Assur; el peregrino que regreso del hielo
Una epopeya vikinga en la Reconquista
TH
Novela
He
aquí que hubo terribles augurios en la tierra de Northumbría que afligieron
miserablemente a sus gentes; hubo grandes relámpagos y se vieron impetuosos
dragones en el aire, y fueron seguidos por una gran hambruna, y después de eso,
en ese mismo año, los paganos devastaron vilmente la iglesia de Dios en la isla
de Lindisfarne mediante el saqueo y la carnicería.
Crónica
anglosajona, Anno Domini 793
Prólogo
El mar del Norte
Entonces
el Señor me dijo: procedente del norte, el mal se extenderá sobre todos los
habitantes de la tierra.
Jeremías, 1:14
Los grandes hielos se habían
derretido, las terribles ventiscas habían quedado atrás con la llegada de la
primavera; ante el dragón tallado en la proa del ágil navío la enorme extensión
del océano se abría en su inmenso azul profundo, lleno de misterios y criaturas
míticas que amenazaban las pesadillas de los mejores marinos.
Desde la estilizada
popa, al lado del fornido timonel, protegido con pieles de las frías gotas
desprendidas por las rítmicas bogadas, Gunrød observaba orgulloso su armada de
hombres temibles. El jarl estaba
convencido de la superioridad de sus lobos; las armas estaban preparadas y los
carpinteros habían trabajado a destajo para tener las naves listas; casi
noventa. Ningún otro señor del norte había conseguido jamás reunir fuerza
semejante, hombres de todos los rincones de las tierras del hielo habían
acudido a su llamada; su arrojo y valentía, además de los éxitos de anteriores
saqueos a las islas de Britania, lo habían convertido en una leyenda viva entre
los suyos. Era la imagen del héroe amado por Thor a la que cantaban los
escaldos en las eddas; su destino
podía estar en manos de las nornas,
sin embargo, sus hombres no lo dudaban, Gunrød era uno de los elegidos para la
gloria. Era alto, incluso entre los suyos, tan fornido como para manejar una de
las enormes espadas azuladas traídas desde las forjas al oriente de Miklagard,
un arma excepcional con tal número de muertos bailando en las memorias de su
filo que había acuñado ya leyendas propias. Su rostro, cubierto de viejas
cicatrices que guardaban el germen de odios pasados, era origen de oscuras
habladurías esparcidas por los mentideros y puertos de todo el norte. Muchos
decían que era un antiguo berserker,
un temible guerrero enloquecido que se había aupado hasta su posición de señor
gracias a sangrientos duelos; en los combates jamás se quedaba atrás, dispuesto
a ser el primero en dejarse llevar por las valquirias hasta el Valhöll. Algunos decían que su pelo y
barba, de un fuerte rojo sanguinolento, lo delataban como hijo del astuto Loki,
a medias dios a medias demonio; y otros decían que había sido escogido por el
mismísimo Odín.
Mirara adonde
mirara los navíos de su pueblo lo rodeaban, había llegado el momento. Había
recibido los mensajes de su hombre en los mercados del sur, todo era propicio
y, donde otros habían fracasado en el pasado él triunfaría, convertiría las
habladurías en realidad. Conquistaría el reino de los blandos cristianos para
gloria de sus hombres y sus tierras. Se haría con todas las riquezas
imaginables que aquellos beatos acumulaban en sus templos, se convertiría en el
rey único del norte y su recuerdo quedaría por siempre en los versos de las
sagas.
Sus gélidos ojos
estaban llenos de determinación, arrasaría Jacobsland.
Libro primero
Jacobsland
A furare normannorun liberanos Domine
(De
la furia de los hombres del norte, libéranos Señor)
Plegaria altomedieval
típica
Era un niño que cambiaría la historia
de los hombres. Y, aunque él no lo sabía, el destino ya estaba buscando quien
lo forjase.
El verano anunciaba
su final con nuevos frescores en el alba, jirones de niebla se levantaban
perezosos desde los vados del río, y Assur podía notar las primeras manchas
pardas en las hojas de las ramas que colgaban sobre el agua. En el aire húmedo
se adivinaba el rastro a hierba recién segada de algún campo cercano, y el
muchacho intentaba que aquellos instantes de libertad durasen por siempre; ajeno
a que su niñez iba a llegar, en un instante, a un final triste y doloroso.
Faltaban solo unos días para san
Mateo
…
…
―Será mejor que nos pongamos en
marcha, hay mucho que hacer ―anunció Tyrkir con su complacencia de siempre―, ya
ha amanecido. Y los días más largos ya han pasado, nos hará falta el tiempo…
Leif, medio
cubierto por la paja del lecho y las sayas sueltas de una corpulenta morena de
grandes labios, fue solo capaz de gruñir lastimeramente.
―El sol ya está
bien alto en el horizonte… ―apremió el contramaestre.
Leif abrió los ojos
legañosos con pereza. Y se vio obligado a volver a cerrarlos ante la claridad
que entraba por los huecos de los escasos tragaluces que, aun estando cubiertos
por vejigas de cerdo tensadas, dejaban entrar tanta luminosidad como para
arredrarle los sesos. Necesitó de un rato para recordar dónde estaba y cómo
había llegado hasta allí. La cabeza le latía miserablemente y tenía la lengua
tan hinchada como un cadáver al sol.
