Alguien pidió que trajeran cigarros. Habíamos hablado mucho, y la conversación empezaba a decaer; se había posado el humo del tabaco en los pesados cortinajes y el vino en aquellos cerebros capaces de languidecer. Era evidente que, a menos que alguien hiciera algo para levantar nuestros deprimidos espíritus, la reunión no tardaría en llegar a su término natural, y nosotros, los huéspedes, nos iríamos rápidamente a la cama. Nadie había dicho nada especialmente notable; es posible que nadie tuviera nada notable que decir.
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