Desde Avignon. Francia: "Frente al miedo" Relatos del autor español Héctor García Pérez


I.
Capuchas

Una furgoneta blanca de aspecto descuidado y con múltiples arañazos, entre los que se distinguía un gran vinilo rojo donde se podía leer, “Carnicería Montes, las mejores carnes de la Sierra Norte”, atravesaba de manera apresurada las calles del centro de Madrid. El conductor, un hombre de mediana edad llamado Miguel Montes, manejaba el volante de manera brusca y nerviosa.

La angustia que reflejaba su rostro se tornó en pavor cuando al girar una curva se topó con un control policial. Eran las siete menos cuarto de un sábado por la mañana, por lo que no era de extrañar encontrar controles de alcoholemia o de drogas, aún así, le resultaba difícil disimular su nerviosismo. Por suerte para él, los policías estaban ocupados con un Seat León, donde un grupo de muchachos evidenciaban los estragos de una noche pasada de rosca. Así pues, pudo continuar sin tener que enfrentarse a una situación que habría cambiado el curso de los acontecimientos. El hombre siguió circulando varios minutos, hasta tomar la salida hacia la autopista que lo alejaría de Madrid. Ahora comenzaría un viaje de unas dos horas y cuarenta minutos.

Mientras tanto, en la parte trasera de la furgoneta, un joven de unos veinte pocos años custodiaba los cuerpos de tres adolescentes que no tendrían más diecisiete o dieciocho. Los tres chicos, amordazados, con las manos atadas a la espalda y con las cabezas cubiertas por unas capuchas que los dejaban completamente a oscuras, se encontraban tumbados en la zona de carga. El suelo aún estaba pegajoso por la grasa que habían rezumado las carnes y embutidos que normalmente se transportaban allí. Dos de ellos seguían todavía aturdidos debido a las dosis de Rohypnol, que de manera sibilina, su custodio les había introducido en las bebidas esa misma noche, aprovechando un momento de despiste de los chicos mientras desfasaban en su discoteca habitual. Jaime, el tercero de los muchachos, empezaba a recobrar el conocimiento.

II. Jaime

Al fuerte dolor de cabeza se sumaba la oscuridad que encontró al abrir los ojos. Tardó unos minutos en reaccionar antes de que el pánico y la confusión se apoderasen de él e intentara levantarse y zafarse de la cuerda que le sujetaba las manos.

- Tranquilo muchachote, no vas a ir a ninguna parte – le susurró al oído el joven raptor, mientras le pasaba la fría y afilada hoja de un cuchillo filetero por el cuello.

Dejó de moverse al instante, se le cortó la respiración y unos segundos después el sudor y las lágrimas aparecieron de manera desmesurada, provocando que la tela de su capucha se humedeciese y se le adhiriese al rostro, permitiendo así a su secuestrador imaginar la angustia y el miedo que había logrado infligirle, lo que le proporcionó cierta satisfacción.

Había transcurrido el tiempo suficiente para que Jaime comprendiese que había sido raptado y para que percibiese que junto a él había dos cuerpos más. Supuso que serían Carlos y Diego, sus amigos y compañeros de andanzas. Durante algo más de las dos horas que duró el viaje, no se atrevió a mover un músculo, solo se permitía sollozar y gimotear, pues con el paso del tiempo, el miedo y las sádicas palabras que de cuando en cuando le dedicaba al oído su apresador, no hacían más que incrementar su angustia. Su pánico era tal, que durante muchos minutos tuvo la sensación de tener aún la hoja del cuchillo sobre su cuello, pero en realidad no sabía si era así o simplemente se trataba del terror que lo invadía. En cualquier caso, prefirió quedarse completamente inmóvil y llorando durante todo el viaje. Tuvo tiempo para pensar en su madre, en cuanto la quería y la echaba de menos, cuanto le gustaría estar ahora junto a ella. Su pobre madre, a la que su padre abandonó cuando él era tan solo un crío de cinco años, su madre que siempre lo protegió y se volcó en él para que no le faltara de nada y cuan injusto había sido con ella tantas veces. Sin apreciar como debiera su esfuerzo y su amor. Cuántos gritos y gestos de niño malcriado, cuántas horas de soledad porque pasaba de ella para irse de juerga con sus amigos; o las innumerables ocasiones en las que no le ofreció la ayuda que necesitaba porque lo agobiaba; sin embargo, no dudaba en hacer lo que fuese necesario para contentar a Diego y Carlos. También tuvo tiempo para la autocompasión. Pensaba en lo injusto de su situación. ¿Por qué le pasaba esto a él? A pesar de esos fallos no se consideraba una mala persona y ahora desearía tener el tiempo suficiente para redimirse y ser un mejor hijo; pues no albergaba dudas del amor que sentía por su madre y si Dios le permitiese salir vivo de allí, se prometía así mismo cambiar para bien y llenar de abrazos y besos a su madre. “Ojalá Dios me dé otra oportunidad” rogaba para sí mismo Jaime.

