Nada fue como imaginé que sería, nunca lo es. Creí que iba a morir, pero no fue así. Estaba escribiendo en mi mesa de siempre, con mi pluma de siempre, frente a mis recuerdos y al lago azul de Ypacaraí, cuando me convertí en un árbol. Esto no sucedió de un momento para otro, sino muy lentamente, como un gusano que muda en mariposa.
Muchas cosas extrañas ocurrieron entonces.
Mis piernas enclenques, que hoy apenas si me sostienen, se hundieron hasta mi cintura en una tierra arcillosa, del color de la miel, cálida y húmeda. Mi pecho, hueco y hundido, mi espalda torcida, se volvieron de noble madera. Los dedos de mis pies, medio muertos y encogidos, se extendieron en todas direcciones, diez raíces con vida rumbo al inframundo. Mis brazos, flacuchos y cansados, se abrieron y se multiplicaron en mil brazos formando ramas cada vez más largas y delgadas en busca de luz. De mis manos abiertas, repletas de arrugas y anillos, surgieron hojas verdes y frescas. Mi piel, de papel de arroz, quebradiza, casi transparente, se convirtió en dura corteza. La sangre que corría por mis venas, azul y contaminada, se volvió una savia bruta que me recorrió por dentro y me dio más vida. La energía infantil, la alegría, volvieron a mí cuerpo como viejos amigos que se habían ido hace mucho tiempo.
En la copa del árbol en el que me había convertido, donde para llegar mi pobre cuello se había estirado tanto, en lo que por así decirlo vendría a ser mi cabeza, se posó a descansar una bandada de pájaros que venían de lejos.
Entonces se acabaron los ruidos. Solo existía el silencio, y aquel bendito bosque lleno de piedras, zarzales y arbustos, poblado de insectos y criaturas salvajes, donde me había trasplantado el misericordioso dios de aquel día. Jamás sabré, naturalmente, a qué se deberá tan dichoso prodigio, puede que en esta vida haya sido persona buena, nunca hice mal a nadie.
Tampoco sabría decir qué tipo de árbol soy, los árboles no lo sabemos, nuestros nombres son humanos. Tal vez me haya convertido en una higuera, porque soy enorme, o en un pino; en uno de aquellos altivos pinos romanos que desde el borde del camino veían pasar carros cargados de mercancías tirados por bueyes, legiones de soldados, emperadores a caballo, éxodos y regresos de pueblos enteros.
Permanecí de pie frente a mil tormentas, igual que un junco me torcí para no quebrarme. Bajo mi sombra protegí los sueños de vagabundos y pastores que durmieron al raso. En mi tronco escribieron sus nombres amantes furtivos. Huyendo de un perro, un día se me subió un gato. Otro día, era verano, treparon por mis ramas unos escultistas que venían de excursión, y una de mis ramas se quebró, y un niño se cayó al suelo. Lo más difícil es estarse quieta, aguantar el dolor sin quejarse, y cualquier cosa que venga, lluvia, nieve, viento, pero con el tiempo todo se aprende.
Una vez concluida esta maravilla de cambio, dejé de escribir, y de sufrir por mí y por los demás, me liberé para siempre de aquella vida engañosa llamada neurosis. Volví a ser feliz. Esto debe ser el paraíso, pensé, aquí no hago más que estar, respirar, inhalar y exhalar; sin esfuerzo alguno transformo en aire limpio el CO2, aunque algo de conciencia todavía me queda porque temo a los hombres y al fuego.
No soy la primera ni seré la última. Ante un peligro inminente, o cuando deseaban algo imposible, los dioses griegos eran proclives a las metamorfosis. Ovidio refiere más de doscientas. Némesis, hija de la noche, se transformó en una oca para huir de Zeus, quien la acosaba con alas de cisne; Dafne, hija de un río, para huir del amor se convirtió en laurel.
Una antigua leyenda afirma que una princesa guaraní, para escapar de los españoles, que la habían echado a la hoguera, se volvió una ceiba, un árbol de la vida; puede que algo parecido me haya sucedido a mi también.
Antes de la transformación vino a verme mi nieta. Se estaba haciendo de noche. Abuela, me preguntó, ¿qué nos quiere decir el Urutaú con su canto lúgubre? Que el paraguay no existe, hija... Ella se echó a reír, y yo me puse a cantar.
«Llora, llora urutaú en las ramas del yatay, ya no existe el Paraguay, donde nací como tú. Llora, llora, urutaú, lo mataron los cambá, en el dulce Lambaré».
Alex Armega. Nacido en Bahía Blanca, Argentina 1963. Licenciado en Psicología. Obras publicadas: “La mansión de los altos estudios”, “Entre la lluvia y el fuego”, “El diablo en Marsella”, “Tres relatos y medio”, todas editadas por Blurb Inc.
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