Los humanos se sirven de Arecibo para buscar vida inteligente extraterrestre. Su deseo de lograr un contacto es de tal magnitud que han creado una oreja capaz de oír lo que pasa en la otra punta del universo. Pero mis compañeros papagayos y yo estamos aquí. ¿Por qué no les interesa escuchar nuestras voces?
Somos una especie no humana capaz de comunicarnos con ellos. ¿Acaso no somos exactamente lo que los humanos están buscando?
El universo es tan vasto que sin duda tiene que haber surgido vida inteligente muchas veces. El universo es, además, tan antiguo que a una especie tecnológica podría haberle dado tiempo incluso a llenar la galaxia. Sin embargo, no hay señales de vida en ninguna parte salvo en la Tierra. Los humanos llaman a esto la paradoja de Fermi.
Una solución propuesta a la paradoja de Fermi es que las especies inteligentes tratan activamente de ocultar su presencia para evitar convertirse en el objetivo de invasores hostiles.
Como miembro de una especie que los humanos han conducido a la casi total extinción, puedo atestiguar que es una estrategia astuta.
Tiene sentido quedarse en silencio y evitar llamar la atención. La paradoja de Fermi se conoce a veces como el Gran Silencio. El universo debería ser una cacofonía de voces y, sin embargo, está desconcertantemente silencioso.
Algunos humanos teorizan que las especies inteligentes se extinguieron antes de lograr expandirse por el espacio exterior. Si
están en lo cierto, entonces la calma del firmamento nocturno es el silencio de un cementerio.
Hace cientos de años, mi familia era tan abundante que el bosque Río Abajo retumbaba con nuestras voces. Ahora prácticamente hemos desaparecido. Pronto esta selva quedará tan silenciosa como el resto del universo.
Hubo una vez un papagayo gris africano llamado Alex. Era famoso por sus capacidades cognitivas. Famoso entre los humanos, me refiero.
Una investigadora humana llamada Irene Pepperberg se pasó treinta años estudiando a Alex. Descubrió que éste no sólo sabía palabras para nombrar formas y colores, sino que realmente comprendía los conceptos de forma y color.
Muchos científicos fueron escépticos ante la posibilidad de que el ave captara conceptos abstractos. A los humanos les gusta pensar que son únicos. Pero al final Pepperberg los convenció de que Alex no se limitaba a repetir palabras, sino que comprendía lo que estaba diciendo.
De todos mis primos, Alex fue el que estuvo más cerca de ser tomado en serio como interlocutor por parte de los humanos.
Alex murió repentinamente, cuando era relativamente joven. La tarde antes de morir, Alex le dijo a Pepperberg: «Tú es buena. Te quiero».
Si los humanos buscan un contacto con una inteligencia no humana, ¿qué más pueden pedir?
Cada papagayo tiene un canto único que utiliza para identificarse; los biólogos se refieren a esto como el «canto de cortejo» de los papagayos.
En 1974, los astrónomos usaron Arecibo para emitir un mensaje al espacio exterior que pretendía poner de manifiesto la inteligencia humana. Aquél fue el canto de cortejo de la
humanidad.
En la naturaleza, los papagayos se dirigen unos a otros por el nombre. Un ave imita el canto de cortejo de otra para llamar su atención.
Si los humanos detectan algún día que el mensaje de Arecibo llega devuelto a la Tierra sabrán que alguien intenta captar su atención.
Los papagayos somos aprendices vocálicos: podemos aprender a hacer nuevos sonidos una vez los hemos oído. Es una habilidad que pocos animales poseen. Un perro puede llegar a entender docenas de órdenes, pero nunca será capaz más que de ladrar.
Los humanos también son aprendices vocálicos. Tenemos eso en común. De manera que los humanos y los papagayos comparten una relación especial con el sonido. No nos limitamos a pegar chillidos. Pronunciamos. Enunciamos.
Quizá por eso los humanos construyeron Arecibo de esa manera. Un receptor no tiene por qué ser un transmisor, pero Arecibo es ambas cosas. Es una oreja para escuchar y una boca para hablar.
