Novela: “Assur", de Francisco Narla

Novela: “Assur", de Francisco Narla

Assur; el peregrino que regreso del  hielo

Una epopeya vikinga en la Reconquista


TH Novela


He aquí que hubo terribles augurios en la tierra de Northumbría que afligieron miserablemente a sus gentes; hubo grandes relámpagos y se vieron impetuosos dragones en el aire, y fueron seguidos por una gran hambruna, y después de eso, en ese mismo año, los paganos devastaron vilmente la iglesia de Dios en la isla de Lindisfarne mediante el saqueo y la carnicería.
            Crónica anglosajona, Anno Domini 793


Prólogo
El mar del Norte

Entonces el Señor me dijo: procedente del norte, el mal se extenderá sobre todos los habitantes de la tierra.

 Jeremías, 1:14


Los grandes hielos se habían derretido, las terribles ventiscas habían quedado atrás con la llegada de la primavera; ante el dragón tallado en la proa del ágil navío la enorme extensión del océano se abría en su inmenso azul profundo, lleno de misterios y criaturas míticas que amenazaban las pesadillas de los mejores marinos.
Desde la estilizada popa, al lado del fornido timonel, protegido con pieles de las frías gotas desprendidas por las rítmicas bogadas, Gunrød observaba orgulloso su armada de hombres temibles. El jarl estaba convencido de la superioridad de sus lobos; las armas estaban preparadas y los carpinteros habían trabajado a destajo para tener las naves listas; casi noventa. Ningún otro señor del norte había conseguido jamás reunir fuerza semejante, hombres de todos los rincones de las tierras del hielo habían acudido a su llamada; su arrojo y valentía, además de los éxitos de anteriores saqueos a las islas de Britania, lo habían convertido en una leyenda viva entre los suyos. Era la imagen del héroe amado por Thor a la que cantaban los escaldos en las eddas; su destino podía estar en manos de las nornas, sin embargo, sus hombres no lo dudaban, Gunrød era uno de los elegidos para la gloria. Era alto, incluso entre los suyos, tan fornido como para manejar una de las enormes espadas azuladas traídas desde las forjas al oriente de Miklagard, un arma excepcional con tal número de muertos bailando en las memorias de su filo que había acuñado ya leyendas propias. Su rostro, cubierto de viejas cicatrices que guardaban el germen de odios pasados, era origen de oscuras habladurías esparcidas por los mentideros y puertos de todo el norte. Muchos decían que era un antiguo berserker, un temible guerrero enloquecido que se había aupado hasta su posición de señor gracias a sangrientos duelos; en los combates jamás se quedaba atrás, dispuesto a ser el primero en dejarse llevar por las valquirias hasta el Valhöll. Algunos decían que su pelo y barba, de un fuerte rojo sanguinolento, lo delataban como hijo del astuto Loki, a medias dios a medias demonio; y otros decían que había sido escogido por el mismísimo Odín.
Mirara adonde mirara los navíos de su pueblo lo rodeaban, había llegado el momento. Había recibido los mensajes de su hombre en los mercados del sur, todo era propicio y, donde otros habían fracasado en el pasado él triunfaría, convertiría las habladurías en realidad. Conquistaría el reino de los blandos cristianos para gloria de sus hombres y sus tierras. Se haría con todas las riquezas imaginables que aquellos beatos acumulaban en sus templos, se convertiría en el rey único del norte y su recuerdo quedaría por siempre en los versos de las sagas.
Sus gélidos ojos estaban llenos de determinación, arrasaría Jacobsland.


  
Libro primero
Jacobsland

 A furare normannorun liberanos Domine
(De la furia de los hombres del norte, libéranos Señor)

Plegaria altomedieval típica


Era un niño que cambiaría la historia de los hombres. Y, aunque él no lo sabía, el destino ya estaba buscando quien lo forjase.
El verano anunciaba su final con nuevos frescores en el alba, jirones de niebla se levantaban perezosos desde los vados del río, y Assur podía notar las primeras manchas pardas en las hojas de las ramas que colgaban sobre el agua. En el aire húmedo se adivinaba el rastro a hierba recién segada de algún campo cercano, y el muchacho intentaba que aquellos instantes de libertad durasen por siempre; ajeno a que su niñez iba a llegar, en un instante, a un final triste y doloroso.
Faltaban solo unos días para san Mateo



―Será mejor que nos pongamos en marcha, hay mucho que hacer ―anunció Tyrkir con su complacencia de siempre―, ya ha amanecido. Y los días más largos ya han pasado, nos hará falta el tiempo…
Leif, medio cubierto por la paja del lecho y las sayas sueltas de una corpulenta morena de grandes labios, fue solo capaz de gruñir lastimeramente.
―El sol ya está bien alto en el horizonte… ―apremió el contramaestre.
Leif abrió los ojos legañosos con pereza. Y se vio obligado a volver a cerrarlos ante la claridad que entraba por los huecos de los escasos tragaluces que, aun estando cubiertos por vejigas de cerdo tensadas, dejaban entrar tanta luminosidad como para arredrarle los sesos. Necesitó de un rato para recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. La cabeza le latía miserablemente y tenía la lengua tan hinchada como un cadáver al sol.
―Por los cuervos de Odín, ¿es que ya no puede uno disfrutar de una bien merecida resaca? ―dijo al fin, componiendo el mismo gesto de un niño pillado en una travesura―. Si tenemos todo el invierno para ocuparnos de eso…
Tyrkir no se atrevió a contestar y permaneció impasible mientras su patrón se desperezaba, soltaba un portentoso pedo y despedía a las dos muchachas con las que había pasado la noche, todo a un tiempo.
―Eres como mi madre ―volvió a quejarse Leif―. Siempre preocupándote por lo que debo hacer.

