(Ambos salen de la sala —porque ya se acabó el almuerzo— al corredor: allí se ubican en un banco que les sirvió de columpio hasta que supieron pisar la pata flotante: sus distancias eran las requeridas y Pascual prendió la grabadora y la dejó mirando a Yeiner —no sacó libreta porque no acostumbra tenerla ante un amigo—).
Y. O. Es preferible, más que preferible estar tragando aire e infestándolo con nuestros golpes barrigales que allá adentro, infestados por ya sabemos quién, mi señor.
P. C. Siendo así, pues empecemos, señor Osorio: ¿cómo le fue en Turbo?
Y. O. Pues bien: en la Terminal de Carepa hicimos el trasbordo y tuvimos la mala suerte (o la escogimos) de sentarnos en los últimos asientos, los que alzan a un nivel que los otros, y no pudimos ver lo que se nos ofrecía además de las bananeras y de los centros comerciales (como bultos negros, meteoritos, hierro de técnica industrial) con sus camionetas parqueadas y recalentándose; solo vi las conversaciones de unos morenos y la baba caérsele a un durmiente con gafas de sol. Nos íbamos a bajar antes del destino y una viejita en traje de baño nos invitó a bajarnos más adelante: nos bajamos más adelante, le dimos la mano a la viejita (que trajo a pasear a toda su descendencia: diez personas entre niños, mujeres y hombres blancos y negros, equipados o sucios de confites derretidos sobre sus camisas) y no le seguimos el paso: nos hicimos los que compraríamos unos bloqueadores en una droguería y lo que compramos fue unas gaseosas y unos panes para acompañar el pollo asado que prepararon ayer (ese ayer). De ahí caminamos derecho, esquivando los charcos de aguas estancadas (ese camino directo de la principal, que lleva a Necoclí, a la playa estaba encementado, pero uno mira a los barrios que se abren a la izquierda y se ven las líneas de las hendeduras) o de tuberías subidas... Y la playa de Turbo, las aguas del Caribe colombiano, el Cangrejo Azul (más tarde una niñita se montó a una de sus tenazas y bailó de lo lindo porque sí, y lo movía que ninguno de nosotros era capaz de copiarla, tirando los brazos adelante y la cadera hacia atrás, el tronco lo alzaba y se empequeñecía doblando las piernas, miraba a un lado y saltaba pal otro, ¡mejor dicho! Y como te dije, bailaba para ella sola: nadie la grababa, o eso parecía; pero eso sí, todos la mirábamos), las carpitas a veinte mil y los troncos medio secos, a tramos de playa, entre la basura, los sobrados, el sargazo.
P. C. ¿No le hacen limpieza?
Y. O. Cuando vayamos le hacemos limpieza los dos... Pero yo también pensé: «¿No le harán limpieza a esto los que alquilan las carpas o los de los bares formados o la alcaldía?» Y después me dije que pensar en limpiezas es perder tiempo con un mar al frente... Obvio alquilamos una carpa (tres sillas y mesa de plástico en el medio; palos en cuatro esquinas que la sostienen y, afuera, tiras amarradas a puntas en la arena), descargamos, nos acomodamos, les sacamos los restos de bloqueador a los empaques, comimos gaseosa con pan, nos desvestimos, nos tomamos unas fotos y adiós... Fue mi segunda vez en el mar... aunque las dos veces en el Caribe... y por eso di el primer paso con pie derecho con mi señora esposa; lo volvimos a dar... Queríamos que la huella de los pies se hundiera pero apenas se hundías un poco los deditos (menos el meñique); así quedó...
P. C. ¿Sabes nadar?
Y. O. Sé nadar: sí. No se me ha olvidado. En Rionegro y en Guarne practico en las piscinas de los hoteles y en las cajas; lo que no sé es dónde lo aprendí...
P. C. ¿Y entonces... «Así quedó»?
Y. O. Sí, así... y tiramos mar: eso era un montón de gente, unos con niños de brazos (¡mamás jovencísimas!), otros niños solos nadando mejor que uno, los negros de los cuadritos y los cortes recién hechos calentando las olas, las negras de nalgas aguadas (maduras, pintadas y todo pero de edad indefinible), y las atracciones, por así decirlo: un bote que lleva a varias islas de por ahi (con plan económico incluido), manejado por un viejo de barba blanca y ensortijada, sin cachucha y no le sabría decir si también sin camisa pero tengo la imagen de sus músculos escuálidos brotando membranas a la fuerza, y una lancha que arrastraba dos flotadores y despegada a los agarrados zigzagueando adrede; a ninguno de los dos subimos porque usted sabe cómo son las cosas en familia: si uno puede, todos deben poder... y éramos más que la descendencia de la vieja en traje de baño...
P. C. ¿Se la volvieron a encontrar?
Y. O. A ella... sí... y a los nietos... Jugamos chucha cogida.
P. C. Adelante...
Y. O. Pensé que iba a preguntar algo sobre la vieja o sobre ellos. Jugamos chucha cogida: los más grandes se iban al fondo para que los niños no los persiguieran a cada rato y les dejaran ver a las nenas o, cuando les tocaba coger, correteaban a los niños a zancadas en la orilla, los colgaban de la cabeza y volvían nadando al fondo. Lo que fui yo me quedé con las señoras grandes, ni muy allá ni muy acá, metiéndome de cuerpo completo cuando me entraba frío y recibiendo, eso sí, ¡oh, Contreras, eso sí!, recibiendo las olas con mi pechamen; me guiaba con los gritos de los niños, que avizoran las olas desde que Dios las concibe (diría que antes), y me preparaba como para salir de una carrera, atento al disparo, como a un perro sostenido que va a escalar un tronco (¿los has visto?), y contengo la respiración, no parpadeo, no atiendo llamadas (se puede estar muriendo mi esposa y yo aspirando sal por las fauces) y veo venir la espuma azarosa, antecedida por el viento avizor, impío, y a los niños tirarse antes de tiempo (de cabeza, de clavado, de espaldas), impacientes de una ola, la mía, la que viene a aplastar mi pecho, mis abdominales, mis huesos remojados... y me dejo caer: la ola me lleva y me devuelve, me arrulla, y empiezo a atender a los sentidos de alerta, a mi mujer regañando al niño que se fue a perseguir a un señor extraño a lo hondo, a la abuela mirando el sol como si fuese el sol quien debería evitarla para no dañarse los ojos, a los negritos que ya no se preocupan de olas ni de manías seniles y ponen de flotador un tronco de la playa...
