Escribo la historia de un personaje de ficción que, a la hora prevista, aterriza en el aeropuerto. Aviso: no se trata de ninguna aventura espectacular, ni está ambientada en lugares peligrosos (cimas que nadie ha culminado, bosques en los que se pierden excursionistas y los equipos de emergencia que intentan rescatarlos, desiertos con tormentas de arena tan destructivas que ni siquiera los camellos se atreven a adentrarse en ellos, tierras pantanosas, lagos y lodazales en los que se esconden bestias bulímicas, latitudes y longitudes en las que reina una hostilidad parapsicológica jamás explicada por la ciencia). El personaje de ficción sobre el que me apetece escribir no tiene que pasar por ninguna situación delicada. Nadie intenta envenenarle, ni tiene que desenfundar ninguna espada mágica para enfrentarse a un monstruo de siete cabezas o una pistola de rayos laser para aniquilar a un viscoso extraterrestre. Tampoco tiene sangre azul ni pertenece a ninguna logia conspirativa. Cuando pasa el control de pasaportes, no lo entretienen, ni le obligan a desnudarse para averiguar si lleva droga escondida en algún orificio anatómico. No tiene que conocer el secreto de ninguna receta de alquimista para romper un hechizo, ni recordar una contraseña milenaria que debe ser murmurada en etrusco, de cara a La Meca o leyendo a contraluz de una vela un pergamino manchado con tinta simpática. Nada le impide mirarse las sandalias mientras, con la inexpresividad de una maleta, cruza la terminal por un pasillo mecánico que avanza a trompicones. El clima tampoco aporta nada a la narración. En ocasiones, para justificar determinadas conductas de los personajes, las historias incluyen elementos climatológicos de efecto dramático. Si llueve a cantaros, por ejemplo, es previsible que descarrile un tren, o que un barco naufrague, o que el avión, aspirado por una espiral de turbulencias, desaparezca en la pantalla del radar de la torre de control mientras los pasajeros rezan a dioses complementarios. Por la ventanilla del taxi que lo conduce al hotel, el personaje contempla un cielo ni demasiado soleado ni excesivamente encapotado, similar a la ropa que lleva: de entretiempo. El hotel carece del pedigrí arquitectónico y de la clientela bohemia de otros establecimientos del sector. La habitación, el servicio, la presión del agua y la rugosidad de las toallas se enmarcan en eso que, para entendernos, denominamos normalidad. En el vestíbulo, nadie lo confunde con quien no es y, en consecuencia, el malentendido como motor de la narración tampoco viene a cuento. Y cuando, después de haberse cambiado, el hombre sale a dar una vuelta, nadie intenta robarle la cartera, ni, en el momento de pagar, tiene que regatear por unos bongos que tampoco piensa comprar, ni resbala sobre una piel de plátano, ni se golpea la cabeza con el canto de la acera, ni pierde la memoria, ni es blanco de una revelación que le cambia radicalmente la existencia. Las horas que le quedan hasta el momento de acostarse no presentan ninguna incidencia digna de ser comentada y, por tanto, no comentaré ninguna. A la mañana siguiente, después de una ducha y de treinta y tres vigorosas flexiones, el personaje desayuna una combinación nutritivamente equilibrada de lácteos y cereales y aguarda a que empiece una reunión que debe celebrarse en el mismo hotel. A la hora convenida llegan las personas convocadas, entre las que figura una mujer pelirroja y atractiva. En numerosas narraciones, este primer contacto entre personas que no se habían visto antes suele explotarse como la semilla de una relación sexual o sentimental. No es este el caso. A la mujer pelirroja ni siquiera le pasa remotamente por la cabeza tener nada con el hombre que, por otra parte, se limita a hacerle repetir su apellido, no como una táctica de seducción para prolongar el momento del encuentro, sino porque Jjaäjejr de Frysseux no deja de ser un nombre difícil