El Sureño se dio cuenta de que las protestas no eran más que la rutina habitual, su señor sonreía viendo las cachas blancas de una de las mozas que se alejaba, al tiempo intentaba componerse la ropa y se arreglaba como podía los cabellos y la barba.
―¿Y los demás? Puede que Bram quiera hablar con alguno de los carpinteros…
Entre las patas de un par de taburetes rotos, caído fuera de otro de los montones del heno que había extendido el tabernero la noche anterior, su timonel, espatarrado y tumbado cuan largo era, roncaba como un oso rabioso y Leif, que solo veía a algunos más de sus hombres, desperdigados por el suelo y las mesas de la taberna sin orden ni concierto, sonrió de un modo paternal y decidió concederle a su tripulación el descanso que merecía después de la gloriosa travesía que habían completado.
―Dejémoslos, así habrá al menos alguno que pueda seguir soñando con grandes banquetes y gigantescos toneles a rebosar de cerveza hecha de alcacel y arrayán.
Tyrkir bajó el mentón asintiendo y dejó paso a su patrón que, sin perder la sonrisa, buscaba la tina de agua de lluvia sita a la entrada.
El sol radiante los hizo bizquear a ambos, aunque Leif fue el único que necesitó menear la cabeza como un perro mojado para intentar alejar los efectos del trasiego de alcohol de la víspera.
―Lo mejor sería ir primero a buscar a los carpinteros de ribera en los astilleros locales ―aventuró el Sureño.
Leif pensaba que sería mucho mejor tratar con los mercaderes para vender las pieles y colmillos que atestaban los pañoles de su nave cuanto antes, pero le apetecía pasear junto al mar para despejarse, así que no dijo nada.
Era evidente que Nidaros llevaba un buen rato despierta; en las granjas de los pudientes terratenientes de las afueras las faenas del campo estaban ya avanzadas, y en las tienduchas y comercios de la ribera se movían mercancías, y los esportilleros hacían mandados al tiempo que los menestrales calentaban sus forjas o preparaban sus herramientas.

A medida que caminaban desde el lado sur, envuelto por la gran curva del río, hasta la orilla norte, abierta al fiordo, se fueron encontrando con gentes ocupadas. La aldea crecía a pasos agigantados gracias al impulso oficial suscitado por la subida al trono del nuevo gran konungar, y a las actividades de los lugareños se sumaban las idas y venidas de artesanos y comerciantes llamados por el auge que experimentaba el lugar.
Al remontar la ribera del meandro del Nid adelantaron a un enorme carro manejado por cabizbajos esclavos que cargaba con grandes rocas; y vieron al otro lado del río altos pinos blancos desmochados que, todavía enraizados, se curaban a la intemperie hasta estar listos para ser cortados y labrados. Era evidente que las obras de la stavkirke de Olav progresaban a buen ritmo.
No sin cierta curiosidad cruzaron algunas preguntas y, de hecho, descubrieron que el recién entronado gobernante se había propuesto fundar allí mismo un templo digno de ser un lugar de culto memorable para el crucificado a la vez que un soberbio emplazamiento para su propia sepultura. Artesanos de todas las tierras del norte habían llegado hasta Nidaros para aprovecharse de las riquezas que, con la mano abierta, parecía estar dispuesto a prodigar el rey.
Cuando se cansaron de mirar cómo se preparaban los cimientos del solar para recibir las grandes losas de piedra que aislarían de la humedad a los maderos de la tabicada siguieron camino hasta la orilla norte del pueblo, bañada por las aguas salobres que se internaban en el fiordo.

Algunas mujeres y niños aprovechaban la marea baja para recoger moluscos usando angazos que arrastraban con esfuerzo, y aunque vieron varios diques secos descubrieron que gran parte de los artesanos estaban ocupados con las obras de la stavkirke; solo uno de ellos parecía seguir afanándose con asuntos navales.
Tyrkir se apresuró y, antes de que Leif pudiese advertirlo de nuevo de que tenían tiempo de sobra, ya estaba hablando con uno de los mozos que, a juzgar por las blancas virutas que llevaba prendidas en el pelo, servía de aprendiz al ebanista.
Cuando el maestro acudió, Leif se presentó y obvió el ceño fruncido que le sirvió la mención de su padre haciendo una rápida referencia a la bolsa de plata y oro que llevaba, así como a las mercancías de las bodegas del Mora. Pero en cuanto se empezaron a tratar los temas con más detalle se aburrió. A él le gustaba enfrentarse al mar embravecido y a los retos de la navegación, pero el mantenimiento y la logística lo hastiaban; después de cruzar cuatro frases con el carpintero le cedió el protagonismo de las negociaciones a su subalterno, eficiente hasta lo enfermizo y siempre fiable.
Ya libre de sus responsabilidades valoró la posibilidad de regresar a la taberna para homenajearse con un buen desayuno de carne y cerveza, ahora que parecía que el estómago se le iba asentando después de los excesos de la noche anterior; luego podría pasar al ruedo tras la cantina, había oído que algunos lugareños habían acordado celebrar un par de combates de caballos en los que intervendría un garañón del que hablaban maravillas. Sin embargo, no tuvo que moverse del sitio, el entretenimiento que buscaba llegó pronto, unas voces en la playa le llamaron la atención.