―Por los cuervos de
Odín, ¿es que ya no puede uno disfrutar de una bien merecida resaca? ―dijo al
fin, componiendo el mismo gesto de un niño pillado en una travesura―. Si
tenemos todo el invierno para ocuparnos de eso…
Tyrkir no se
atrevió a contestar y permaneció impasible mientras su patrón se desperezaba,
soltaba un portentoso pedo y despedía a las dos muchachas con las que había
pasado la noche, todo a un tiempo.
―Eres como mi madre
―volvió a quejarse Leif―. Siempre preocupándote por lo que debo hacer.
El Sureño se dio
cuenta de que las protestas no eran más que la rutina habitual, su señor
sonreía viendo las cachas blancas de una de las mozas que se alejaba, al tiempo
intentaba componerse la ropa y se arreglaba como podía los cabellos y la barba.
―¿Y los demás?
Puede que Bram quiera hablar con alguno de los carpinteros…
Entre las patas de
un par de taburetes rotos, caído fuera de otro de los montones del heno que
había extendido el tabernero la noche anterior, su timonel, espatarrado y tumbado
cuan largo era, roncaba como un oso rabioso y Leif, que solo veía a algunos más
de sus hombres, desperdigados por el suelo y las mesas de la taberna sin orden
ni concierto, sonrió de un modo paternal y decidió concederle a su tripulación
el descanso que merecía después de la gloriosa travesía que habían completado.
―Dejémoslos, así
habrá al menos alguno que pueda seguir soñando con grandes banquetes y
gigantescos toneles a rebosar de cerveza hecha de alcacel y arrayán.
Tyrkir bajó el
mentón asintiendo y dejó paso a su patrón que, sin perder la sonrisa, buscaba
la tina de agua de lluvia sita a la entrada.
El sol radiante los
hizo bizquear a ambos, aunque Leif fue el único que necesitó menear la cabeza
como un perro mojado para intentar alejar los efectos del trasiego de alcohol
de la víspera.
―Lo mejor sería ir
primero a buscar a los carpinteros de ribera en los astilleros locales
―aventuró el Sureño.
Leif pensaba que
sería mucho mejor tratar con los mercaderes para vender las pieles y colmillos
que atestaban los pañoles de su nave cuanto antes, pero le apetecía pasear
junto al mar para despejarse, así que no dijo nada.
Era evidente que
Nidaros llevaba un buen rato despierta; en las granjas de los pudientes
terratenientes de las afueras las faenas del campo estaban ya avanzadas, y en
las tienduchas y comercios de la ribera se movían mercancías, y los
esportilleros hacían mandados al tiempo que los menestrales calentaban sus
forjas o preparaban sus herramientas.
A medida que
caminaban desde el lado sur, envuelto por la gran curva del río, hasta la
orilla norte, abierta al fiordo, se fueron encontrando con gentes ocupadas. La
aldea crecía a pasos agigantados gracias al impulso oficial suscitado por la
subida al trono del nuevo gran konungar,
y a las actividades de los lugareños se sumaban las idas y venidas de artesanos
y comerciantes llamados por el auge que experimentaba el lugar.
Al remontar la
ribera del meandro del Nid adelantaron a un enorme carro manejado por
cabizbajos esclavos que cargaba con grandes rocas; y vieron al otro lado del
río altos pinos blancos desmochados que, todavía enraizados, se curaban a la
intemperie hasta estar listos para ser cortados y labrados. Era evidente que
las obras de la stavkirke de Olav
progresaban a buen ritmo.
No sin cierta
curiosidad cruzaron algunas preguntas y, de hecho, descubrieron que el recién
entronado gobernante se había propuesto fundar allí mismo un templo digno de
ser un lugar de culto memorable para el crucificado a la vez que un soberbio
emplazamiento para su propia sepultura. Artesanos de todas las tierras del
norte habían llegado hasta Nidaros para aprovecharse de las riquezas que, con
la mano abierta, parecía estar dispuesto a prodigar el rey.
Cuando se cansaron
de mirar cómo se preparaban los cimientos del solar para recibir las grandes
losas de piedra que aislarían de la humedad a los maderos de la tabicada
siguieron camino hasta la orilla norte del pueblo, bañada por las aguas
salobres que se internaban en el fiordo.
Algunas mujeres y
niños aprovechaban la marea baja para recoger moluscos usando angazos que
arrastraban con esfuerzo, y aunque vieron varios diques secos descubrieron que
gran parte de los artesanos estaban ocupados con las obras de la stavkirke; solo uno de ellos parecía
seguir afanándose con asuntos navales.
Tyrkir se apresuró
y, antes de que Leif pudiese advertirlo de nuevo de que tenían tiempo de sobra,
ya estaba hablando con uno de los mozos que, a juzgar por las blancas virutas
que llevaba prendidas en el pelo, servía de aprendiz al ebanista.
Cuando el maestro
acudió, Leif se presentó y obvió el ceño fruncido que le sirvió la mención de
su padre haciendo una rápida referencia a la bolsa de plata y oro que llevaba,
así como a las mercancías de las bodegas del Mora. Pero en cuanto se empezaron a tratar los temas con más
detalle se aburrió. A él le gustaba enfrentarse al mar embravecido y a los
retos de la navegación, pero el mantenimiento y la logística lo hastiaban;
después de cruzar cuatro frases con el carpintero le cedió el protagonismo de
las negociaciones a su subalterno, eficiente hasta lo enfermizo y siempre
fiable.
