El cuento "Bola de pelos" del autor Carlos Arturo González, cuenta la historia de un hombre que se encuentra solo en su casa durante una noche tormentosa, esperando la llegada de su amigo Simón. Sin embargo, en medio de la tormenta, un gato empapado y exhausto busca refugio en su casa. Al principio, el hombre es indiferente a los maullidos del gato, pero finalmente lo deja entrar en su hogar. A pesar de que al principio el hombre y el gato no se llevan bien, el gato empieza a acostumbrarse a la casa y al hombre, aunque él sigue sintiendo rechazo hacia él. El cuento explora la relación entre el hombre y el gato, así como la evolución de sus sentimientos mutuos, llevando al lector a reflexionar sobre la empatía, la compasión y la tolerancia hacia los demás seres vivos.
Bola de pelos
No era una simple llovizna, era un recio aguacero con relámpagos y truenos que me atemorizaban. Esperaba a Simón, mi amigo, quien me iba a ayudar con la revisión de un ensayo que estaba escribiendo para una revista bimestral. Además, iba a hacerme la primera lectura a viva voz de dos cuentos terminados para otra revista digital. Luego, desafiábamos nuestra inteligencia jugando una partida de ajedrez. Considerando el diluvio que estaba cayendo, supuse que Simón no iba a llegar. Esperaba que sonara el teléfono con su voz al otro lado de la ciudad para decirme —por obvias razones— que no podía venir. La tarde empezaba a morir y la lluvia comenzó a amainar. Justo cuando expiraba el día, el timbre sonó desesperado. Permanecí un instante indeciso porque consideré que era tarde para la cita con mi amigo. Mi sopa mereció una espera y me dirigí a abrir la puerta. Escruté el pasillo con detenimiento y no vi a nadie.
Por un momento dudé de mis sentidos. Con determinación cerré la puerta. Un maullido parecido al de un gato —proveniente de algún lugar— requirió de mi atención. Abrí y dirigí la mirada al lugar donde creí escucharlo; allí, en un rincón, estaba el animal —exhausto y empapado—. El félido, sin dejar de mirarme, entonó un maullido gutural e insistente para que lo dejara entrar en la casa. Insensible al maúllo desesperado del gato, cerré la puerta y continué devorando lo que quedaba de la sopa. Durante un buen tiempo hice caso omiso a sus lamentos desentonados. Sus maullidos, cada vez más fuertes y desesperados, despertaron en mí la escasa empatía que sentía por los gatos. Con la seguridad de que al otro día lo iba a dejar en algún lugar, le abrí la puerta y lo dejé entrar. Tomé una toalla y lo sequé sin un mínimo sentido de consideración; descubrí que era una hembra de color negro, blanco y naranja —este último color predominaba en su pelaje—. Tiré un trapo al piso y le indiqué que se echara allí. Apagué la luz y procedí a descansar. En toda la noche la gata no me dejó dormir. Cuando desperté no la vi por ningún lugar. En un momento sentí su cola rozar mi pierna, le respondí con un puntapié que logró sacarle un maullido de dolor. Me organicé, logré cogerla y echarla en un talego de trapo; posteriormente, me dirigí a cinco cuadras de la casa y la abandoné en un lote baldío. Al medio día sentí sus maullidos nuevamente en el tejado de la casa. No escuché sus maúllos en toda la tarde, pero al anochecer la vi agazapada en la oscuridad de la habitación, sus ojos como dos luceros la delataban. Durante unos días la ignoré. Ella no se acercaba a mí y yo no me acercaba a ella. Desde un principio quedó claro que no nos llevaríamos bien. Cada vez que nos cruzábamos, miradas impregnadas de rechazo nos enviábamos. La casa fue dividida en líneas imaginarias donde ninguno de los dos se atrevía a cruzar. Yo, por sórdidas razones, sentía un extraño rechazo hacia los gatos. No me gustaba que me tocaran. Pero ella no hacía caso pese a mis manifestaciones expresas de rechazo que solían ir acompañadas de una patada o un manotazo.
Además, poco a poco fui descubriendo que era garosa: repetidamente la pillé destapando —con sus patas— ollas y platos. Con frecuencia la vi salir despavorida de una casa vecina, huyéndole a un objeto volador, o a una seguidilla de improperios. La gata captaba mi rechazo porque apenas me veía lanzaba arañazos y me mostraba sus puntiagudos dientes que como garfios estaban prestos a morder. A ella no parecía importarle, no comprendía lo incómodo que estaba yo con su presencia. Yo la detestaba.