Un grupo de hombres se acercaba por la arena oscura armando alboroto. Se retaban los unos a los otros con amenazas vacías y parecían bromear sobre las cuantías de las apuestas que pensaban cruzar, lo que interesó inmediatamente al libertino Leif. Eran media docena, vestidos con sencillas prendas de vathmal sin teñir y sin otras armas o pertrechos que los grandes arpones que portaban.
Leif, dejando definitivamente al carpintero en tratos con su contramaestre, llamó al aprendiz con un gesto de la mano.
―¿Quiénes son esos?
El chico solo contestó después de sorberse ruidosamente los mocos que le colgaban hasta el mentón.
―Son balleneros ―dijo ronqueando mientras tragaba con dificultad―, acaban de regresar del norte porque la temporada ha terminado. Y ahora se dedican a holgazanear y gastarse la plata que han ganado con la carne y la grasa de los rorcuales que han matado, y seguirán así hasta que la acaben ―añadió el chico con un gesto grandilocuente―. Todos los años hacen lo mismo. Mi madre dice que son unos puteros marrulleros… ―aseveró como si no estuviese seguro de lo que aquello significaba―. Pero en unas semanas vaciarán sus bolsas y buscarán cualquier chapuza para malvivir hasta la temporada que viene. Siempre hacen lo mismo...
El muchacho parecía ser capaz de seguir hablando hasta la llegada de la noche y Leif ya sabía que los arponeros no solían ser más que marinos desahuciados de vida difícil que, sin otra salida, se jugaban los dientes luchando contra los gigantescos rorcuales porque era el único modo de seguir adelante. Esperando acallar al chico decidió darle una propina y sacó del cinto un pequeño trozo de plata cortada del tamaño de un guisante. Se lo dio con una sonrisa, y consiguió que el muchacho se quedara sin habla, incapaz de hacer otra cosa que mirar con los ojos exorbitados el tesoro que acababa de recibir.

Dos de los hombres de la playa levantaban un gran montículo de arena y Leif vio con interés cómo los restantes se alejaban. Al reparar de nuevo en los arpones cayó en la cuenta de que se estaba organizando una competición, y eso explicaba lo de las amenazas y advertencias sobre postas y apuestas que aquellos hombres se cruzaban.
El muchacho corría a esconder su fortuna sin perder la sonrisa que se le retorcía en las orejas. Tyrkir discutía los pagos con el carpintero, regateando sobre el calafateado del Mora, y Leif, anticipando el espectáculo, buscó asiento en un gran tronco de roble a medio trabajar como quilla, olvidándose de los peleones restos de su resaca y dispuesto a saciar su curiosidad.
Como imaginaba, los arponeros empezaron pronto los lanzamientos, estableciendo turnos. A medida que iban acertando en el montículo aquellos con mejor puntería se iban alejando a intervalos de cinco yardas. En tres rondas los papeles de cada uno quedaron claros para Leif que, como patrón, estaba acostumbrado a distinguir los valores de cada hombre por sus actitudes. Uno que era contrahecho y con algo de joroba se quedó pronto fuera de la competición, incapaz de pasar la segunda ronda tuvo que asumir las chanzas de sus compañeros y hacerse cargo de las postas además de quedar designado como recadero, obligado a traer los arpones clavados a cada vuelta. Y otro, que era el más corpulento de todos, parecía esperar pacientemente a que la distancia se hiciera interesante para él, desdeñando con serenidad los lanzamientos más cortos y manteniéndose al margen con los brazos cruzados sobre el pecho. Entre el resto destacaba un vocinglero de barbas rubias que parecía alardear más que hablar, pero que había ganado ya todos los envites.

En el cuarto lance el viejo sombrero de cuero en el que el jorobado llevaba el monto de las apuestas parecía pesar tanto como el martillo Mjöllnir, era evidente que los arponeros arriesgaban las ganancias de la temporada como si el mundo estuviese ardiendo y Leif no pudo resistir la tentación por más tiempo; aun cuando jamás en su vida había usado un arpón, la expectativa de un nuevo juego en el que poner a prueba su valía era demasiado poderosa.
Sabedor de que las palabras de poco servirían ante hombres de aquel tipo, el aventurero sacó de su escarcela el cantón del brazo de una cruz de oro sin darle importancia a cómo podría sentar en la recién cristianizada Nidaros tal sacrilegio y se lo lanzó al contrahecho ballenero sin siquiera saludar.
El jorobado cogió el metal como pudo, intentando que no se le cayese el cuarteado sombrero.