Ya libre de sus
responsabilidades valoró la posibilidad de regresar a la taberna para
homenajearse con un buen desayuno de carne y cerveza, ahora que parecía que el
estómago se le iba asentando después de los excesos de la noche anterior; luego
podría pasar al ruedo tras la cantina, había oído que algunos lugareños habían
acordado celebrar un par de combates de caballos en los que intervendría un
garañón del que hablaban maravillas. Sin embargo, no tuvo que moverse del
sitio, el entretenimiento que buscaba llegó pronto, unas voces en la playa le
llamaron la atención.
Un grupo de hombres
se acercaba por la arena oscura armando alboroto. Se retaban los unos a los
otros con amenazas vacías y parecían bromear sobre las cuantías de las apuestas
que pensaban cruzar, lo que interesó inmediatamente al libertino Leif. Eran
media docena, vestidos con sencillas prendas de vathmal sin teñir y sin otras armas o pertrechos que los grandes
arpones que portaban.
Leif, dejando
definitivamente al carpintero en tratos con su contramaestre, llamó al aprendiz
con un gesto de la mano.
―¿Quiénes son esos?
El chico solo
contestó después de sorberse ruidosamente los mocos que le colgaban hasta el
mentón.
―Son balleneros
―dijo ronqueando mientras tragaba con dificultad―, acaban de regresar del norte
porque la temporada ha terminado. Y ahora se dedican a holgazanear y gastarse
la plata que han ganado con la carne y la grasa de los rorcuales que han
matado, y seguirán así hasta que la acaben ―añadió el chico con un gesto
grandilocuente―. Todos los años hacen lo mismo. Mi madre dice que son unos
puteros marrulleros… ―aseveró como si no estuviese seguro de lo que aquello
significaba―. Pero en unas semanas vaciarán sus bolsas y buscarán cualquier
chapuza para malvivir hasta la temporada que viene. Siempre hacen lo mismo...
El muchacho parecía
ser capaz de seguir hablando hasta la llegada de la noche y Leif ya sabía que
los arponeros no solían ser más que marinos desahuciados de vida difícil que,
sin otra salida, se jugaban los dientes luchando contra los gigantescos
rorcuales porque era el único modo de seguir adelante. Esperando acallar al
chico decidió darle una propina y sacó del cinto un pequeño trozo de plata
cortada del tamaño de un guisante. Se lo dio con una sonrisa, y consiguió que el
muchacho se quedara sin habla, incapaz de hacer otra cosa que mirar con los
ojos exorbitados el tesoro que acababa de recibir.
Dos de los hombres
de la playa levantaban un gran montículo de arena y Leif vio con interés cómo
los restantes se alejaban. Al reparar de nuevo en los arpones cayó en la cuenta
de que se estaba organizando una competición, y eso explicaba lo de las
amenazas y advertencias sobre postas y apuestas que aquellos hombres se
cruzaban.
El muchacho corría
a esconder su fortuna sin perder la sonrisa que se le retorcía en las orejas.
Tyrkir discutía los pagos con el carpintero, regateando sobre el calafateado
del Mora, y Leif, anticipando el
espectáculo, buscó asiento en un gran tronco de roble a medio trabajar como
quilla, olvidándose de los peleones restos de su resaca y dispuesto a saciar su
curiosidad.
Como imaginaba, los
arponeros empezaron pronto los lanzamientos, estableciendo turnos. A medida que
iban acertando en el montículo aquellos con mejor puntería se iban alejando a
intervalos de cinco yardas. En tres rondas los papeles de cada uno quedaron
claros para Leif que, como patrón, estaba acostumbrado a distinguir los valores
de cada hombre por sus actitudes. Uno que era contrahecho y con algo de joroba
se quedó pronto fuera de la competición, incapaz de pasar la segunda ronda tuvo
que asumir las chanzas de sus compañeros y hacerse cargo de las postas además
de quedar designado como recadero, obligado a traer los arpones clavados a cada
vuelta. Y otro, que era el más corpulento de todos, parecía esperar
pacientemente a que la distancia se hiciera interesante para él, desdeñando con
serenidad los lanzamientos más cortos y manteniéndose al margen con los brazos
cruzados sobre el pecho. Entre el resto destacaba un vocinglero de barbas rubias
que parecía alardear más que hablar, pero que había ganado ya todos los
envites.
En el cuarto lance
el viejo sombrero de cuero en el que el jorobado llevaba el monto de las
apuestas parecía pesar tanto como el martillo Mjöllnir, era evidente que los
arponeros arriesgaban las ganancias de la temporada como si el mundo estuviese
ardiendo y Leif no pudo resistir la tentación por más tiempo; aun cuando jamás
en su vida había usado un arpón, la expectativa de un nuevo juego en el que
poner a prueba su valía era demasiado poderosa.
Sabedor de que las
palabras de poco servirían ante hombres de aquel tipo, el aventurero sacó de su
escarcela el cantón del brazo de una cruz de oro sin darle importancia a cómo
podría sentar en la recién cristianizada Nidaros tal sacrilegio y se lo lanzó
al contrahecho ballenero sin siquiera saludar.
El jorobado cogió
el metal como pudo, intentando que no se le cayese el cuarteado sombrero.
―¿Compra eso un
intento en la siguiente ronda?
El arponero miraba
el trozo de cruz con ojos golosos, tenía una desagradable cicatriz que le
blanqueaba la piel y formaba una calva irregular en la barba de su mejilla
derecha. Antes de que pudiese contestar, el que Leif había identificado como el
bravucón del grupo habló.