de captar a la primera. La reunión no trata de ninguna cuestión que no pudiera resolverse con un par de llamadas telef6nicas y, como mucho, una videoconferencia. Todos los participantes comparten esa sensación, pero, acostumbrados a no cuestionar las decisiones de empresa, procuran que la reunión sea tal y como mandan los cánones: larga y soporífera. El personaje sale de la reunión con el tiempo suficiente para regresar a la habitación, hacer el equipaje, pedir la cuenta y, en el vestíbulo, esperar el minibus que, cada tres cuartos de hora, sale hacia el aeropuerto. La inquietud de llegar tarde, la tensión de perder un vuelo de vida o muerte, el nerviosismo de quien no podrá llegar a tiempo han inspirado miles de escenas literarias, cinematográficas y televisivas. Eso contrasta con la fluidez de la circulación y con la placidez del personaje que, con la tarjeta de embarque en el bolsillo, incluso tiene tiempo para visitar la tienda de productos libres de impuestos y comprar un peluche y un frasco de colonia Oscar de la Renta. El vuelo podría ser el pretexto para describir una fobia a las alturas, con crisis de angustia aplacadas con hectolitros de alcohol, pero al personaje le gusta tanto volar cuanto más alto mejor, que se entretiene mirando por la ventanilla, estudia la forma de las nubes y se extasía con la geometría de los cultivos y el urbanismo de ciudades en las que, según cuenta el comandante, la temperatura es de 24 grados centígrados. La emoción del regreso a casa también ha inspirado toneladas de lirismo. Las gotas de lluvia en el parabrisas del taxi, la vuelta con rótulos luminosos, detalles que preparan al lector para un desenlace sorprendentemente previsible. En este caso, el personaje conduce su propio coche, que, de manera previsora, dejó aparcado antes de tomar el vuelo de ida y regresa a casa escuchando, como hace siempre, Catalunya Informació. El hecho de que cada cuarto de hora se repitan las noticias, casi idénticas, le proporciona cierto bienestar que el expresa con una sonrisa muy parecida a la de la criatura fotografiada en el NO CORRAS, PAPA situado junto al volante. Tampoco se producen incidentes circulatorios dignos de mención: ningún cadáver descuartizado sobre la calzada, ninguna banda de delincuentes disparando sus armas automáticas desde un todoterreno robado, ningún camión cisterna supurando gases tóxicos, ninguna concentración de campesinos indignados. El coche funciona a la perfección y la carretera ofrece el nivel de trafico idóneo para mantener, por un lado, la ausencia de riesgos, y por otro, la atención de los conductores. El personaje de esta historia tampoco tendrá problemas para aparcar. Su casa tiene dos plazas de parking cubiertas y, cuando llega, no se ha declarado ningún incendio. Allí reina un ambiente de quietud acogedora que, en el momento de introducir la llave en la cerradura, casi le conmueve. Lo reciben su mujer, con una complicidad amable, y su hijo, con el entusiasmo de un niño que espera la llegada del padre y el ritual del regalo. Un peluche, dos besos, y, más tarde, la reclamación de la lectura de un cuento antes de dormir. Entonces, para satisfacerlo, el personaje no se sumerge en la simplicidad del día que acaba de vivir, sino que, para hacer feliz al niño, le habla de altísimos barrancos con pájaros planeando sobre un mar en llamas, verdísimas llanuras por la que cabalgan caballos de anchas pezuñas y crines legendarias, islas tan nítidas como el ektachrome de Kodak y antídotos preparados por alquimistas que salvaran la vida de héroes envenenados. Que el hijo se duerma enseguida no es ninguna ofensa para el padre, más bien la prueba de que la ficción puede llegar a ser el más eficaz de los somníferos.
Si te comes un limón sin hacer muecas. (Si te menges una llimona sense fer ganyotes, 2006), versión del autor, Barcelona, RBA, 2010, págs. 83-88
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