―¿Compra eso un intento en la siguiente ronda?
El arponero miraba el trozo de cruz con ojos golosos, tenía una desagradable cicatriz que le blanqueaba la piel y formaba una calva irregular en la barba de su mejilla derecha. Antes de que pudiese contestar, el que Leif había identificado como el bravucón del grupo habló.
―Mientras sigas cagando pedazos de oro como ese ―dijo el rubio señalando el trozo de cruz que el jorobado tenía en las manos―, podrás probar suerte…
A Leif aquellas palabras le sonaron más cercanas a una amenaza que a una invitación. Y tampoco se le escapó que el grandote que había visto separado del grupo se sentaba en la arena como si hubiera abandonado la idea de unirse a la ronda que los arponeros iban a lanzar antes de la interrupción de Leif.
El jorobado, complacido maestro de ceremonias, se presentó como Orm y le dictó el nombre de los otros. Leif solo le dio importancia al que parecía comportarse como el rival más capaz, Halfdan el Rubio.
―¿Y ese otro? ―preguntó señalando al que todavía no había lanzando ni una sola vez.

―Es Ulfr ―contestó el jorobado Orm―, no suele apostar hasta que llegamos a veinte brazas. Y tampoco es que sea muy hablador ―añadió con una sonrisa enigmática.
Ulfr; y Leif no supo si era el nombre verdadero o un apodo, los cenicientos cabellos y los serenos ojos azules bien podrían haberle ganado un sobrenombre como aquel, el Lobo.
―Es un tipo raro, creo que llegó del este hace unos años ―añadió Orm como si aquella procedencia lo explicase todo―. Me parece que es un sviar…
―Sí, seguro ―intervino otro de largos mostachos que comprobaba la alineación de los arpones mirándolos de cabo a punta entre sus brazos extendidos―, es uno de esos cobardes adoradores de cerdos que viven escondidos en sus lagos más allá de los sames ―dijo con evidente sarcasmo―, probablemente alguna völva le hizo jurar por la marrana de su madre que no hablaría si no le prometían oro a cambio.
―Parecéis dos jovencitas cuchicheando sobre las vergas de sus amantes ―los reprendió otro―. No es un sviar, es sureño… Y ahora qué, ¿lanzamos o no?
Leif se dio cuenta de que el interpelado permanecía impasible ante las ofensas, y no supo si era el rudo compañerismo de hombres que se enfrentaban juntos a los peligrosos monstruos de las profundidades del reino de Njörd o la simple indiferencia la que hacía que aquel hombre se mantuviera al margen. Sin embargo, intuyó que si Ulfr se levantara las chanzas cesarían de inmediato, había algo en sus ojos. A Leif le recordó a un oso al que había visto azuzar, todos los espectadores habían sido valientes, habían usado sus picas hasta que la cadena se rompió y el gran animal quedó libre para perseguirlos, entonces las puyas cayeron y los más vocingleros cambiaron las palabras por zancadas nerviosas. Aquel oso había matado a tres hombres antes de que su padre y algunos de sus hombres consiguieran reducirlo, para el pequeño Leif se había convertido en un recuerdo imborrable, y aquel hombre de gestos comedidos había evocado aquellas escenas. Le había recordado a aquel oso preso.

Los arpones sorprendieron a Leif por lo pesado, tenían largos mangos de fresno ahumado de más de una vara que encerraban un alma de hierro que se prolongaba hasta unas puntas amenazadoras que delataban claramente su sangriento propósito.
Como cualquier otro chico del norte Leif había aprendido a usar la lanza, además de la espada, el hacha y el escudo. Así que, después de balancear el gran arpón que le cedieron hasta encontrar el punto de equilibrio, se sintió capaz de arrojarlo con tanta precisión como los propios arponeros.
El montón de arena que hacía de blanco tenía el tamaño del torso de un hombre, y aunque a Leif le pareció un objetivo pequeño se dio cuenta de que para aquellos hombres era una práctica de puntería, ellos estaban acostumbrados a arrojarlos contra enormes criaturas de míticas proporciones que hacían empequeñecer a knerrir de una veintena de bancadas.
Leif acertó a la primera y disfrutó como un niño cuando se repartieron el monto de las postas entre los tres que habían conseguido trabar su arpón desde las cuarenta yardas.
Después de pesar los pedazos con una ingeniosa balanza de platillos que se plegaba sobre su propio fiel, el jorobado no solo le devolvió el cantón de la cruz sino que añadió tres buenos pedazos de hacksilver.

Así, para las cuarenta y cinco yardas solo quedaban tres de ellos, el bravucón Halfdan, un rubicundo moreno al que le faltaba un trozo de oreja y el propio Leif.
―Déjalo tal como está ―le dijo Halfdan al jorobado cuando le ofreció su parte de los metales.
Orm se sorprendió, habiendo pasado esa ronda las ganancias del Rubio rondaban la libra, pero el contrahecho normando sabía que Halfdan se olía las riquezas del nuevo y que, probablemente, esperaba que Ulfr se mantuviera al margen para poder desplumarlo impunemente.
El hosco moreno de la oreja tullida se retiró feliz con sus ganancias en cuanto, como Orm, intuyó las ideas de Halfdan.
―Pues parece que solo quedamos tú y yo, forastero.
Leif no se sintió intimidado.
―Pues hagámoslo más interesante ―dijo devolviendo su plata al sombrero que sostenía el jorobado y completó el monto con otro pedazo de la misma cruz―. Y movámonos un poco más ―añadió sonriendo―, hasta las sesenta yardas ―dijo en un impulso.
Todos sabían que aquello era excesivo, pero, como buenos jugadores, estaban más que dispuestos a disfrutar del entretenimiento, a fin de cuentas, como a menudo les recordaban las astillas que reflotaban entre aguas turbulentas, la siguiente temporada siempre podía convertirse en la última si uno de aquellos rorcuales arremetía contra su nave. Enseguida empezaron a cruzarse apuestas paralelas entre los espectadores, y las voces se alzaron discutiendo las posibilidades de cada uno de los lanzadores ante aquella distancia excepcional. El de la oreja maltrecha que se había retirado en la ronda previa mandó al aprendiz del carpintero a por un barril de cerveza, y el propio artesano, acompañado por Tyrkir, se decidió a bajar hasta la playa, interesado por la algarabía.