―Mientras sigas
cagando pedazos de oro como ese ―dijo el rubio señalando el trozo de cruz que
el jorobado tenía en las manos―, podrás probar suerte…
A Leif aquellas
palabras le sonaron más cercanas a una amenaza que a una invitación. Y tampoco
se le escapó que el grandote que había visto separado del grupo se sentaba en
la arena como si hubiera abandonado la idea de unirse a la ronda que los
arponeros iban a lanzar antes de la interrupción de Leif.
El jorobado,
complacido maestro de ceremonias, se presentó como Orm y le dictó el nombre de los
otros. Leif solo le dio importancia al que parecía comportarse como el rival
más capaz, Halfdan el Rubio.
―¿Y ese otro?
―preguntó señalando al que todavía no había lanzando ni una sola vez.
―Es Ulfr ―contestó
el jorobado Orm―, no suele apostar hasta que llegamos a veinte brazas. Y
tampoco es que sea muy hablador ―añadió con una sonrisa enigmática.
Ulfr; y Leif no
supo si era el nombre verdadero o un apodo, los cenicientos cabellos y los
serenos ojos azules bien podrían haberle ganado un sobrenombre como aquel, el
Lobo.
―Es un tipo raro,
creo que llegó del este hace unos años ―añadió Orm como si aquella procedencia
lo explicase todo―. Me parece que es un sviar…
―Sí, seguro
―intervino otro de largos mostachos que comprobaba la alineación de los arpones
mirándolos de cabo a punta entre sus brazos extendidos―, es uno de esos
cobardes adoradores de cerdos que viven escondidos en sus lagos más allá de los
sames ―dijo con evidente sarcasmo―,
probablemente alguna völva le hizo
jurar por la marrana de su madre que no hablaría si no le prometían oro a
cambio.
―Parecéis dos
jovencitas cuchicheando sobre las vergas de sus amantes ―los reprendió otro―.
No es un sviar, es sureño… Y ahora qué, ¿lanzamos o no?
Leif se dio cuenta
de que el interpelado permanecía impasible ante las ofensas, y no supo si era
el rudo compañerismo de hombres que se enfrentaban juntos a los peligrosos
monstruos de las profundidades del reino de Njörd o la simple indiferencia la
que hacía que aquel hombre se mantuviera al margen. Sin embargo, intuyó que si
Ulfr se levantara las chanzas cesarían de inmediato, había algo en sus ojos. A
Leif le recordó a un oso al que había visto azuzar, todos los espectadores
habían sido valientes, habían usado sus picas hasta que la cadena se rompió y
el gran animal quedó libre para perseguirlos, entonces las puyas cayeron y los
más vocingleros cambiaron las palabras por zancadas nerviosas. Aquel oso había
matado a tres hombres antes de que su padre y algunos de sus hombres
consiguieran reducirlo, para el pequeño Leif se había convertido en un recuerdo
imborrable, y aquel hombre de gestos comedidos había evocado aquellas escenas.
Le había recordado a aquel oso preso.
Los arpones
sorprendieron a Leif por lo pesado, tenían largos mangos de fresno ahumado de
más de una vara que encerraban un alma de hierro que se prolongaba hasta unas
puntas amenazadoras que delataban claramente su sangriento propósito.
Como cualquier otro
chico del norte Leif había aprendido a usar la lanza, además de la espada, el
hacha y el escudo. Así que, después de balancear el gran arpón que le cedieron
hasta encontrar el punto de equilibrio, se sintió capaz de arrojarlo con tanta
precisión como los propios arponeros.
El montón de arena
que hacía de blanco tenía el tamaño del torso de un hombre, y aunque a Leif le
pareció un objetivo pequeño se dio cuenta de que para aquellos hombres era una
práctica de puntería, ellos estaban acostumbrados a arrojarlos contra enormes criaturas
de míticas proporciones que hacían empequeñecer a knerrir de una veintena de bancadas.
Leif acertó a la
primera y disfrutó como un niño cuando se repartieron el monto de las postas
entre los tres que habían conseguido trabar su arpón desde las cuarenta yardas.
Después de pesar
los pedazos con una ingeniosa balanza de platillos que se plegaba sobre su
propio fiel, el jorobado no solo le devolvió el cantón de la cruz sino que
añadió tres buenos pedazos de hacksilver.
Así, para las
cuarenta y cinco yardas solo quedaban tres de ellos, el bravucón Halfdan, un
rubicundo moreno al que le faltaba un trozo de oreja y el propio Leif.
―Déjalo tal como
está ―le dijo Halfdan al jorobado cuando le ofreció su parte de los metales.
Orm se sorprendió,
habiendo pasado esa ronda las ganancias del Rubio rondaban la libra, pero el
contrahecho normando sabía que Halfdan se olía las riquezas del nuevo y que,
probablemente, esperaba que Ulfr se mantuviera al margen para poder desplumarlo
impunemente.
El hosco moreno de
la oreja tullida se retiró feliz con sus ganancias en cuanto, como Orm, intuyó
las ideas de Halfdan.
―Pues parece que
solo quedamos tú y yo, forastero.
Leif no se sintió
intimidado.
―Pues hagámoslo más
interesante ―dijo devolviendo su plata al sombrero que sostenía el jorobado y
completó el monto con otro pedazo de la misma cruz―. Y movámonos un poco más
―añadió sonriendo―, hasta las sesenta yardas ―dijo en un impulso.
