... Agarró el borde de la tapa del ataúd y la arrastró hacia un lado

Hank T. Cohén

GUILLERMO EL NECROMANTE SE LEVANTO MUY TARDE LA mañana del martes. Desde el lunes había estado preparando todo para el trabajo que, estaba seguro, le consumiría todo el día. La noche anterior se había tomado varias cervezas en la cantina del pueblo, así que le tocó devolverse caminando a su casa, llevando la bicicleta a su lado. Hacía unos meses se había caído mientras manejaba de noche; las heridas y contusiones fueron fuertes, le impedían trabajar durante varias semanas. La necromancia es un trabajo independiente que no ofrecía beneficios de salud ni pensión.

Se levantó de la cama; dormía en bóxers porque el calor de mitad de año era insoportable. Miró hacia abajo y notó que la tela estaba rota entre las piernas, ése era su último par bueno. Se desnudó y se metió a la ducha de baldosas amarillentas por la humedad. El agua caía con fuerza de un tubo clavado en la pared; estaba helada, hacía que el cuerpo le doliera. Guillermo se movió de un lado al otro bajo el chorro mientras se enjabonaba muy rápido.

Después de secarse, se puso un bóxer verde que encontró junto a su cama, una pantaloneta del Real Madrid, una camiseta del Deportivo Pereira que le había regalado un futbolista muerto y unos tenis que alguna vez fueron blancos. En su maleta metió una pistola de agua nerf llena de bilis humana, sangre, lágrimas y raspadura de plata; una bolsa plástica llena de dedos cortados; polvo de huesos de muerto natural; saliva de un moribundo crítico; una glándula pineal marcada con símbolos N’rdu hechos con Sharpie, y un fémur de señora que había muerto cuando una antena satelital le cayó encima, estaba afilado para que terminara en punta.

Guardó en una bolsa Ziploc siete pares de ojos de un grupo de empleados de tienda que murieron en un accidente químico. No encontró las cabezas reducidas; sabía que las iba a necesitar, pero se perdían con frecuencia, igual que le pasaba con las llaves.

Guillermo salió de su casa, un inquilinato con un montón de apartamentos apiñados en el que vivían siete familias. Lo había arrendado hace un par de años; era pequeño, pero tenía cocina y baño independientes. Consiguió el depósito con la plata que le dieron luego de llenar de fantasmas un local de Surtimax. A partir de entonces, Guillermo se volvió famoso en el pueblo por su caldito levantamuertos, una sopa necromántica que hacía exactamente lo que indicaba su nombre, al menos por un rato. A la gente le daba pena contratarlo, pero siempre le daban algún trabajo debajo de cuerda.

La caseta de doña Pilar había estado en el mismo sitio por más de treinta años. Era un montón de latas y tejas de zinc que a duras penas se sostenían en medio de un arenal al lado de la carretera. Guillermo se sentó en una banca hecha de tablas al lado de doña Beatriz, quien le dejó un montón de billetes arrugados sobre la mesa.

—No puedo traerlo por mucho tiempo, máximo unas dos horas. Que sea en la casa de él va a servir de ancla para el ritual —dijo Guillermo mientras se echaba a la boca una tajada de salchichón y la bajaba con un sorbo de gaseosa.

—La casa de sus hijos. Ya no es de él. Y yo no le dije que él se debía quedar. Así me sirve. Haga que el viejito firme los papeles de la sucesión de la casa, para que quede a mi nombre, y ahí mismo lo deja ir. Mis hermanos y yo queremos eso hecho hoy. Yo arreglo eso. Pero callado, ¿no?

Guillermo iba en su bicicleta, agarrado de la parte de atrás de la camioneta Ford Ranger 4 × 4 en la que se encontraba el cadáver de don Leonardo. Un par de obreros lo habían desenterrado y metieron el ataúd en la platea, cubierto por un plástico negro. Beatriz tuvo que pagarle al sepulturero y a varios empleados del cementerio para poder sacarlo un martes donde no hubiera mucho flujo de gente.