III. Carlos

Unos veinte minutos después de que Jaime se despertara, le tocó el turno a Carlos. Como le sucedió a su amigo, él tampoco se libró del malestar de cabeza provocado por el Rohypnol, pero además, Carlos tuvo que lidiar también con fuertes dolores de barriga, lo que le impedía estarse quieto. Una vez superada la fase de confusión y el desasosiego por verse amarrado, amordazado y a oscuras, a diferencia de Jaime, Carlos no estaba dispuesto a dejarse amedrentar por las amenazas y los golpes de su secuestrador. Durante gran parte del viaje no paró de lanzar patadas, de intentar liberar sus manos sin éxito, de empujar con su cuerpo para quitarse de encima al joven captor, cuando este se sentaba sobre él y le pasaba el cuchillo cerca de sus genitales, amenazando con caparlo. No entendía lo que estaba pasando, pero tenía claro que pelearía lo que hiciese falta por salir vivo de allí. Carlos no era de los que rehuían una pelea, tenía un carácter fuerte y dominante que se había fraguado en el seno de su familia. En su casa se había mamado desde siempre que nunca debían echarse para atrás ante una disputa aunque no llevasen la razón, que debían salir vencedores en cualquier conflicto, pasando por encima de quien fuese necesario. Así pues, no cejó en su empeño y siguió fajándose casi hasta el final del viaje, pero el cansancio y el esfuerzo sin recompensa hicieron mella en su espíritu, dejándolo agotado e impotente, lo cual aprovechó su oponente para recriminarle en un tono irónico y alterado – ¿Qué pasa hombretón, ya no quieres jugar más?, con lo que me gusta que te resistas ¡Ja, ja, ja!.

Las burlas resonaban en su cabeza y la rabia lo invadía, pero no le quedaban energías, pues se encontraba exhausto y casi asfixiado por el peso de su maltratador, quien pasó mucho tiempo sentado sobre su pecho jugueteando con su cuchillo, presionando su estómago, su cuello, su sexo y minando su moral con insultos y vejaciones propias de alguien dejado llevar por el odio. Solamente podía soñar con la venganza que llevaría a cabo con la ayuda de su familia, una vez que terminase aquella pesadilla.

IV. Diego

Poco después de que Carlos recobrase el conocimiento, algunos de sus movimientos y gestos bruscos impactaron sobre Diego, ayudando a que este despertase de su sueño. Al igual que sus compañeros pasó por su propio periodo de confusión y malestar. Una vez que logró calmar su mente, intentó recordar que había hecho hasta llegar a esa situación. Los restos de la droga no le permitían pensar con claridad y apenas conseguía visualizar algunas imágenes borrosas junto a Carlos y Jaime, en las que se les veía de risas y borrachos en la discoteca, lo cual le llevó a interpretar que posiblemente estaba sufriendo un secuestro junto a sus amigos. Algo que confirmó cuando escuchó a su raptor amenazar a Carlos y a Jaime y cuando se dirigió a él por primera vez.

– ¡Vamos machote!, no te hagas el remolón, que la fiesta también va contigo, no irás a dejar solos a tus amigos – le inquirió mientras le presionaba el pecho con el cuchillo al mismo tiempo que le alzaba la cabeza con su otra mano.