A veces la veía sobre la mesa y parecía una esfinge o una figura de porcelana. No se movía, sus ojos como pepas amarillas se posaban en mí, desafiantes, sin parpadear. Su mirada gatuna y penetrante parecía analizar en profundidad todo de mí, como escudriñando los misterios de mi corazón o extrayendo pensamientos alojados en los recovecos de mi mente y de mi frívola vida. Su cara altiva y enigmática me hacía estremecer. Sus largos bigotes —que parecían antenas— y sus orejas paradas parecían captar toda la energía de alrededor. Cada vez que estaba cerca me ponía incómodo, no sé por qué, pero me sentía observado. Además, su presencia ayudaba a vivificar mis miedos. Como calculé que su presencia en la casa era para largo tiempo, le busqué un nombre. Quise llamarla «Manchas» —por su pelaje atigrado—. Luego, recordé que fue ella la que llegó aquel día lluvioso cuando mi amigo Simón no apareció. Entonces le puse por nombre «Simona». Una madrugada desperté sobresaltado y sudoroso. Soñaba que una colonia de gatos devoraba mi cuerpo, se disputaban lo mejor de mí, hasta mis recuerdos. En el sueño, los gatos que me devoraban eran blancos y negros, lo extraño del sueño es que no vi gatos atigrados como Simona.
Desconocía que mi amigo Simón tuviera conocimiento y hablara con tanta propiedad de los gatos. A su vez, apreciaba los animales en general. Lo puse al tanto de la situación y le confesé que le había puesto el nombre en su honor. Una sonrisa ficticia la tomé por aprobación. Él me informó varias cosas curiosas de los gatos: absorben las energías negativas de una casa y de las personas. Dijo que llegan a la vida de alguien por extrañas razones y que Simona me estaba protegiendo. No sé de qué me protegía, pero me convenció que era mejor quererlos que odiarlos. Desde ese momento cambié mi comportamiento con Simona. Ella pareció captar mi buena vibra y el cambio de proceder. Empecé a amar a esa bola de pelos. Mientras estuviera en la casa, Simona hacía una breve notificación de su presencia rosándome con su cola y en ocasiones yo acariciaba su frondoso pelaje. Su mirada tierna empezó a conseguir lo que quería. Era una situación cínica, pero encantadora a la vez. No sabía cuál era su edad, pero me propuse educarla. Todos los días —armado de ejemplar paciencia— la cargaba en mis brazos y con el amor de quien ama a alguien le hacía entender mi inconformidad por su manía de manosear las ollas y los platos. Le compré una cama, comida para gatos, un arenero, un rascador y se los enseñé a usar; también la desparasité y le suministré las vacunas. Pareció entender porque nunca más la volví a ver escarbando en mis ollas. En la casa me seguía a todas partes: al baño y a la cocina; en la biblioteca me acompañaba en mis tardes de lectura. En mi cuarto, subida en mi cama, apoyaba su diminuta cabeza en mi regazo y ronroneaba, yo la mimaba y a veces hablaba con ella; cuando me observaba, sentía una gran conexión como si me entendiera. Le confesaba mis cuitas y ella parecía absolverme de culpas. Ese contacto visual —un tanto enigmático que me tenía sometido, como si estuviera recopilando información— era inquietante para mí. Sabía mis rutinas, mis movimientos y mis horarios. De hecho, su mirada felina, impregnada de ternura, me invitaba a jugar en cualquier lugar de la casa y a cualquier hora del día. Mi amiga peluda me estaba cambiado la vida, mi vida era superficial e indecisa.
Un día lluvioso no vi a Simona y me pareció extraño. Eché de menos que ella, antes del amanecer y antes de despertarme, estaba sentada apoyada sobre sus peludas patas delanteras, sobre la mesa de noche, mirándome. Sus ojazos amarillos, como centellas, solían estar clavados sobre mí, causándome intimidación en el momento de despertarme. Era como mi despertador, solo que no sonaba. No la busqué pero sentía que la extrañaba. Tengo que aceptar que me había encariñado con Simona. Dos días después apareció, desde ese día cogió la costumbre de perderse un par de días y tuve que acostumbrarme a su rutina. A medida que transcurrían los días, noté que su vientre empezaba a hincharse y se había alejado un poco de mí. A los dos meses, su partida se prolongó por ocho días. Cuando regresó lo hizo sin pena, sola y como si nada hubiese pasado. —Buenas noches, señora Simona, siga, está en su casa —bromeé con voz sarcástica—. Recorrió toda la sala mirándome desafiante. Hasta llegué a pensar que era un acto de desconsideración de su parte. Yo estaba más que preocupado y ella aparecía como diría mi hija: “relajada”. Su vientre abultado había desaparecido. Esta vez Simona regreso rara, percibí que su comportamiento no era el mismo. Estaba baja de nota, con la cola entre las patas. La vi pasar sin garbo, sin elegancia. Dormía más y comía menos. Se iba un par de horas a lugares desconocidos y volvía. Sus orejas vencidas, sus ojos derrotados y sus maúllos guturales insistentes merecieron toda mi consideración. Después de exámenes exigentes, el veterinario dijo que era una gata de bastante edad y que había acabado de tener gatitos. Lo peor de todo es que los exámenes demostraron que tenía un tumor del tamaño de una pelota de ping-pong en su estómago.