Todos sabían que
aquello era excesivo, pero, como buenos jugadores, estaban más que dispuestos a
disfrutar del entretenimiento, a fin de cuentas, como a menudo les recordaban
las astillas que reflotaban entre aguas turbulentas, la siguiente temporada
siempre podía convertirse en la última si uno de aquellos rorcuales arremetía
contra su nave. Enseguida empezaron a cruzarse apuestas paralelas entre los
espectadores, y las voces se alzaron discutiendo las posibilidades de cada uno
de los lanzadores ante aquella distancia excepcional. El de la oreja maltrecha
que se había retirado en la ronda previa mandó al aprendiz del carpintero a por
un barril de cerveza, y el propio artesano, acompañado por Tyrkir, se decidió a
bajar hasta la playa, interesado por la algarabía.
Se estaba armando
un buen barullo, y era obvio que Halfdan disfrutaba siendo el centro de
atención. El Rubio, con teatralidad evidente y llenándose la boca con los lujos
que iba a permitirse en cuanto ganase, eligió el arpón que más le gustaba
después de sopesarlos todos con ojo crítico. Estiró tanto como pudo su tiempo,
hasta que temió que alguien osara acusarlo de entretenerse por miedo, y lo
aprovechó para recibir con inclinaciones de cabeza de falsa humildad las
palabras de ánimo de los que estaban de su parte y devolver comentarios
hirientes a aquellos que no le auguraban ninguna posibilidad.
Leif disfrutaba de
la situación y esperaba pacientemente, observaba a la concurrencia mientras
Halfdan terminaba con su representación. Sin embargo, no pudo evitar guiñar los
ojos con disgusto cuando el Rubio, tras un par de pasos de carrera, lanzó el
arpón con evidente puntería.
Mientras el hierro volaba los
asistentes callaron, y cuando impactó en la arena del montículo con un
crujiente sonido sibilante el silencio se rompió con gritos de alegría y
fastidio que se elevaron por igual, repartidos según si quien los lanzaba había
apostado en un sentido u otro.
El aprendiz del
carpintero, todavía agradecido por el trozo de plata que le había sido
entregado, se prestó enseguida a servirle de asistente a Leif y, en cuanto el
barril de cerveza que había traído rodando fue abierto, corrió a hacerse cargo
de la capa de su benefactor, a acercarle los arpones, a ofrecerle un trago con
el que aliviar el gaznate y dispuesto de buen grado a obedecer cualquier otro
mandado.
Con el pulido mango
ya entre sus dedos, Leif miró el montículo de arena con aire circunspecto y se
dio cuenta de que aquellas yardas de más habían convertido la distancia en algo
que se antojaba insalvable. Pero no perdió el buen humor o su sempiterna
sonrisa, se enfrentaba a un desafío más, y sabía que, si conseguía ganar, su
propia leyenda se vería patrocinada por la hazaña. Antes de tomar carrerilla
echó un vistazo a su alrededor y observó los rostros que lo rodeaban, el
muchacho del astillero se sorbía los mocos nervioso, Orm miraba el interior del
sombrero con expresión de asombro, Halfdan le devolvía una sonrisa llena de
cinismo, algunos ya estaban medio borrachos y a Leif le apeteció volver a
echarse un buen trago de cerveza al coleto. El único que parecía indiferente
era Ulfr, que se entretenía tallando un pequeño trozo de asta con un cuchillito
de hoja curva y que solo le dedicó un gesto, una leve negación de cabeza cuando
Leif sopesó el arpón con un gesto inquieto que no pudo evitar.
La concurrencia,
impaciente, gritaba exhortando a Leif a lanzar de una vez.
―¡Extranjero!, si
lo necesitas puedes acercarte una braza ―desafió Halfdan con bravuconería,
recibiendo complacido los abucheos que sus simpatizantes dedicaban a Leif.
Haciendo oídos
sordos el viajero respiró profundamente y centró su mirada en aquel montículo
de arena.
El arpón empezó su
vuelo de manera prometedora, parecía un acierto, sin embargo, se desvió pronto,
yéndose poco a poco hacia la izquierda. Terminó clavándose a una vara del
montículo entre los cacareos y gritos de los espectadores.
Leif agitó el puño
con frustración, más preocupado por haber errado que por las pérdidas, y tuvo
que recibir con una sonrisa apocada el gesto admonitorio de Tyrkir, que lo
miraba con desaprobación pensando en las repercusiones que aquel despilfarro
tendría para las reparaciones y aprovisionamientos del Mora y sus tripulantes.
Pero Leif no se
desanimó y decidió buscar una salida honrosa a la situación que no rebajase su
posición. Y para él solo había un modo de seguir adelante, jugarse el todo por
el todo, y Halfdan parecía lo bastante engreído como para dejarse liar.
―Ha sido un golpe
de suerte, no lo repetirías, ni aunque Baldr te prestase su brazo… ―retó
elevando la voz por encima de la algarabía para hacerse oír por Halfdan, que
presumía entre los achuchones y felicitaciones de los suyos.
El Rubio estaba de
buen humor y no se imaginó en qué modo podría romperse su racha.
―¿Quieres volver a
apostar? ―preguntó Halfdan.
Leif mantuvo un
silencio expectante antes de hablar.
―Puede… Pero solo
si dejamos de comportarnos como niños de calzones meados, esta vez vamos a
hacerlo de verdad… ―añadió lanzándole al jorobado su bolsa completa y
disfrutando de la expresión de incredulidad con la que el Rubio enmudeció.
