Primero arrancábamos las páginas, jugábamos a dispersar el conocimiento, hacíamos bolas de papel que lanzábamos alegres y poderosos al suelo igual que pequeños dioses al principio de la creación, o separábamos siempre las cubiertas de nuestros iniciáticos (y acaso más bellos) cuentos, aquellos en los que Alí Babá se resumía en el “ábrete sésamo” y Caperucita Roja era toda ojos y toda dientes de lobo malo.
Más tarde empezamos a fijarnos en las imágenes y descubrimos que el universo podía ser icónico, colorista, cromático, gigantesco. Llamamos a la puerta de los castillos y subimos por el tallo de las habichuelas, nos pusimos las botas y tocamos la luna.