Los humanos llevan conviviendo con los papagayos miles de años y sólo en los últimos tiempos se han planteado la posibilidad de que seamos inteligentes.
Supongo que no es culpa suya. Nosotros los papagayos pensábamos que los humanos eran brillantes. Cuesta encontrarle sentido a un comportamiento tan diferente del de uno mismo.
Pero los papagayos son más parecidos a los humanos de lo que cualquier especie extraterrestre lo será, y los humanos pueden observarnos más de cerca; pueden mirarnos a los ojos. ¿Cómo esperan reconocer una inteligencia alienígena si no son capaces más que de escuchar a hurtadillas a centenares de años luz de distancia?
No es ninguna coincidencia que «aspiración» signifique al mismo tiempo tener esperanza y el acto de respirar.
Cuando hablamos, usamos el aliento de nuestros pulmones para darle a nuestros pensamientos una forma física. Los sonidos que emitimos son simultáneamente nuestras intenciones y nuestra fuerza vital.
Hablo, luego soy. Los aprendices vocálicos, como los papagayos y los humanos, somos tal vez los únicos que comprendemos del todo la verdad que hay en esto.
Dar forma a los sonidos con la boca tiene algo placentero. Es tan primario y visceral que, a lo largo de la historia, los humanos han considerado esta actividad una senda hacia lo divino.
Los místicos pitagóricos creían que las vocales representaban la música de las esferas, y salmodiaban para extraer poder de ellas.
Los cristianos pentecostales creen que cuando hacen uso de lo que llaman «don de lenguas»
están hablando el idioma que emplean los ángeles en el cielo.
Los brahmanes creen que al recitar mantras refuerzan los ladrillos que construyen la realidad. Sólo una especie de aprendices vocálicos atribuiría tanta importancia al sonido en sus mitologías. Nosotros los papagayos sabemos valorarlo.
Según la mitología hindú, el universo fue creado con un sonido: «om». Es una sílaba que contiene en su interior todo lo que siempre fue y ha sido.
Cuando el telescopio Arecibo se orienta hacia el espacio entre las estrellas, oye un leve canturreo.
A esto, los astrónomos lo llaman el fondo de microondas cósmico. Es la radiación residual del Big Bang, la explosión que creó el universo hace catorce mil millones de años.
Pero también podemos considerarla como una reverberación apenas audible de aquel «om» original. Esa sílaba era tan
retumbante que el cielo nocturno seguirá vibrando mientras dure el universo.
Cuando Arecibo no está escuchando otra cosa, escucha la voz de la creación.
Nosotros los papagayos portorriqueños tenemos nuestros propios mitos. Son más simples que la mitología humana, pero yo creo que a los humanos les agradarían.
Ay, nuestros mitos se están perdiendo a medida que mi especie desaparece. Dudo que los humanos lleguen a descifrar nuestro idioma antes de que nos hayamos esfumado.
De modo que la extinción de mi especie no sólo supone la pérdida de un grupo de aves. Significa también la desaparición de nuestro idioma, nuestros rituales, nuestras tradiciones. Significa el silenciamiento de nuestra voz.
La actividad humana ha llevado a mi especie al borde de la extinción, pero no los culpo por ello. No lo hicieron con mala intención. Simplemente no estaban prestando atención.
Y los humanos crean mitos tan hermosos; menuda imaginación. Quizá por eso sus aspiraciones son tan inmensas. Mirad Arecibo. Cualquier especie capaz de construir algo así ha de poseer grandeza interior.
Seguramente mi especie no durará mucho más aquí; es probable que muramos antes de tiempo y nos adentremos en el Gran Silencio. Pero antes de marcharnos estamos enviando un mensaje a la humanidad. Sólo esperamos que el telescopio de Arecibo posibilite su escucha.
El mensaje es:
Sois buenos. Os queremos.
*Texto perteneciente al libro 'Exhalación' de Ted Chiang (fragmento).
Ted Chiang (nacido en 1967) es un escritor estadounidense de ficción especulativa. Su nombre chino es Chiang Feng-nan (姜峯楠). Sus trabajos de ficción breve le han supuesto cuatro premios Hugo y cuatro premios Nébula, además de otros prestigiosos premios de dicho género.
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