P. C. ¡Unos vivos!
Y. O. ¡Ah, qué viveza más pura! ¡Ni nosotros que solo robábamos para comprar mecato y no recibíamos la devuelta ni nos lo comíamos! De esa nadada saqué dos cosas: no se puede tragar agua de mar como se traga agua de piscina (potabilizada con cloro) y no se debe abrir los ojos debajo del agua. Lo primero, lo de tragar agua, porque la primera vez, en la isla, no lo hice; poco recuerdo haber nadado (una vez nos tiramos del bote con el tiempo medido por los guías); no se debe tomar esa agua porque quema el guargüero (claro que a las dos o tres tomadas no se siente... como con el ron) y da la sensación de curarse del mar... cuando lo que se curó fue la entereza de la garganta: a los días (yo en mi casa; hoy no he carraspeado porque aquella me ha hecho las bebidas y no salí a serenarme) llega la amigdalitis, la carraspera, la tos, el pecho frío, las cremas para poder respirar, la nariz taponada, la fiebre, los mareos bobos, la tosedera, los gargajos... ¡los gargajos para hacer yogurt o una colada... para vaciar el retrete!
P. C. Cochino...
Y. O. Y no mirar debajo del agua: yo miré porque uno de los niños más guapitos se amangualó a los grandes y aprendió a ir a lo hondo y a escaparse metiéndose en el agua (sin clavados; como si lo chuparan las profundidades)... entoes en esas cogidas yo no lo pude agarrar y va y me dice: «Para el futuro, viejo: abre los ojos». Y yo: «¡Mucho güebón! ¡Va ver...!» Y cogí a un desprotegido, el desprotegido cogió al guapo (que se acercó a posta y le susurraba: «Cogeme, cogeme que yo los cojo») y el guapo me cogió (me dejé coger) y yo lo cogí: me acerqué corriendo (en toda esa zona se podía caminar: el nivel era inferior a la cadera), abrí la mano, los dedos como tenazas y lo iba a alzar de la cabeza cuando se escabulle: ahí me meto yo con él y lo veo acurrucado, turbio, meneándose como un pichón, los cachetes llenos de aire sin ingresar, el pelo tomando direcciones de ola y sus ojos dando con los míos: le di una cachetada velada: él la debió sentir como una acción de apuro.
P. C. ¿Lo dejó rojo?
Y. O. No se la vi porque de una que salió a coger aire saqué tapo para todo el juego... tapo que no cumplí cuando un morenito, Juan Ángel (decía su nombre alargando la pausa de la alveolar nasal), de Segovia, que se separó de sus padres como nosotros de nuestra carpa: distraídos.
P. C. ¿Cómo así que «distraídos»?
Y. O. Usted está haciendo una que otra pregunta mamona para aparentar presencia en la entrevista... lo pillé...
P. C. No es que sean «mamonas», lo que pasa es que usted dice «distraídos» y eso puede connotar aspectos del relato no previsibles por alguien que no se haya ido yendo de su punto de referencia por medio del oleaje, ¿me hago entender? Y tampoco vayás a decir que me estoy extendiendo para hacerme notar ahora que usted supo desenmascararme, cuando no me siento ni desenmascarado ni en posición de salir con bobadas en mi entrevista. Ambos sabemos lo que hacemos y... y yo no le miro al detalle sus errores, sea los que tenga (allá usted y su almohada), ¿quedamos o nos enfrentamos? Porque a mí me ponen a hablar para dos cosas, y una de ellas es para ponerse en guardia y defender su bravura, si es que la tiene o la quiere demostrar como lo han hecho tantos Osorios; y sepa que los Contreras no somos peritas en dulce: escoja entre boxeadores, vicarios militares, tenientes, futbolistas, abogados, marineros, directores de institutos y comunicadores y periodistas y representantes legales de medios literarios unitenses...
Y. O. Distraídos por el juego y un «pato», inalcanzable por los mejores nadadores, que se mecía y no creyéramos que se fuera a meter cuando de un zarpazo va y se clava en el mar (como si algo allá debajo lo jalase) y vuelve a su puesto con un pececito en el pico, chapoteando, y lo engulle; repitió la operación y luego solucionó nuestro error: era una gaviota: echo a volar a una de las salientes de la isla.
P. C. Te faltó lo de los ojos.
Y. O. Lo de los ojos es igual que con lo de la garganta: ¡un lagañerío!
P. C. ¿Y ese cómo se lo curó?
Y. O. Aquella: paños y oraciones.
El Pedregal, enero de 2024
📸 Luisa Fernanda Oquendo Zapata
Alejandro Zapata Espinosa (Itagüí, Colombia, 2002): licenciado en Literatura y Lengua Castellana (Tecnológico de Antioquia), y maestrando en Educación (Universidad Santiago de Cali). Miembro del Comité Editorial de Contacto Literario (Armenia, Colombia). Blog Archivo Cantera: Archivo Cantera 📧 Correo: <3761229@gmail.com>.
No hay comentarios:
Publicar un comentario