Julien Gracq
(Louis Poirier; Saint-Florent-le-Vieil, 1910) Novelista y ensayista francés, de sutiles rasgos surrealistas. Nacido en una familia de artesanos y pequeños comerciantes, estudió como interno en un liceo de Nantes durante siete años, período cuyos recuerdos volcaría en La Forme dune ville (1985).
Residente en París a partir de 1928, entró en la Escuela normal superior en 1930, donde descubrió a Wagner y el
surrealismo. Decidió especializarse en geografía y se dedicó a la enseñanza hasta su jubilación, en 1970. Fue militante comunista entre 1936 y 1939, pero rompió con el partido a raíz del pacto germano-soviético y se alejó de todo compromiso político.
En 1938 publicó su primer libro, Au château d´Argol, obra emparentada a la vez con el surrealismo y con el género "gótico", que contó con la calurosa acogida de A. Breton. Movilizado durante la Segunda Guerra Mundial, publicó en 1945 Un beau ténébreux, que le acarreó gran popularidad. Si bien su obra está muy cerca del surrealismo, Gracq no formó nunca parte del grupo, pero mantuvo una actitud de simpatía por sus objetivos y de admiración por Breton.
En 1949 se estrenó su pieza Le Roi pêcheur, intento teatral que tuvo poco éxito. Con La littérature à l'estomac (1950) el autor arremetió contra la comercialización de la literatura y los jurados de los premios literarios; la polémica suscitada no fue obstáculo para que al año siguiente le fuese asignado el Premio Goncourt, que él, naturalmente, rechazó por coherencia con su actitud.
HERMINIEN
Las soledades que rodeaban el castillo se cerraron vigilantes sobre unos huéspedes cuya estancia pronto pareció que debía revestir una duración indefinida. En cuanto a Heide, se sentía en uno de esos nudos de vibraciones humanas del planeta en que la calma absoluta, por hallarse engendrada solo por la juguetona interferencia de movimientos contrarios, no resulta sino más tranquilizadora en su peligrosa inestabilidad; y la naturaleza entera se le apareció entonces a la luz de una seductora novedad inagotable; se alimentaba con una inconsciencia animal del aire vivo y exaltante, del centelleo de los céspedes y de los árboles, de la pureza de las aguas vivas. Pareció revestida por un traje de frescor y de inocencia. Un manantial, un bosque de robles, un calvero dorado por el sol fueron las metas de sus correrías espontáneas, de las que todo móvil propiamente humano parecía momentáneamente excluido. Fatigaba los bosques de Storrvan, y el horizonte del mar, donde sus apariciones dramáticas se igualaban sin esfuerzo a las escenas más raras de aquella naturaleza virgen, a los juegos de las aguas vivas y del viento al que abandonaba los pliegues de su larga capa blanca con una majestad maravillosa. La vida afluía ardiente a sus miembros amados por la luz que sin cesar los bañaba con un vapor delicado. La presencia de Albert le parecía ampliarse hasta los límites extremos de su dominio encantado, hasta el punto de que la virtud fortificante de aquel cuerpo adorado le pareció más de una vez en las orillas frescas de una fuente, en un refugio inexplorado del bosque, más cercano y más real de lo que había podido sentirla incluso durante la primera noche en la terraza, cuando le dio aquel beso cuya audacia aún la sumía en una duradera estupefacción.
