Se me antojaba imposible que el ala de su sombrero entrase por la puerta giratoria. Con un giro elegante pasó entre los cristales sin quedarse atorada y levantó la vista. La seguían ocho hombres delgados que, uniformemente sincronizados, transportaban un arsenal de maletas con sus manos enfundadas en guantes.
Me quedé inmóvil ante su imagen y lo que hacía: con las manos recogidas a la altura de los cachetes, acariciaba las yemas de sus pulgares mientras contemplaba la lámpara en forma de sombrilla que colgaba del techo.