Se estaba armando un buen barullo, y era obvio que Halfdan disfrutaba siendo el centro de atención. El Rubio, con teatralidad evidente y llenándose la boca con los lujos que iba a permitirse en cuanto ganase, eligió el arpón que más le gustaba después de sopesarlos todos con ojo crítico. Estiró tanto como pudo su tiempo, hasta que temió que alguien osara acusarlo de entretenerse por miedo, y lo aprovechó para recibir con inclinaciones de cabeza de falsa humildad las palabras de ánimo de los que estaban de su parte y devolver comentarios hirientes a aquellos que no le auguraban ninguna posibilidad.
Leif disfrutaba de la situación y esperaba pacientemente, observaba a la concurrencia mientras Halfdan terminaba con su representación. Sin embargo, no pudo evitar guiñar los ojos con disgusto cuando el Rubio, tras un par de pasos de carrera, lanzó el arpón con evidente puntería.


Mientras el hierro volaba los asistentes callaron, y cuando impactó en la arena del montículo con un crujiente sonido sibilante el silencio se rompió con gritos de alegría y fastidio que se elevaron por igual, repartidos según si quien los lanzaba había apostado en un sentido u otro.
El aprendiz del carpintero, todavía agradecido por el trozo de plata que le había sido entregado, se prestó enseguida a servirle de asistente a Leif y, en cuanto el barril de cerveza que había traído rodando fue abierto, corrió a hacerse cargo de la capa de su benefactor, a acercarle los arpones, a ofrecerle un trago con el que aliviar el gaznate y dispuesto de buen grado a obedecer cualquier otro mandado.
Con el pulido mango ya entre sus dedos, Leif miró el montículo de arena con aire circunspecto y se dio cuenta de que aquellas yardas de más habían convertido la distancia en algo que se antojaba insalvable. Pero no perdió el buen humor o su sempiterna sonrisa, se enfrentaba a un desafío más, y sabía que, si conseguía ganar, su propia leyenda se vería patrocinada por la hazaña. Antes de tomar carrerilla echó un vistazo a su alrededor y observó los rostros que lo rodeaban, el muchacho del astillero se sorbía los mocos nervioso, Orm miraba el interior del sombrero con expresión de asombro, Halfdan le devolvía una sonrisa llena de cinismo, algunos ya estaban medio borrachos y a Leif le apeteció volver a echarse un buen trago de cerveza al coleto. El único que parecía indiferente era Ulfr, que se entretenía tallando un pequeño trozo de asta con un cuchillito de hoja curva y que solo le dedicó un gesto, una leve negación de cabeza cuando Leif sopesó el arpón con un gesto inquieto que no pudo evitar.
La concurrencia, impaciente, gritaba exhortando a Leif a lanzar de una vez.
―¡Extranjero!, si lo necesitas puedes acercarte una braza ―desafió Halfdan con bravuconería, recibiendo complacido los abucheos que sus simpatizantes dedicaban a Leif.
Haciendo oídos sordos el viajero respiró profundamente y centró su mirada en aquel montículo de arena.
El arpón empezó su vuelo de manera prometedora, parecía un acierto, sin embargo, se desvió pronto, yéndose poco a poco hacia la izquierda. Terminó clavándose a una vara del montículo entre los cacareos y gritos de los espectadores.
Leif agitó el puño con frustración, más preocupado por haber errado que por las pérdidas, y tuvo que recibir con una sonrisa apocada el gesto admonitorio de Tyrkir, que lo miraba con desaprobación pensando en las repercusiones que aquel despilfarro tendría para las reparaciones y aprovisionamientos del Mora y sus tripulantes.
Pero Leif no se desanimó y decidió buscar una salida honrosa a la situación que no rebajase su posición. Y para él solo había un modo de seguir adelante, jugarse el todo por el todo, y Halfdan parecía lo bastante engreído como para dejarse liar.
―Ha sido un golpe de suerte, no lo repetirías, ni aunque Baldr te prestase su brazo… ―retó elevando la voz por encima de la algarabía para hacerse oír por Halfdan, que presumía entre los achuchones y felicitaciones de los suyos.
El Rubio estaba de buen humor y no se imaginó en qué modo podría romperse su racha.
―¿Quieres volver a apostar? ―preguntó Halfdan.
Leif mantuvo un silencio expectante antes de hablar.
―Puede… Pero solo si dejamos de comportarnos como niños de calzones meados, esta vez vamos a hacerlo de verdad… ―añadió lanzándole al jorobado su bolsa completa y disfrutando de la expresión de incredulidad con la que el Rubio enmudeció.
Leif sabía que Halfdan podía repetir el lanzamiento si mantenían la distancia, pero también sabía que a semejante matasiete no se le ocurriría arredrarse sin más si lo azuzaba, la capacidad para enmerdarse hasta el cuello sin necesidad era una cualidad innata de todo fanfarrón. Y era evidente que Halfdan se sentía tentado, pero que el enorme monto lo obligaba a titubear, aun a regañadientes.
Intuyendo las ansias de su rival Leif decidió ayudarlo a meterse en el hoyo, necesitaba acorralarlo para que no pudiese echarse atrás cuando llegase el momento.
―Pues yo creo que parloteas más que una vieja tejiendo junto a la lumbre y creo que tienes la boca más grande que las mentiras de Loki… ―dijo el aventurero esperando imprimir en su voz el tono justo―. No creo que seas capaz de repetirlo...
Como Leif había esperado el Rubio no fue capaz de tragarse la insinuación.
―Puede que tú necesites que la puta te diga lo que hacer con tu arpón cuando tienes el blanco a un palmo ―gritó Halfdan por encima del alboroto recibiendo con rostro complacido la ovación con la que le respondieron―. Pero yo no, ¡yo puedo hacerlo de nuevo! Tantas veces como quiera.
Leif compuso en su cara un leve gesto de indignación, fingiéndose afectado, pero respondió pronto.
―Entonces… ¿te parece fácil? Hablas como si lanzar desde sesenta yardas fuese un simple juego de tablas para ti…
―Lo es ―replicó Halfdan sin dejar que Leif terminase.
Y el aventurero agarró la oportunidad de recuperar sus pérdidas.
―Entonces… diez yardas más no serán un problema, ¿te ves capaz de hacer blanco a setenta? ―inquirió con miras después de una pausa al tiempo que intentaba remarcar cuanto podía el carácter personalizado de la pregunta.
Ante las miradas expectantes de su público Halfdan no tuvo más remedio que mantener sus aires jactanciosos.
―Claro que sí, yo nunca fallo.
Leif quiso aprovecharse para forzar aún más la situación. Intuía que Halfdan no tenía fondos para cubrir su apuesta y que necesitaría un empujón para animarse.
―Pues a mí me parece que todos aquí saben que lo único con lo que aciertas es con tu lengua fanfarrona.

