No es nada nuevo afirmar que el tiempo es la única esencia del ser humano, su metáfora y paradoja más definitoria. Que seamos tiempo, es ya un tópico. Eso es lo que explica, de otra forma no puede ser, la curiosa obsesión del hombre por darle una forma a esta sustancia que por definición es un inexorable y continuo fluir. Medir el tiempo fue la primera de las formas de la consciencia humana del sí mismo, y a partir del momento en que se creyó inventar la forma idónea —medir era siempre fragmentarlo— se selló la más básica de sus condiciones: una perdurabilidad. La búsqueda de controlar su paso devino en una confirmación de su realidad heracliteísta. Medir, en todo lo que el ser humano lleva experimentando desde Cistidio, es la confirmación de su inmensurabilidad. Poco importan los métodos y las formas de hacerlo, se confirma lo evidente: cuanto más perfeccionamos nuestros procedimientos de controlarlo, se nos escapa. Medir el tiempo es una ilusión que engendró una paradoja. Una paradoja que afectó colateralmente a quien supuestamente buscaba controlarlo.
El hombre deviene él mismo en una consecuencia de este “hallazgo” accidental: somos también la paradoja que implica el tiempo, una entidad que al buscar desesperadamente liberarse del peso del tiempo ha terminado en una presa fácil de su inexorabilidad. El hombre es solo la imagen del pobre hombre de la alegoría heracletiana que buscaba incansable y nietzscheanamente un eterno retorno, una forma para bañarse dos veces en el mismo pedazo de agua. Liberarse del tiempo devino una condena.
“¿Cuándo podría el hombre liberarse de la tiranía del tiempo” dijo el relojero a sí mismo, mientras ponía la última pieza. El maalem estaba en estas reflexiones y en otras, mientras arreglaba el calibre del reloj de un cliente. El aparato era antiquísimo y requería una atención especial. Estaba a punto de darse con la pieza que faltaba. Llevaba tres días intentando arreglarlo, pero en vano fueron sus esfuerzos. Las agujas seguían girando en levorrotación. Curiosa situación y aún lo era la historia que estaba detrás del desarreglo. Según el propietario, un hombre en los cuarenta años, sin previo aviso, un día, y sin dejar de subrayar la hora precisa —“nunca han estado tan precisas —repetía todo el tiempo-”— las agujas empezaron a girar en sentido antihorario. El cliente no se reparó tanto en el desajuste. Un reloj sirve para indicar la hora. Poco importa entonces si es levorrotatorio o dextrorrotatorio.
El desarreglo empezó a inquietar al cliente, cuando la anomalía dejó de ser un problema exclusivamente horológico. El hombre, asustado, se dio cuenta que esta irregularidad se apoderaba paulatinamente de otras “cosas” de su vida. Le habló al maalem de la extraña forma de la evolución del tiempo que en vez de progresar, retrocedía, de los acontecimientos cotidianos que empezaron a suceder inversamente, de su consciencia extraña del tiempo que deja de evolucionar, y de otras cosas extrañas más.
Al principio no le dio al asunto de las alteraciones gran importancia. Las atribuyó a los síntomas del síndrome de la edad mediana. A los cuarenta la vejez no está muy lejos, y entonces el curso de todas las cosas toma direcciones inesperadas. La noción del tiempo cambia también. No obstante, cuando el cliente se dio cuenta de que estaba retomando el curso de toda su vida con sus detalles los más aburridos antes que los más destacados, se asustó tanto. Algunos que ni se acordaba de que había vivido, resurgieron ante sí tan nítidos como si los viviera por primera vez. Por algo este maldito reloj más que medir el tiempo lo alteraba y lo invertía. El tiempo parecía retroceder mecánicamente. Era extraño vivir la vida sabiendo que el retorno es literal, y que inexorablemente caminamos hacia un “futuro” que ni es pasado ni presente. Al principio el cambio y las sensaciones de retroceso le parecían algo maravilloso: vivir sin necesidad de tiempo era tan grato como un experimento para liberarse del tiempo y su tiranía. Sin embargo, había también una promesa en todo esta forma de evolución del tiempo: la eternidad.
Los tres días que siguieron el hallazgo de las trascendencias de la evolución del tiempo, el cliente descubrió que no solo podía vivir eternamente, sino que también tenía la posibilidad de corregir el pasado y, retrocediendo, podía variar sus elecciones pretéritas. Podía así tener más de una vida, muchas en realidad. El cambio del curso de su vida era posible: un camino que en la vida anterior se mostró que era equivocado, una decisión errónea que le había atormentado, un paso mal calculado, etc. eran fácilmente borrados. Se deleitaba, durante infinitos y eternos tres días, viviendo las mil y una posibilidades de su vida… y también, lo descubrió al final de los tres incalculables días, el no-tiempo. Asustado, se dio cuenta que detrás de la aparente promesa de eternidad, había la condena de deshacerse del tiempo, de su inexorable continuidad y, coincidiendo con las reflexiones del maalem, deshacerse de la tiranía de su temporalidad. Era ya un dios, cuando decidió deshacerse del maldito reloj. Temía por su bien más custodiado, la moralidad, cuando lo vio por última vez en las manos del maalem.
Como la tradición canónica recomienda, como dice Cortázar, finales con “efecto de cierre” a toda narración breve, el autor interrumpió el relato del narrador y le impuso un final que nada tiene que ver con la historia del cuarenteno y el relojero. Según el tiránico autor, un escritor que creía en los poderes trascendentales de las palabras, ve en su relato una forma única para medir, sin su tiranía y su inexorabilidad, el tiempo. Le puso un final abrupto: horologium para los latinos era narrar el tiempo antes que instrumento o medio para medirlo. Escribir es medir el tiempo.
El engreído autor se olvidó de matizar sus palabras: escribir en contra la rotación de las manecillas de la lengua materna es una curiosa forma de medir el tiempo…
Ahmed Balghzal (Hechtouka, Azemour, 1983). Licenciado en Letras por la Universidad Mohamed V de Rabat, y Diplôme d’Étude Superior Approfondie (DESA) por la Universidad Sidi Mohamed Ben Abdellah de Fez.
Desde 2006 imparte clases de ELE (Español como Lengua Extranjera) en la ciudad de Afourer, Azilal (Región de Beni Mellal Khnifra). En 2021 defendió su tesis doctoral en la Universidad Mohamed V de Rabat.
Magnífica creación. Da para reflexionar detenidamente sobre el tiempo y el transcurso de la vida. Gracias mil
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