La vida común se organizaba de forma natural como la sucesión distinta y apenas real en sus sorprendentes encadenamientos de las escenas de un teatro donde el número de actores, limitado al máximo, debiera acentuar el carácter puramente interior del drama. Las más de las veces ocurría que, al inicio de la jornada, cada uno de los personajes se entregaba a sí mismo en su total espontaneidad, como en la exposición de una obra cada actor es presentado al público en su frescor, y libre todavía de la trama más fatal a cada paso que hará pesar una siniestra restricción sobre sus menores gestos hasta el desenlace. La mañana se dedicaba con frecuencia a paseos solitarios en dirección al mar y en dirección al bosque, y la magia del sol, el frescor que parecía presidir una nueva creación del mundo saliendo del caos permitía creer a cada cual, con una malignidad insidiosa, que la vida se abría de nuevo a ellos libre de cualquier traba; respiraban a pleno pulmón en la atmósfera recreada de la juventud del mundo, su espíritu parecía volverse virgen de cualquier preocupación y escapar en su excitante libertad, como jugando, a la influencia de la sutil atmósfera que habían dejado estancarse alrededor del castillo, como el olor nitroso que deja tras de sí una violenta descarga eléctrica, las tormentas de la primera noche. Mas un espíritu experimentado no podía ver en ello otra cosa que un refinamiento de la fatalidad que les prodigaban aquellos traicioneros consuelos como el vino mezclado con especias y aromas con que se fortalece el cuerpo de los torturados para duplicar en ellos la acuidad de nuevas torturas y hacer apurar hasta el fondo sus punzantes delicias. Por la tarde, un torpor que el sol descargaba sobre los corredores y los aposentos del castillo anunciaba a sus nervios aguzados por la espera el preludio de un juego mortal. Una fuerza empujaba a Heide y a Albert el uno hacia el otro y durante largas horas desaparecían, se sepultaban en el bosque cercano, en encuentros peligrosos. Aquellas carreras sin objeto a través del bosque pronto fueron para ambos un encanto sin remedio. Para Heide, era como si el mundo muriese y despertase a cada segundo con el rumor conjugado de sus pasos, como si su vida entera, ligera y vacilante, estuviera suspendida del brazo de Albert.
Pero una inquietud sucedía pronto a esos instantes de abandono. Toda su sangre se movía y despertaba en ella, llenaba sus arterias con un ardor perturbador, como un árbol de púrpura que hubiera dilatado sus ramas bajo las umbrías celestes del bosque. Se volvía una inmóvil columna de sangre, despertaba con una angustia extraña; le parecía como si sus venas fueran incapaces de contener un instante más el flujo espantoso de aquella sangre que brincaba en ella con furia al solo contacto del brazo de Albert, y que iba a brotar y a salpicar los árboles con su cálido chorro, mientras de ella se apoderaba el frío de la muerte cuyo puñal creía sentir clavado entre sus dos hombros. Entonces soltaba temblorosa el brazo de Albert y se tendía a sus pies en el musgo, escondiendo la cabeza bajo su brazo replegado para que él no leyese aún en el fondo de sus ojos su abrumadora derrota. Y mientras de pie, apoyado en una rama baja, él dirigía hacia ella el centelleo de sus ojos crueles y lúcidos, con un abandono y una confianza angélicos, ella, como una esclava enteramente sometida, alzaba hacia él como una plegaria los tesoros de un cuerpo que le estaba completamente consagrado. Desataba sus sandalias, y sus pies desnudos brillaban sobre la alfombra fresca del musgo. Sus senos jadeaban bajo la seda ligera con un movimiento imperceptible. Soltaba sus cabellos que se desparramaban sobre el césped como un charco. Extendía alrededor de sí misma sus brazos de músculos cálidos que temblaban bajo la piel con el ardor de una vida fascinante. Finalmente, volvía la cabeza hacia él y dejaba que de sus ojos se filtrase un fulgor viscoso como el velo mismo de la sangre que atravesaba. Descansaba delante de él, ofrecida del todo a aquel de quien, a cada segundo, sacaba el milagro de la prolongación de su vida, y unas veces le parecía como si una masa de metal fundido, de un calor devorador, naciese de sus senos agitados e insoportables y colmase las cavernas de su carne con coladas de un fuego líquido; otras, que se alzaba toda entera con una levedad delirante hacia el cielo azul y lejano que la aspiraba como un pozo de luz fresca por encima de su cabeza entre las cimas de los árboles. Y era tal en ella la explosión de la vida, que le parecía como si, bajo el calor de horno, su cuerpo fuera a entreabrirse igual que un melocotón maduro, como si su piel en todo su macizo espesor fuera a arrancarse de ella y a volverse completamente hacia el sol para sacar las llamas del amor de todas sus arterias rojas, y como si su carne más secreta fuera a arrancarse también desde el fondo de ella misma en jirones convulsos y a brotar en sus mil repliegues como una bandera restallante de sangre y de llama a la faz del sol en una inaudita, postrera y terrible desnudez.
