Antonio, el Impares, nació sin pedirlo con tres pies. No hay por qué alarmarse, no es monstruoso, a veces pasa. El médico que asistió en el parto les informó a sus padres mientras cortaban el cordón umbilical de que todo había ido bien, que felicidades y que en breve trasladarían a la mujer a planta y al poco les darían el alta. Todo normal. Nadie vio este miembro adicional en la sala de partos, ni lo habrían visto o sentido por más que hubieran palpado en caso de sospecha. Hay cosas que no se ven pero están ahí. No son monstruosas, no se ven, pero están ahí. Y así, Antonio se fue a su casa con sus dos padres y cinco extremidades, y creció haciendo vida normal de una manera impar: en el instituto era fantástico jugando al fútbol y aún mejor en las peleas del barrio. Ya de adulto, sin duda algo pasaba en los momentos de cama porque sus amantes le juraban entrega eterna a pesar de que los pantalones nunca le armaran como debían, siempre le ajustaban mal por los bordes y por el tiro. En fin, el caso es que creció y aprendió a compatibilizar sus dos vidas: la común y la extraordinaria, la que, al igual que su tercera pierna, no veía nadie.
Y un día sucedió. Cruzando la calle, como la cosa más normal de su vida normal, alguien se lo llevó por delante; el atropello fue grave, monstruoso, de morir sin remedio, pero la ambulancia llegó al instante, lo atendieron y la cosa no pasó de ahí. De hecho salió prácticamente ileso y a los pocos días le dieron el alta hospitalaria, ya que ‘no se veía nada anormal’. Pero él se quejaba, no se encontraba bien, cada vez estaba más débil, hasta que unos días después murió desangrado.
Nadie se explicaba por qué.
Los médicos no detectaron hemorragias internas en la autopsia, no acertaban con la causa de la muerte, pero estas cosas son así, a veces sucede lo inexplicable y – tan delante de nuestros ojos – no lo vemos.
Tampoco esta vez lo vieron, y mi amigo murió impoluto y destrozado.
Los que le conocíamos de verdad lo acompañamos hasta el cementerio, cada uno de nosotros llevando el ataúd a tres manos. Aquel día enterramos sus dos vidas: la normal y la otra, la que solo lloraban sus amantes impares, sin consuelo, y a las que, una vez más, como si fueran monstruos, todo el mundo hacía como que no veía.
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