Leif sabía que
Halfdan podía repetir el lanzamiento si mantenían la distancia, pero también
sabía que a semejante matasiete no se le ocurriría arredrarse sin más si lo
azuzaba, la capacidad para enmerdarse hasta el cuello sin necesidad era una
cualidad innata de todo fanfarrón. Y era evidente que Halfdan se sentía
tentado, pero que el enorme monto lo obligaba a titubear, aun a regañadientes.
Intuyendo las
ansias de su rival Leif decidió ayudarlo a meterse en el hoyo, necesitaba
acorralarlo para que no pudiese echarse atrás cuando llegase el momento.
―Pues yo creo que
parloteas más que una vieja tejiendo junto a la lumbre y creo que tienes la
boca más grande que las mentiras de Loki… ―dijo el aventurero esperando
imprimir en su voz el tono justo―. No creo que seas capaz de repetirlo...
Como Leif había
esperado el Rubio no fue capaz de tragarse la insinuación.
―Puede que tú
necesites que la puta te diga lo que hacer con tu arpón cuando tienes el blanco
a un palmo ―gritó Halfdan por encima del alboroto recibiendo con rostro
complacido la ovación con la que le respondieron―. Pero yo no, ¡yo puedo
hacerlo de nuevo! Tantas veces como quiera.
Leif compuso en su
cara un leve gesto de indignación, fingiéndose afectado, pero respondió pronto.
―Entonces… ¿te
parece fácil? Hablas como si lanzar desde sesenta yardas fuese un simple juego
de tablas para ti…
―Lo es ―replicó
Halfdan sin dejar que Leif terminase.
Y el aventurero
agarró la oportunidad de recuperar sus pérdidas.
―Entonces… diez
yardas más no serán un problema, ¿te ves capaz de hacer blanco a setenta?
―inquirió con miras después de una pausa al tiempo que intentaba remarcar
cuanto podía el carácter personalizado de la pregunta.
Ante las miradas
expectantes de su público Halfdan no tuvo más remedio que mantener sus aires
jactanciosos.
―Claro que sí, yo
nunca fallo.
Leif quiso
aprovecharse para forzar aún más la situación. Intuía que Halfdan no tenía
fondos para cubrir su apuesta y que necesitaría un empujón para animarse.
―Pues a mí me
parece que todos aquí saben que lo único con lo que aciertas es con tu lengua
fanfarrona.
Halfdan rechistó de
inmediato, era obvio que la alusión al público había herido su orgullo.
―Yo no fallo nunca.
Leif devolvió la
finta con rapidez, aunque cuidó sus palabras, no fuera a ser que el asunto se
le escapase de las manos y Halfdan quisiera zanjar las dudas sobre su honor con
un duelo.
Tyrkir sonreía
anticipando la encerrona, y el resto de la concurrencia estaba tan absorta con
el desafío que hubo cuernos que quedaron a medio vaciar.
―¿Incluso si son
setenta y cinco yardas?
Y Halfdan estaba
tan metido en su papel que ni siquiera titubeó.
―Como si son
ochenta, yo nunca fallo.
―Ya veo, eres el
mejor arponero, el mejor de todos, ¿no?
―Así es, ¡Halfdan
el Rubio es el mejor de todos! ―contestó pinchándose el pecho con el pulgar de
su puño derecho al mismo tiempo que alzaba el mentón orgulloso―. Puedo hacer
blanco incluso a ochenta yardas.
Orm no creía
siquiera que semejante tirado se hubiera intentado jamás, de hecho, estaba
seguro de que él no sería siquiera capaz de cubrir la distancia, y mucho menos
hacerlo con puntería como para acertarle al blanco.
―Pues yo lo dudo
―dijo Leif moviendo la cabeza negativamente―. Si tan seguro estás, ¿por qué no
cubres la apuesta?
Se oyó alguna risa,
y más de uno se atrevió a importunar a Halfdan desde el anonimato de la
muchedumbre que iba creciendo, más de una altisonante referencia a la hombría
del Rubio resonó por encima del murmullo de los congregados.
Halfdan resopló con
exagerada indignación y, tras levantar la mano pidiendo paciencia a la
concurrencia y al propio Leif, habló con los de su alrededor. Primero de buenos
modos, luego con evidentes amenazas remarcadas por puños cerrados.
A tiempo para que
llegase un nuevo barril de cerveza, Halfdan había conseguido plata suficiente
como para cubrir el envite de Leif. Cuando Orm acabó de pesar los metales con
su balanza hubo que recurrir a dos sombreros más para contener todo el monto,
sobre el que caían miradas ansiosas de todos los asistentes, especialmente del
aprendiz del carpintero: el pobre muchacho no se había imaginado que hubiese en
todo el mundo conocido semejantes cantidades de oro y plata; la mayoría eran
pedazos brutos y dentados obtenidos del destrozo de piezas mayores, pero
también había una buena porción de monedas de toda condición, incluyendo las
viejas y ya verdosas calderillas acuñadas en el sur por Angantyr y algunas de
extravagantes símbolos llegadas de las tierras conquistadas por los rus.
Sabedor de que
Halfdan ya no podría echarse atrás, Leif jugó con su última ventaja antes de
asumir el riesgo de perder toda su fortuna y verse obligado a depender
únicamente de los posibles beneficios que consiguiese de la venta de su carga.
Tras llamarlo con un gesto mandó al aprendiz del carpintero a buscar la plomada
del Mora.