Diego pensó que no debía contrariarle y que no debía ofrecer resistencia si quería salir de allí con vida. Afortunadamente para Diego, la mayor parte del viaje estuvo ocupado con Carlos, pero cuando se centraba en martirizarle con frases amenazadoras, simplemente dejaba su mente en blanco para que las palabras no le afectasen, para que sonaran como ecos lejanos que nada tenían que ver con él y que acabarían por perderse sin dejar rastro. Si le gritaba, le profería insultos o trataba de intimidarle, se limitaba a pensar que estaba en otra parte, que aquello no le estaba ocurriendo a él y que era solo una mera cuestión de tiempo que aquel suceso terminase. Dejaría el tiempo pasar, esa sería su solución, que el tiempo pasase y antes o después sus padres vendrían en su ayuda y lo salvarían, como siempre lo habían hecho y así podría retomar su lujosa vida donde la dejó. Diego pertenecía a una familia adinerada con influencias y cierto poder político, lo cual le permitía salirse con la suya en muchas ocasiones. Aprovechaba el status de su padre, un reputado médico militante del partido conservador que gobernaba la ciudad, para desafiar a profesores, dueños de discotecas, o a cualquiera que no le bailase el agua para obtener cualquier cosa que desease. Su futuro estaba escrito, sería médico o empresario y ningún percance lo sacaría de su camino, pues sus padres no lo permitirían y así que a ese pensamiento se agarró Diego durante el transcurso del viaje.

V. Los rostros del miedo

Tras algo más de hora y media en la autopista, la furgoneta tomó una salida hacia una carretera convencional. Allí prosiguió su camino durante unos veinte minutos y después tomó otra salida hacia una zona boscosa y de terreno pedregoso, alejándose poco a poco de las posibles miradas y adentrándose en regiones cada vez más recónditas. La tensión del viaje provocaba una enorme cantidad de sudor en Miguel, las saladas gotas le penetraban por los ojos y el escozor de los mismos no hacían otra cosa que acrecentar sus ansias de llegar a su destino, además no quería que su joven compañero perdiese los nervios más de lo necesario, pues aún no era el momento; así que de cuando en cuando, le lanzaba miradas inquisitorias por el espejo retrovisor, a las cuales su compinche respondía con gestos de autocontrol. Los pasajeros sintieron como la furgoneta reducía la velocidad hasta pararse completamente, escucharon como el chófer bajaba del vehículo, después oyeron el chirrido de una verja oxidada al ser abierta, acto seguido el conductor volvió a subir y se pusieron en marcha unos minutos más, después maniobró para dar la vuelta al vehículo y condujo marcha atrás unos metros, hasta que al fin, esta vez sí dejaron de oír el motor definitivamente. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron de par en par.

- ¡Vamos!, ayúdame a bajarlos de uno en uno y a llevarlos dentro – dijo Miguel al joven que custodiaba a los tres muchachos, a la vez que le hacía gestos para que se diera prisa.

- Voy primero con el tipo duro, pero antes déjame que le recuerde quien manda aquí – respondió mientras tiraba a Carlos desde la furgoneta.

Carlos cayó sobre su rostro y su hombro a una superficie húmeda y dura, de tal manera que su capucha se levantó parcialmente, quedando su ojo derecho al descubierto. En el poco tiempo que tuvo antes de que le volvieran a colocar la capucha, solo atinó a ver la espalda de un hombre adulto que recriminaba a su agresor por lo que acababa de hacer, un espacio sombrío y las piernas de otras dos personas a escasos metros.

- ¡No seas estúpido, hijo!, aún no es el momento, debemos estar seguros – reprochó el adulto al joven Juan Montes, mientras colocaba la capucha de Carlos. - ¡Venga!, ahora bajemos a los otros dos con cuidado – dijo mientras ayudaba desde abajo a bajar a Diego y Jaime.