Halfdan rechistó de inmediato, era obvio que la alusión al público había herido su orgullo.
―Yo no fallo nunca.
Leif devolvió la finta con rapidez, aunque cuidó sus palabras, no fuera a ser que el asunto se le escapase de las manos y Halfdan quisiera zanjar las dudas sobre su honor con un duelo.
Tyrkir sonreía anticipando la encerrona, y el resto de la concurrencia estaba tan absorta con el desafío que hubo cuernos que quedaron a medio vaciar.
―¿Incluso si son setenta y cinco yardas?
Y Halfdan estaba tan metido en su papel que ni siquiera titubeó.
―Como si son ochenta, yo nunca fallo.
―Ya veo, eres el mejor arponero, el mejor de todos, ¿no?
―Así es, ¡Halfdan el Rubio es el mejor de todos! ―contestó pinchándose el pecho con el pulgar de su puño derecho al mismo tiempo que alzaba el mentón orgulloso―. Puedo hacer blanco incluso a ochenta yardas.
Orm no creía siquiera que semejante tirado se hubiera intentado jamás, de hecho, estaba seguro de que él no sería siquiera capaz de cubrir la distancia, y mucho menos hacerlo con puntería como para acertarle al blanco.
―Pues yo lo dudo ―dijo Leif moviendo la cabeza negativamente―. Si tan seguro estás, ¿por qué no cubres la apuesta?
Se oyó alguna risa, y más de uno se atrevió a importunar a Halfdan desde el anonimato de la muchedumbre que iba creciendo, más de una altisonante referencia a la hombría del Rubio resonó por encima del murmullo de los congregados.
Halfdan resopló con exagerada indignación y, tras levantar la mano pidiendo paciencia a la concurrencia y al propio Leif, habló con los de su alrededor. Primero de buenos modos, luego con evidentes amenazas remarcadas por puños cerrados.
A tiempo para que llegase un nuevo barril de cerveza, Halfdan había conseguido plata suficiente como para cubrir el envite de Leif. Cuando Orm acabó de pesar los metales con su balanza hubo que recurrir a dos sombreros más para contener todo el monto, sobre el que caían miradas ansiosas de todos los asistentes, especialmente del aprendiz del carpintero: el pobre muchacho no se había imaginado que hubiese en todo el mundo conocido semejantes cantidades de oro y plata; la mayoría eran pedazos brutos y dentados obtenidos del destrozo de piezas mayores, pero también había una buena porción de monedas de toda condición, incluyendo las viejas y ya verdosas calderillas acuñadas en el sur por Angantyr y algunas de extravagantes símbolos llegadas de las tierras conquistadas por los rus.

