidad que uno construye durante años. Y luego el amor, el té, la curva del abrazo aquella noche. Anne amaba incluso a aquellos profesores de primaria.
En picos de consciencia Arthur silabeaba unas pocas palabras, frases sin terminar. Decía su nombre. Anne. Igual que a las pocas horas, cuando salió descalzo y atrevido hasta el parque a por un par de zumos para el desayuno. A Anne le gustaba oírle decir así su nombre, tan contento, tan ligero, tan íntimo.
Y en un instante el camión, la gente alrededor, la sirenas, la mano de Arthur en la ambulancia cayendo rodilla abajo hasta su tobillo. Después, días larguísimos, sin té ni baño ni aulas de primaria. Ahora, con los signos vitales en las últimas.
Ya habían cambiado el turno y pasado la última visita; Anne dejó el sillón, se desnudó muy despacio y se metió en la cama sorteando tubos y vías. Se acurrucó como pudo y le habló de la vez aquella cuando de niña se tragó un trozo de jabón y le salían burbujas al hablar. Y le abrazó la intimidad y la conciencia durante toda la noche y todos los cursos de primaria.
Miguel Rodríguez Otero, 1968, licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Aurora Boreal (Copenhague), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), o Narrativas (Madrid). En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser un digno bárbaro.
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