Una vez abajo, padre e hijo los hicieron arrodillarse y se posicionaron detrás de ellos. Los sollozos y jadeos de Jaime aumentaron exponencialmente al presentir la inminencia de los acontecimientos. Carlos, a pesar del cansancio y del dolor causado por las magulladuras tras la caída desde la furgoneta, realizó un último y desesperado intento por levantarse y huir, que se antojó inútil y hasta en cierto modo ridículo para los allí presentes. Y Diego, fiel a su idea y a la costumbre de salir siempre limpio de cualquier problema, mantuvo la calma, pues seguía confiando en que sus padres apareciesen en cualquier momento para salvarlo. 

Desde esa posición, los secuestradores procedieron a levantarles las capuchas. Sus pupilas necesitaron unos segundos para adaptarse a la luz de una sucia bombilla que colgaba de un cable sobre sus cabezas, pero una vez que recuperaron sus facultades visuales, pudieron ver de pie frente a ellos, dos siluetas femeninas. Una correspondía a una mujer adulta y la otra a una chica de no más de quince años. Ambas se abrazaban con fuerza y también ellas llevaban puestas unas capuchas, pero a diferencia de las que ellos habían portado durante el viaje, las suyas tenían unos orificios a la altura de los ojos que les permitían ver. Los tres se encontraban perplejos mirando desde abajo como las dos figuras los observaban fijamente.

- No tengas miedo, acércate y míralos bien – propuso Juan, mientras utilizaba su cuchillo para levantar con rabia el rostro de Carlos.

 - ¡Hija! ¿fueron ellos? - dijo entre lágrimas y con la voz quebrada Miguel Montes, un padre consumido por el dolor .

La niña dejó los brazos de su madre y se aproximó varios pasos hacia los tres muchachos. Los miró fijamente a los ojos, uno a uno, y se quitó la capucha. Los tres se quedaron petrificados al ver el rostro de la joven. Jaime dejó de llorar en ese mismo instante, pues ya no había un Dios a quien rogarle, Carlos agachó la cabeza resignado, entendió que esa batalla ya estaba perdida y Diego no pudo esquivar la condena de sus ojos, esta vez sus actos no quedarían impunes. Frente a ellos, ahora los miraba desde arriba Ana Montes, imponente, como una gigante, como una guerrera que podría aplastarlos como vulgares gusanos, como una niña, una simple e inocente niña, que a diferencia de ellos, tuvo que aprender día tras día, noche tras noche, a enfrentarse al más cruel y horrible de los miedos; al de nunca saber con certeza, quienes se ocultan verdaderamente, tras las capuchas de rostros humanos.


Héctor García Pérez, 1983 en Linares. España, reside actualmente en Avignon. Francia. Fisioterapeuta de profesión. Ganador del 1er certamen “Mi abuelo y yo” en la categoría narrativa, organizado por el centro Centenario Pergamino con la obra Mi gran árbol blanco. Finalista del XXV Premio de Relato Entre Libros, con el relato Una historia vikinga, en abril del 2022. Publicación del relato Bajo el aliento en el número 22 de la revista literaria Visor literaria. Publicación del relato El entierro del cobarde en el número de primavera del 2024 de la revista Type literaria. Finalista del XII Concurso Internacional “Versos en el aire”, con el poema Lo dejo, organizado por Diversidad literaria, en mayo de 2022. Finalista del XII y del XIV Certamen Poético Internacional Rima Jotabé, con los poemas ¡No culpes! Y El último aullido en marzo de 2023 y en marzo de 2025 respectivamente. IV Accésit en el III Certamen Internacional “Estrofa Julia”, con el poema Muerde la vida, en marzo de 2023. Publicación del poema La ignorancia del fuego, en la antología digital “Una biblioteca sin libros”, publicada por la editorial Opera Prima en diciembre de 2022. Publicación del poema Sin venir al caso, en el número 11 de la revista literaria Alborismos, en abril del 2023. Publicación de los poemas Vientos de guerra, El camino que frecuento, Pan y cerveza, El zumbido y Lo dejo en distintos números de la revista de creación literaria Caminante.

Correo electrónico: mekaxis@hotmail.com 


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