―Pues midámoslas,
no me fio de las marcas que habéis hecho.
Tyrkir se dio
cuenta de lo inteligente del juego de Leif. Probablemente las mediciones hechas
estaban bien, los arponeros eran, al fin y al cabo, marinos, pero también sabía
que la plomada del Mora era un legado
del mismo Eirik el Rojo y que estaba más viciada que la más vieja de un burdel.
Si medían las ochenta yardas con esa plomada baqueteada tendrían que contar
cuarenta brazas para hacer la equivalencia, y en cada una de ellas habría una
diferencia de al menos una pulgada, Leif ganaría, como poco, otra yarda.
Cuando todo estuvo
listo el trasiego de cerveza ya había conseguido que los puños se soltasen en
más de una ocasión entre los que habían cruzado apuestas a favor y en contra de
Halfdan.
Tras la línea en la
arena que había trazado el aprendiz, el Rubio sopesaba una vez más los arpones
echando furtivas miradas disimuladas al lejano blanco.
Leif ya se había
unido a los bebedores con aire despreocupado y, aunque había tenido que
soportar las protestas de Tyrkir por haber puesto en riesgo todos sus fondos,
estaba de buen humor, había merecido la pena; tanto si ganaba como si perdía la
apuesta.
―Prepárate para
pasar el invierno pidiendo limosna extranjero ―gritó Halfdan antes de dar el
primer paso de su carrera para el lanzamiento.
El Rubio echó el
arpón hacia atrás arqueando la espalda y, tras amagar el gesto unas pocas
veces, inició su galopada.
Soltó el hierro con
un gruñido seco al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio, vencido por el
brutal impulso que había pretendido, le faltó poco para caer de bruces; pero la
distancia era suficiente como para que pudiese levantarse y contemplar el vuelo
del arpón antes del impacto.
Tyrkir apretaba las
manos blanqueando sus nudillos. El aprendiz del carpintero sonreía
bobaliconamente, encantado por toda la algarabía, en su puño estrujaba con
fuerza el trocito de plata que le había dado Leif.
El arpón ni
siquiera cubrió toda la distancia. Se clavó a media docena de yardas del
montículo, encarado con el blanco, pero corto. Y, mientras Halfdan gritaba
rabioso, el contrahecho Orm se alegró de que aquel fanfarrón que tan a menudo
lo increpaba hubiese encontrado a alguien que le bajase los humos.
La tensión se
desató, estallaron más peleas y se oyeron acusaciones sobre la bondad de las
monedas o los pedazos de plata apostados.
Leif creía
firmemente en que el honor era igual de importante en la victoria como en la
derrota. Sirvió cerveza en uno de los cuernos y se acercó hasta Halfdan, que
murmuraba lamentándose con la cabeza gacha.
―Buen intento, casi
lo consigues ―dijo sonriendo.
Halfdan lo miraba
con expresión tensa, y Leif se percató de que el Rubio estaba cayendo en la
cuenta de que se había dejado engatusar por culpa de sus propias ínfulas y
ansias de grandeza. Pero el aventurero estaba encantado con la suerte corrida,
y aunque una buena pelea era siempre un modo fantástico de terminar cualquier
asunto, prefirió cambiar las tornas y cederle a Halfdan una justa oportunidad
de redención que los dejase en buen lugar a ambos.
―Tu brazo no es tan
fuerte como dices ―dijo de modo enigmático―, pero… he oído que no tendrás nada
que hacer hasta que vuelva a empezar la temporada de caza. Yo me marcharé
después del invierno, una vez haya vendido lo que hay en las bodegas de mi
barco, el Mora… Y regresaré a
Groenland, sin escalas, tal y como he llegado hasta aquí. ―Leif se detuvo para
dejar que la noticia calase y escuchó complacido los rumores―. Y luego, ¿quién
sabe? ¡La gloria! Buscaré nuevas tierras y conseguiré oro, pieles, maderas...
Forjaremos una leyenda… ―Halfdan seguía con la cabeza gacha―. Y aunque tu brazo
no es tan fuerte como dices, puede que sea suficiente para remar… ¿Quieres
unirte a mi tripulación y buscar la gloria? ―preguntó conciliador.
Halfdan lo miró de
hito en hito sopesando la expresión de Leif y dudando de si la oferta iba o no
en serio.
Los que esperaban
haber visto una buena trifulca fueron los únicos que protestaron, animando al
Rubio a romperle los morros a Leif y recuperar su dinero. Pero Halfdan vio en
la sonrisa del forastero una expresión sincera que lo convenció, además, formar
parte de la tripulación de un patrón solvente era una vida mucho más
prometedora que la de un mal pagado ballenero que solo tiene una estación para
buscarse el sustento de todo un año.
―Trato hecho ―dijo
tendiéndole el antebrazo derecho a Leif y aceptando con la mano libre el cuerno
de cerveza.
Tyrkir se acercaba
a pasos agigantados con gesto nervioso y el aprendiz de carpintero saltaba
encantado de un lado a otro. La concurrencia bramó, contenta por el
entretenimiento y el buen final. Algunos, terminado el espectáculo se retiraban
ya, otros, presos de la gula, aprovecharon hasta la última gota de cerveza. Y
Leif, de un humor excelente, estaba dispuesto a regresar a la taberna y
empalmar una tarde de borrachera con una noche de juerga, pero antes le ofreció
sin palabras un par de los pedazos más grandes de plata a Halfdan, convencido
así de ganarse su lealtad por siempre con el magnánimo gesto. Cuando ya se
giraba desdeñando paternalmente los agradecimientos del Rubio oyó una voz a su
espalda que lo obligó a pararse en seco.