Pero, aunque su corazón sopesase la misericordia de semejante abandono, Albert permanecía insensible. Quizá despreciaba un triunfo por el que no había combatido, y se ofendía por el hecho de que su voluntad no fuera tenida en cuenta por los caprichos del destino que con la ironía de una total gratuidad ponía entre sus manos a la más encantadora de las criaturas. Pero sobre todo le parecía imposible que, entre todas, a Heide pudiera convenirle una solución de facilidad tan equívoca, que la posesión de aquel cuerpo abandonado y espléndido fuese, desde cualquier punto de vista, una solución. Veía a Heide acostada a sus pies, y al instante se imponía una imagen distinta de una persistencia obsesiva: volvía a ver las torres del castillo que el crepúsculo envolvió de melancolía en el momento en que surgieron de una revuelta del camino las dos siluetas blancas de Heide y de Herminien, con la cabeza baja, los labios cerrados y apretados sobre un mensaje indescifrable, en el silencio hermético de su fabulosa aparición, y la irrisoria imposibilidad de hacer coincidir aquellas dos imágenes se le volvía cada vez más convincente. Y también volvía a ver a Heide, tal como debía de aparecer en la mesa por la noche, dramática e irreal como una princesa de teatro, parapetada tras su belleza inmóvil; oía las palabras sutiles que él intercambiaba con Herminien cuando la presencia exaltante de este le permitió verla por primera vez; y la idea de que ella creyese o pudiese hacerle don de sí misma le parecía entonces un subterfugio particularmente grosero y condenable, aunque no conociera exactamente su naturaleza. Entonces llamaba a Heide con los apelativos de una tierna y ya inseparable amistad y la devolvía al castillo donde les esperaba Herminien.
Aquellas largas veladas que pasaban todos en intimidad estrecha representaron poco a poco para Albert el único momento de la jornada en que podía gozar de la plenitud de su vida. Cuando Heide y Herminien estaban juntos, renacía para él de manera tangible aquella desconocida angustiosa que creía adivinar entre ellos, y que hacía irradiar con tanto esplendor su presencia, la primera noche, delante de la puerta del castillo. Sus oídos y sus ojos prestaban un valor magnético a cada una de las palabras, a cada una de las miradas que entonces se dirigían; trataba de sorprender el secreto intraicionable que se cuchicheaban en aquel mismo minuto. Le parecía como si Heide, tan cercana a él, entregada de forma tan completa a su merced durante toda la tarde, se le escapase entonces como arrastrada por una llamada hipnótica, como bajo la urgencia de obligaciones superiores e indenunciables. Herminien afectaba con ella modales siempre corteses y mesurados, de los que no estaba excluido siquiera cierto grado de frialdad, pero a Albert no se le escapaba que en sus ojos brillaba una ironía feroz cuando perezosamente pasaban de Heide hacia él y de él hacia Heide, y la sola sospecha de esa ironía alzaba frente a Herminien una especie de muralla de hostilidad. Exaltada tal vez por la especie de realeza que le confería su sexo frente a los dos hombres, Heide brillaba entonces en la conversación con un resplandor vivo, y una especie de coquetería superior que brotaba en ella parecía el resultado complaciente de una situación ventajosa antes que una contribución personal. Cada uno de sus gestos y el brillo musical de sus palabras llevaban el acento del triunfo, y en ciertos instantes las miradas de sus dos interlocutores se dirigían con un mismo movimiento hacia ella como para un homenaje involuntario. Se cruzaban entonces, y podía leerse en ellos una hostilidad muy distinta de la inquietud que uno a otro se habían comunicado la primera noche.