Además, debido a su avanzada edad, su muerte era inminente. El Médico Veterinario me ofreció varias posibilidades para dormirla pero yo me negué y determiné que la llevaría a casa y que allí le daría sus paliativos. Aun así, en su estado, se me escapaba uno o dos días y volvía. La cuidé como se cuida un hijo. Toda mi atención se dirigió a ella. Su mirada penetrante solo me abandonaba cuando sus ojos enfermos se cerraban. Unas horas antes de morir, se extravió. No me preocupé porque me había acostumbrado a sus persistentes ausencias. Al anochecer, noté su presencia por sus maullidos. Me alegré porque aún estaba con vida. Simona no venía sola. Dos gatitos, fiel copia de ella, la seguían. Me miró con prevenido detenimiento, buscando mi aprobación. —Está bien, se pueden quedar —expresé con voz cantarina—. No avanzó hasta que verificó la franqueza y el rigor de mis palabras. Llevó sus mininos uno a uno en su hocico hasta su cama. Luego, se echó a su lado y posó sus ojos en mí. Después de verificar su sexo, les puse un nombre: «Manchas» y «Tigresa» (no se me ocurrieron más nombres). Al amanecer, Simona estaba al lado mío. Se había subido a la cama —sigilosa como siempre— sin percatarme de su presencia. No respiraba, su cuerpo rígido, como una paca de algodón, estaba enroscado como una dona mirándome como hipnotizada. Intenté moverla, pero ella no se inmutaba, creo que murió mientras dormía, me atrevo a pensar que fui lo último que vieron sus ojos almendrados.
Jamás había pensado en que este día podía llegar, ahora no sabía qué hacer. Siempre quedan abrazos no dados y palabras por decir. Tuve la convicción que aun después de muerta estaba vigilándome. Acerqué mi cara lo más cerca de sus ojos y me vi reflejado en ellos. Consideré que aún me escuchaba, quería agradecerle por su compañía, por haber llegado a mi vida, por ser yo el escogido. Con voz trémula, musité palabras de agradecimiento, mientras con mi mano temblorosa acariciaba su espeso pelaje; percibí su mirada tierna, como recordándome la promesa que le hice. Tomé muy en serio las palabras de mi amigo. No sé de qué me protegía, pero me sentía protegido. No fui yo el que la rescató aquella noche fría, fue ella quien me devolvió a la vida, me detuvo en el camino de los malos pensamientos. Cerré sus ojos con solemnidad religiosa y a través de la ventana vi que el sol poco a poco vestía al día.
Le hice un entierro digno que logró humedecer mis ojos. Su partida produjo un dolor encapsulado en alguna parte de mi ser, sentí que algo en mí había muerto, el dolor que sentía no era diferente al dolor que sentí cuando perdí años atrás a mi madre. Acostumbrado a reprimir mis emociones, esta vez tuve que exteriorizarlas. Mis sentimientos habían sido develados por Simona. Extrañaba sus arduas jornadas de acicalamiento; extrañaba sus maúllos, su mirada enigmática y penetrante, como escarbando los secretos de mi corazón. Cada vez que me miraba me sentía libre de toda culpa. Su andar imperceptible, lento y elegante se enclaustró en mi mente hasta muchas semanas después. De repente, un día, y desde ese día, todos los días al amanecer y a la misma hora —antes de despertarme—, cuatro ojazos amarillos —como centellas— solían estar clavados sobre mí. Estaban sentados, apoyados sobre sus patas delanteras, sobre la mesa de noche, mirándome. Eran como mi despertador, solo que no sonaba.
Carlos Arturo González Diaz auditor HSEQ, nacido en Villavicencio hace 64 años. Escritor Colombiano, miembro del taller de escritores Entreletras. A través de sus escritos retrata personas: sus miedos, emociones y sus sentimientos. sus escritos tienen un sentido humano, vivencias de gente del común. Escribe sobre la existencia, la soledad y la muerte.
Ha participado en talleres de crónica con el Ministerio de Cultura de Colombia. Sus relatos han sido publicados por las revistas: Digo palabra txt y Revista digital Literarte y verso inefable.
Twitter: @CarlosA81986959
Instagram: gonza7926
Photo by Zoltan Tasi on unsplash (public domain).
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