―Yo puedo hacerlo…
Se volvió y vio la
gran silueta de Ulfr recortada contra la luz del mediodía, caminaba a su
encuentro.
―Si doy en el
blanco… ¿me cederás una bancada en tu nave a mí también?
Leif observó al
hombre que tenía enfrente. Aparentaba una edad similar, de su misma altura pero
bastante más corpulento. En el rostro curtido se adivinaban años que habían
pasado demasiado pronto, en él destacaba una fuerte mandíbula cuadrada que era
evidente incluso a pesar de la poblada barba cenicienta, pero lo más llamativo
eran los ojos, del triste azul profundo que se esconde bajo las olas.
Ulfr tenía el porte
de un luchador, sus brazos y muñecas eran los de alguien que había usado la
espada a menudo. Y aunque no cojeaba era evidente que cargaba el peso en el pie
derecho supliendo con habilidad y práctica alguna vieja lesión, también tenía
una fea cicatriz de perfil irregular en la palma de la mano.
Hablaba con un acento
extraño que al aventurero no le pareció el de un sviar, y lo rodeaba un
incierto aire de incomodidad que le contó a Leif secretos no revelados de una
historia turbulenta sobre la que prefirió no preguntar; él sabía bien lo que
era tirar de los grilletes de un pasado embarazoso, su abuelo había sido
desterrado de Jaeder, y su padre obligado a abandonar la isla del hielo. Pero, a pesar de lo que no lograba intuir, había
algo en aquel arponero que le gustó. Además, había sido un gran día y aquel
tipo tenía algo que despertaba su curiosidad.
―Si eres capaz de
hacer blanco tendrás tu bancada en el Mora
―concedió sonriente.
El repentino cambio
excitó aún más a la concurrencia, que empezó de inmediato a apostar sobre si el
callado arponero podría triunfar allá donde su compañero había fallado; la
mayoría de ellos no le daba ni la menor oportunidad, ochenta yardas era una
distancia que ni el mismísimo Thor podría salvar, y muchos se habían creído las
fanfarronadas de Halfdan, por lo que pensaban que si el Rubio no lo había
conseguido, nadie podría hacerlo. Leif escuchaba complacido aquellas voces y
especulaciones, fuera como fuera él saldría ganando; si Ulfr lo conseguía sería
una gesta que se contaría en las noches de invierno y él pensaba pagar
suficiente alcohol para que todos recordasen que al hacerlo había pasado a
formar parte de su tripulación. Y si fallaba nadie olvidaría al patrón que
había ofrecido tan generosa recompensa.
Ulfr no necesitó de
tanta ceremonia como había requerido Halfdan. Simplemente eligió un arpón y
cruzó la raya que había trazado el aprendiz de carpintero en la arena con la
ayuda del peso de la plomada.
Todos le
concedieron al tirador un instante de silencio.
Pero, cuando el
hierro salió de la mano de Ulfr el griterío se volvió ensordecedor. Envuelto en
la algarabía, el arpón cortó el aire con el sonido de una flecha.
Unos pocos se
dieron cuenta de que estaban siendo testigos de algo que podrían contar una y
mil veces porque nunca sería olvidado.
Más tarde, ya en la
taberna, los borrachos perdieron pie antes de que la noche llegase a
anunciarse, y la tripulación del Mora
recibió con ilusión al patrón y sus ganancias, todos dispuestos a bebérselas
antes del siguiente amanecer. Había quien tenía motivos para celebrar y otros,
simplemente, se unieron a la juerga. En el playón solo quedó el aprendiz del
carpintero.
Sentado junto al
montículo de arena que habían levantado aquellos hombres el muchacho apretaba
el trozo de plata que Leif le había dado y miraba, todavía con aire incrédulo,
el arpón allí clavado.
Como si hiciera
falta una prueba a la que señalar cuando alguien quisiera escuchar la historia,
nadie se atrevió a sacar de la arena el arpón que Ulfr había lanzado.
Francisco Narla (Lugo, 1978) es escritor y comandante de línea aérea. A pesar de su juventud, a lo largo de su ya extensa carrera literaria, se ha atrevido con todos los géneros. Ha publicado novela, relatos, poesía, ensayos técnicos y artículos, estos últimos relacionado fundamentalmente con su profesión, pero también con sus aficiones y filias, entre las que encontramos actividades tan dispares como los bonsáis, el tiro con arco, la pesca con mosca o la cocina. Polifacético donde los haya, Francisco Narla ejerce también como orador. Así, ha participado en diferentes foros, como centrosuniversitarios o programas de radio y televisión (Cuarto milenio, El guardián de la noche o Milenio). Comprometido también con la defensa de la cultura, ha abanderado proyectos como Lendaria, destinado a recuperar, proteger y divulgar la tradición mágica de su tierra, Galicia. En 2009 publica su primera novela, Los lobos del centeno,tras cuyo éxito en España es editada en México para toda Latinoamérica. Caja negra, su segunda obra de ficción, ve la luz en noviembre de 2010. E inicia 2012 publicando un tratado de aerodinámica, Canon de performance: masa y centrado, y planificación devuelo (Paraninfo). Assur (Junio de 2012, Temas de Hoy, Grupo Planeta) es su tercer y más personal proyecto narrativo… hasta la fecha. -Web Site -
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