También en ocasiones Herminien asumía a su vez, en la conducción de aquellas veladas comunes, un papel dirigente cuyo carácter resultaba particularmente insoportable a Albert. Consistía en dar por seguro con sus palabras —y sobre todo con sus reticencias delicadas, con un temor fingido a molestarles con alusiones demasiado directas— que entre Heide y Albert existían relaciones sutiles y fuera de lo común. Entonces parecía que su mirada cortés y sonriente, al pasar del uno a la otra, jugaba con cada uno de ellos, y dio a entender de la forma más ofensiva que les perdonaba como si se situara en el terreno de una comprensión superior. A Albert le parecía entonces que, como si Herminien tuviese entre sus manos aquellos lazos, los recrease, los manejase y los entrelazase a gusto de su fantasía, los complicase y los desatase a capricho, sería perfecto el juego liberado de sus alusiones y de sus arrepentimientos infinitamente matizados. Parecía colorearlos con una poesía delictiva, prestarles mil complicaciones ilícitas, un evidente carácter de conspiración. En cuanto a Albert, que conocía de sobra la excesiva, y para él insípida, simplicidad de la pasión que en Heide se había despertado hacia él, veía alzarse dentro de sí mismo una sinuosa cólera ante aquella creación verdadera a la que todas las noches procedía Herminien, ante lo que no podía dejar de parecerle una expropiación condenable. Con un desapego y una soltura intolerables, le parecía como si Herminien —para quien el destino parecía tan completamente marginado del juego— reuniese sin esfuerzo en sus manos aquellos lazos, tan fácilmente definibles sin embargo al margen de él, por su solo don de comprensión, de invención e intriga. Y la extrema pobreza de los sentimientos de Albert hacia Heide le entregaba de esta forma cada noche sin piedad a la imaginación de Herminien —porque se dio cuenta de que ya no podía prescindir de ver representar en su presencia cada noche, con un asombro furioso, la obra maestra que Herminien, como un mágico director de escena, sacaba al azar de la conversación, y con los recursos de un arte infinito, de los materiales groseros que Heide y Albert parecían no haber acumulado durante su jornada sino para él—. Ahora no podía rechazar esa traducción tornasolada, maligna y superior, que Herminien, con un virtuosismo indiferente, con una dulce y terrible connivencia que silenciosamente se refería a años de complicidad ciega, le presentaba todas las noches cuando la reunión de aquellos tres extraños personajes daba la señal del gran juego. No podía resistir al recuerdo de una alianza durante tanto tiempo probada, y engranajes delicados, como pulidos por un largo uso, una maquinaria alada, le parecían ponerse en movimiento con una lentitud fatal y arrastrarle tras Herminien con la persistencia de un hechizo hacia un desenlace a todas luces imprevisible para él. Así avanzaba día a día aquella anexión que Herminien vigilaba sin cesar con la mirada fría y cruelmente fascinadora de un deslumbrante reptil.
Herminien pensaba en Heide. Aquellas jornadas que Albert suponía llenas para él de la sustancia de ricos trabajos, de difíciles meditaciones, las pasaba casi enteras tumbado en su lecho, desde donde su mirada se sumía en los bosques melancólicos de Storrvan. Nada más ver perderse el vestido blanco de Heide entre los primeros árboles, le parecía que la vida se retiraba de él, y que el sol llameaba sobre un horizonte completamente árido. Entonces hundía su rostro, como último recurso, en la noche fresca de las almohadas, cuya tela blanca y delicada mordía con salvajismo, y su espíritu despiadadamente lúcido le representaba con un vigor agudo la imagen de Heide y de Albert vagando juntos por el seno del bosque embalsamado y vuelto para él impenetrable por el más bárbaro de los sortilegios; seguía con los ojos del pensamiento cada uno de los pasos de aquella a la que había traído hasta allí para comprender su valor cuando le fuera robada. La péndola del reloj venía a recordarle, con la familiaridad punzante de la primera noche, la tortura que para él representaría a cada segundo, hasta la hora de la cena, un Tiempo vacío y puramente fantástico, cuyo horror consistía por entero en su diferenciación sensible del curso de la duración por primera vez, un Tiempo del que parecía completamente extraída la fluencia de cualquier fenómeno verdaderamente vital, dado que Heide se encontraba fuera de su alcance. Pero cuando la noche restablecía para él, en el salón, la unidad de un mundo que parecía allí contenido por entero, una exaltación trepidante se apoderaba de su espíritu. Con el fervor de un semidelirio, con una especie de volubilidad aturdidora, proyectaba entonces sus palabras como las mallas de una red con la que hubiera querido, en un abrazo desesperado, envolver a la que ahora le parecía separada de él por efecto de una maldición atroz. Para retenerla, para guardarla, para encantarla, hubiera querido poblar el salón y la mansión entera con sus arabescos peligrosos, con sus perturbadores hechizos, jalonar de antemano, con una previsión maravillosamente activa de sus pensamientos, todas las avenidas que pudieran abrirse al alma de Heide, distender su espíritu hasta los límites extremos del mundo como una alfombra mágica y viviente, de flores gigantes, fuera de la cual nunca pudiera encontrar su pie la posibilidad de perderse. Y con un empeño sublime, en el desafío insensato de su corazón, cada noche se tejía de nuevo aquella tela de Penélope de urdimbre arácnea, que Heide reventaba a cada instante jugando y sin darse cuenta siquiera, pero cuyos mil repliegues Albert sentía caer sobre él a modo de una sombra sobre su cerebro.
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