Sabedor de que Halfdan ya no podría echarse atrás, Leif jugó con su última ventaja antes de asumir el riesgo de perder toda su fortuna y verse obligado a depender únicamente de los posibles beneficios que consiguiese de la venta de su carga. Tras llamarlo con un gesto mandó al aprendiz del carpintero a buscar la plomada del Mora.
―Pues midámoslas, no me fio de las marcas que habéis hecho.
Tyrkir se dio cuenta de lo inteligente del juego de Leif. Probablemente las mediciones hechas estaban bien, los arponeros eran, al fin y al cabo, marinos, pero también sabía que la plomada del Mora era un legado del mismo Eirik el Rojo y que estaba más viciada que la más vieja de un burdel. Si medían las ochenta yardas con esa plomada baqueteada tendrían que contar cuarenta brazas para hacer la equivalencia, y en cada una de ellas habría una diferencia de al menos una pulgada, Leif ganaría, como poco, otra yarda.
Cuando todo estuvo listo el trasiego de cerveza ya había conseguido que los puños se soltasen en más de una ocasión entre los que habían cruzado apuestas a favor y en contra de Halfdan.

Tras la línea en la arena que había trazado el aprendiz, el Rubio sopesaba una vez más los arpones echando furtivas miradas disimuladas al lejano blanco.
Leif ya se había unido a los bebedores con aire despreocupado y, aunque había tenido que soportar las protestas de Tyrkir por haber puesto en riesgo todos sus fondos, estaba de buen humor, había merecido la pena; tanto si ganaba como si perdía la apuesta.
―Prepárate para pasar el invierno pidiendo limosna extranjero ―gritó Halfdan antes de dar el primer paso de su carrera para el lanzamiento.
El Rubio echó el arpón hacia atrás arqueando la espalda y, tras amagar el gesto unas pocas veces, inició su galopada.
Soltó el hierro con un gruñido seco al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio, vencido por el brutal impulso que había pretendido, le faltó poco para caer de bruces; pero la distancia era suficiente como para que pudiese levantarse y contemplar el vuelo del arpón antes del impacto.

Tyrkir apretaba las manos blanqueando sus nudillos. El aprendiz del carpintero sonreía bobaliconamente, encantado por toda la algarabía, en su puño estrujaba con fuerza el trocito de plata que le había dado Leif.
El arpón ni siquiera cubrió toda la distancia. Se clavó a media docena de yardas del montículo, encarado con el blanco, pero corto. Y, mientras Halfdan gritaba rabioso, el contrahecho Orm se alegró de que aquel fanfarrón que tan a menudo lo increpaba hubiese encontrado a alguien que le bajase los humos.
La tensión se desató, estallaron más peleas y se oyeron acusaciones sobre la bondad de las monedas o los pedazos de plata apostados.
Leif creía firmemente en que el honor era igual de importante en la victoria como en la derrota. Sirvió cerveza en uno de los cuernos y se acercó hasta Halfdan, que murmuraba lamentándose con la cabeza gacha.
―Buen intento, casi lo consigues ―dijo sonriendo.
Halfdan lo miraba con expresión tensa, y Leif se percató de que el Rubio estaba cayendo en la cuenta de que se había dejado engatusar por culpa de sus propias ínfulas y ansias de grandeza. Pero el aventurero estaba encantado con la suerte corrida, y aunque una buena pelea era siempre un modo fantástico de terminar cualquier asunto, prefirió cambiar las tornas y cederle a Halfdan una justa oportunidad de redención que los dejase en buen lugar a ambos.
―Tu brazo no es tan fuerte como dices ―dijo de modo enigmático―, pero… he oído que no tendrás nada que hacer hasta que vuelva a empezar la temporada de caza. Yo me marcharé después del invierno, una vez haya vendido lo que hay en las bodegas de mi barco, el Mora… Y regresaré a Groenland, sin escalas, tal y como he llegado hasta aquí. ―Leif se detuvo para dejar que la noticia calase y escuchó complacido los rumores―. Y luego, ¿quién sabe? ¡La gloria! Buscaré nuevas tierras y conseguiré oro, pieles, maderas... Forjaremos una leyenda… ―Halfdan seguía con la cabeza gacha―. Y aunque tu brazo no es tan fuerte como dices, puede que sea suficiente para remar… ¿Quieres unirte a mi tripulación y buscar la gloria? ―preguntó conciliador.
Halfdan lo miró de hito en hito sopesando la expresión de Leif y dudando de si la oferta iba o no en serio.
Los que esperaban haber visto una buena trifulca fueron los únicos que protestaron, animando al Rubio a romperle los morros a Leif y recuperar su dinero. Pero Halfdan vio en la sonrisa del forastero una expresión sincera que lo convenció, además, formar parte de la tripulación de un patrón solvente era una vida mucho más prometedora que la de un mal pagado ballenero que solo tiene una estación para buscarse el sustento de todo un año.
―Trato hecho ―dijo tendiéndole el antebrazo derecho a Leif y aceptando con la mano libre el cuerno de cerveza.
Tyrkir se acercaba a pasos agigantados con gesto nervioso y el aprendiz de carpintero saltaba encantado de un lado a otro. La concurrencia bramó, contenta por el entretenimiento y el buen final. Algunos, terminado el espectáculo se retiraban ya, otros, presos de la gula, aprovecharon hasta la última gota de cerveza. Y Leif, de un humor excelente, estaba dispuesto a regresar a la taberna y empalmar una tarde de borrachera con una noche de juerga, pero antes le ofreció sin palabras un par de los pedazos más grandes de plata a Halfdan, convencido así de ganarse su lealtad por siempre con el magnánimo gesto. Cuando ya se giraba desdeñando paternalmente los agradecimientos del Rubio oyó una voz a su espalda que lo obligó a pararse en seco.
―Yo puedo hacerlo…
Se volvió y vio la gran silueta de Ulfr recortada contra la luz del mediodía, caminaba a su encuentro.
―Si doy en el blanco… ¿me cederás una bancada en tu nave a mí también?
Leif observó al hombre que tenía enfrente. Aparentaba una edad similar, de su misma altura pero bastante más corpulento. En el rostro curtido se adivinaban años que habían pasado demasiado pronto, en él destacaba una fuerte mandíbula cuadrada que era evidente incluso a pesar de la poblada barba cenicienta, pero lo más llamativo eran los ojos, del triste azul profundo que se esconde bajo las olas.

