Mi adorable, mi muy querida y lejana, me imagino que no habrás olvidado nada en los más de ocho años que dura ya nuestra separación, si es que aún consigues recordar a aquel guarda canoso con su librea azul que ni se molestaba siquiera en mirarnos cuando hacíamos novillos para encontrarnos en aquellas mañanas heladas de San Petersburgo, en el Museo Suvorov, tan polvoriento, tan pequeño, tan semejante a una suntuosa caja de rapé. ¡Con qué ardor nos besábamos a espaldas de aquel granadero engominado! Y más tarde, cuando por fin nos
Cuentos: Marguerite Duras
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo.
'Encender una hoguera', relato de Jack London
Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y,
'Angulosa y los cuchillos', relato de Lino Novás Calvo
Yo no debiera escribir este cuento. Es un abuso hablar de nuestros socios cuando, además, lo que a ellos les ha ocurrido pudiera ocurrirle fácilmente a uno mismo. Esto, sin embargo, puede decirse de cualquiera y, al fin y al cabo, la profesión vence a la ética. Éste es un cuento sin ética.
Empieza cuando mi socio Lajos y yo resolvimos formar una sociedad de tenedores de libros malos, para casas chiquitas o marugas, y pusimos nuestra oficina en una vidriera de tabacos de Luyanó, y publicamos el anuncio. No era gran cosa, pero los dos estábamos arrancados y,
Tres poemas de Arthur Rimbaud
En el cabaret-verde
A las cinco de la tardeLlevaba ya ocho días con los botines rotospor culpa de los guijos; y a Charleroi llegué.En el Cabaret-Verde, encargué unas tostadasde manteca y jamón jugoso y calentito.Estiré las dos piernas, feliz, bajo la mesaverde, mientras miraba los dibujos ingenuosdel tapiz. ¡Qué alegría cuando la criadita
'Las ruinas circulares', un relato de Jorge Luis Borges
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.
'Pena de muerte', relato de Georges Simenon
El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable, pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar.
Relatos: «Las muñecas» y «El angel», de Juan Rodolfo Wilcock
LAS MUÑECAS
Es un gran armario de madera de nogal, simple, vertical, al mismo tiempo pesado y elegante, casi un símbolo de la digna estabilidad; por otra parte está siempre cerrado. Por dentro, el armario está dividido con estantecitos, y en cada uno de estos estantes vive una escritora; en realidad son las viejas muñecas que se volvieron escritoras solamente por obra de la inacción, la oscuridad y el aburrimiento. Por esa razón todas llevan trajes coloridos, a menudo los trajes de alguna región o provincia, y la cabeza ligeramente desproporcionada respecto al cuerpo, demasiado aplanada, demasiado en punta o simplemente demasiado voluminosa; salvo una poetisa que la tiene pequeñísima, y esto hace reír mucho a las demás, como si tener la cabeza pequeña fuese más gracioso que tenerla grande.
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