La camioneta avanzó por las calles entre cuadras más vacías; el viaje se demoró casi media hora más de lo usual. La casa de don Leonardo podía verse desde el final de la calle; tenía unos seis metros de frente, con una puerta pequeña y un garaje, dos pisos y una terraza a medio construir. Estaba pintada de un violeta ácido chillón que se había ido desgastando con los años. Guillermo se soltó de la camioneta y entró en el garaje, mientras los obreros se estacionaban en el andén con la parte trasera hacia la puerta. Descargaron el ataúd, del que caían hileras de tierra seca, y lo dejaron en el suelo del garaje, con cuidado de que los vecinos no se dieran cuenta. Beatriz cerró las puertas.

Los obreros quitaron los tornillos del borde, metieron las puntas de un par de palancas metálicas bajo la tapa y las empujaron hacia abajo al mismo tiempo. La madera se levantó con el mismo sonido que hace el papel de burbujas al reventarse.

—Ahora los hacen herméticos para que lo de adentro dure más. Me gasté mucha plata en esa vaina —dijo Beatriz mientras los obreros se despedían y salían de la casa. Aseguró la puerta y echó candado.

Del segundo piso bajaron tres personas, que se ubicaron alrededor del ataúd, sin mirar a Guillermo.

—Bueno, los presento. El doctor Espitia —dijo Beatriz, señalando a un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje de paño pesado, pero que no sudaba ni con el calor que hacía— es el abogado de la familia. Él nos dice que, con mañita, puede dejar los papeles listos para que todo salga bien. No haremos nada ilegal, sólo es la firma de mi papá.

Beatriz señaló a las demás personas rápidamente, sin darles mucha importancia. Eran sus hermanos: Fabio y Claudia. Hernando, el hermano mayor, estaba esperando en la terraza, pero no quiso bajar; según Beatriz, porque era un indeciso y desconsiderado con la familia.

—Cada uno anda por su lado, como si no fuéramos familia —continuó Beatriz—. Llevamos mucho tiempo tratando de ponernos de acuerdo sobre la casa, desde antes de que se muriera mi papá.

—Pero ¿cómo vamos a quedar con lo de las partes? —dijo Fabio, un hombre de unos sesenta años, con una camisa delgada a medio abrir en el pecho, jeans y zapatillas deportivas rotas. No saludó a Guillermo; parecía que no notara que estaba en el mismo sitio que él.

—Para eso está el doctor Espitia —respondió Beatriz—, lo importante es que se haga la sucesión. La casa me queda a mí, la vendo y separamos la plata en partes ¡guales. Es lo más fácil; como mi papá no hizo testamento, la casa queda volando. El gobierno se puede quedar con ella.

—¿Y tenemos que darle algo también a Hernando? Él ni quiere la plata. No está acá.

—Es mejor llevarlo por la buena. Y todos quieren ganar algo. Usted es el medio hermano acá y le sirve que todos lo queramos. Él es necio, pero es el mayor, no le podemos quitar eso.

Fabio agarró el borde de la tapa del ataúd y la arrastró hacia un lado. La dejó caer en el piso, pero no se rompió.



HANK T. COHÉN

(Bogotá, Colombia, 1990)

Hank T. Cohén, también conocido como Camilo Ortega, es autor de los libros de cuentos El Pornógrafo (Ediciones Vestigio, 2019), Traumatismo pancreático (Ediciones Vestigio, 2022) y La magia en la época de su reproducibilidad técnica (La Plena Noche, 2024), además de coautor de Balazo fecundante. Es literato y magíster en Escritura por la Universidad Nacional de Colombia. Su narrativa ha sido incluida en las antologías Criaturas artificiales, Contaminación futura, Quiero la cabeza de Bram Stoker y Cromosoma Splatter, así como en revistas como Phoenix, Amalgama y Ficciorama. Tal vez sea Thomas Pynchon.


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