Ulfr tenía el porte de un luchador, sus brazos y muñecas eran los de alguien que había usado la espada a menudo. Y aunque no cojeaba era evidente que cargaba el peso en el pie derecho supliendo con habilidad y práctica alguna vieja lesión, también tenía una fea cicatriz de perfil irregular en la palma de la mano.
Hablaba con un acento extraño que al aventurero no le pareció el de un sviar, y lo rodeaba un incierto aire de incomodidad que le contó a Leif secretos no revelados de una historia turbulenta sobre la que prefirió no preguntar; él sabía bien lo que era tirar de los grilletes de un pasado embarazoso, su abuelo había sido desterrado de Jaeder, y su padre obligado a abandonar la isla del hielo. Pero, a pesar de lo que no lograba intuir, había algo en aquel arponero que le gustó. Además, había sido un gran día y aquel tipo tenía algo que despertaba su curiosidad.
―Si eres capaz de hacer blanco tendrás tu bancada en el Mora ―concedió sonriente.
El repentino cambio excitó aún más a la concurrencia, que empezó de inmediato a apostar sobre si el callado arponero podría triunfar allá donde su compañero había fallado; la mayoría de ellos no le daba ni la menor oportunidad, ochenta yardas era una distancia que ni el mismísimo Thor podría salvar, y muchos se habían creído las fanfarronadas de Halfdan, por lo que pensaban que si el Rubio no lo había conseguido, nadie podría hacerlo. Leif escuchaba complacido aquellas voces y especulaciones, fuera como fuera él saldría ganando; si Ulfr lo conseguía sería una gesta que se contaría en las noches de invierno y él pensaba pagar suficiente alcohol para que todos recordasen que al hacerlo había pasado a formar parte de su tripulación. Y si fallaba nadie olvidaría al patrón que había ofrecido tan generosa recompensa.
Ulfr no necesitó de tanta ceremonia como había requerido Halfdan. Simplemente eligió un arpón y cruzó la raya que había trazado el aprendiz de carpintero en la arena con la ayuda del peso de la plomada.
Todos le concedieron al tirador un instante de silencio.
Pero, cuando el hierro salió de la mano de Ulfr el griterío se volvió ensordecedor. Envuelto en la algarabía, el arpón cortó el aire con el sonido de una flecha.
Unos pocos se dieron cuenta de que estaban siendo testigos de algo que podrían contar una y mil veces porque nunca sería olvidado.
Más tarde, ya en la taberna, los borrachos perdieron pie antes de que la noche llegase a anunciarse, y la tripulación del Mora recibió con ilusión al patrón y sus ganancias, todos dispuestos a bebérselas antes del siguiente amanecer. Había quien tenía motivos para celebrar y otros, simplemente, se unieron a la juerga. En el playón solo quedó el aprendiz del carpintero.
Sentado junto al montículo de arena que habían levantado aquellos hombres el muchacho apretaba el trozo de plata que Leif le había dado y miraba, todavía con aire incrédulo, el arpón allí clavado.
Como si hiciera falta una prueba a la que señalar cuando alguien quisiera escuchar la historia, nadie se atrevió a sacar de la arena el arpón que Ulfr había lanzado.




Francisco Narla (Lugo, 1978) es escritor y comandante de línea aérea. A pesar de su juventud, a lo largo de su ya extensa carrera literaria, se ha atrevido con todos los géneros. Ha publicado novela, relatos, poesía, ensayos técnicos y artículos, estos últimos relacionado fundamentalmente con su profesión, pero también con sus aficiones y filias, entre las que encontramos actividades tan dispares como los bonsáis, el tiro con arco, la pesca con mosca o la cocina. Polifacético donde los haya, Francisco Narla ejerce también como orador. Así, ha participado en diferentes foros, como centrosuniversitarios o programas de radio y televisión (Cuarto milenio, El guardián de la noche o Milenio). Comprometido también con la defensa de la cultura, ha abanderado proyectos como Lendaria, destinado a recuperar, proteger y divulgar la tradición mágica de su tierra, Galicia. En 2009 publica su primera novela, Los lobos del centeno,tras cuyo éxito en España es editada en México para toda Latinoamérica. Caja negra, su segunda obra de ficción, ve la luz en noviembre de 2010. E inicia 2012 publicando un tratado de aerodinámica, Canon de performance: masa y centrado, y planificación devuelo (Paraninfo). Assur (Junio de 2012, Temas de Hoy, Grupo Planeta) es su tercer y más personal proyecto narrativo… hasta la fecha. -Web Site -




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