"Un relato de Guillermo Martínez Collado: 'Xixón Tatoo' desde Ribadesella"

Me encantan los tatuadores de Gijón, los del estudio de Xixón Tatoo. La ropa que visten, sus coches y sus novias. Recuerdo el impacto que me causaron la primera vez que los vi. Pantalones chinos de color caqui, un poco anchos. Camisetas de Trasher y de Loreak Mendian. Zapatillas Vans de color negro. Gorras estilo béisbol con el frontal de color blanco. Iban en coches Mini Cooper pintados en mate. En los maleteros un montón de skates que no dudaban en bajar a la mínima ocasión para hacer trucos imposibles. Los brazos totalmente pintados con los tatus más guays que puedas imaginar. Y las chicas no es que fueran guapas solamente, es que tenían algo. Podía ser un piercing en un sitio imposible, el estilo de fumar o la manera de expresarse. Buah, como me encanta esa gente, tío. 
Después de ese primer encuentro corrí al centro comercial. Me pulí los billetes en comprar la ropa más parecida a la que les había visto a ellos. Cuando llegué a casa me puse todo el conjunto y salí a la calle. Al pasar por delante de un escaparate vi mi reflejo. No era lo mismo, no me quedaba igual de bien. Parecía un tipo disfrazado en carnaval. Así que fui a casa y bueno, me puse el chándal de siempre y una camiseta de fútbol. 

Por supuesto yo estoy fuera de su ámbito social, para ellos soy invisible. Solo coincidimos cuando quedan con mi primo Rulo, pero dudo que para ellos sea muy diferente de esa farola o de ese banco del parque. 
Rulo es como un padre para mí, al de verdad no lo conozco. Mis primos siempre me trataron como uno más en su casa. Cuando alguien se metía conmigo en el cole y me decía que mi madre era una borracha o una fulana o me daban una hostia, ellos aparecían para finiquitar el problema a base de guantazos. Y el que más me defendía era Rulo. Así que ahora le ayudo en todo lo que puedo. 
Por las mañanas trabaja en un taller de pintura de coches, en Porceyo. Se tira unas horas con el mono de trabajo. Pero la principal fuente de sus ingresos viene de sus tejemanejes con sustancias recreativas. Puede conseguirte lo que quieras, a cualquier hora. Con el tiempo ha conseguido una cartera guay de clientes. Nada de peña que va al menudeo. Son gente de pasta que ha ido conociendo en el taller. Conducen BMW, Touareg o Range Rover. 

Los tatuadores de Gijón son buenos compradores. Todos los meses tienen alguna fiestecita a la que acudir, algún sarao al que los invitan. Porque son muy guays, todo el mundo quiere tenerlos cerca. Y siempre llaman a Rulo para surtirse bien. Cápsulas de MDMA, perico y pastis es el menú que le suelen encargar.
Es jueves por la noche y estoy acabando de arreglar una segadora. Trabajo para un tipo del pueblo que tiene una concesión de venta de maquinaria agrícola. Yo me encargo de reparar los cacharros que se estropean. En la radio tengo sintonizada RockLatinoFM, mi emisora favorita. Suena Maná y luego Juanes. Ojalá pongan a Estopa, que es mi grupo favorito. Cuando escucho el teléfono y veo el nombre de mi primo corro a descolgar.
-¿Si?
-Gordo, ¿estás libre mañana por la noche?
-Si.
-Perfect, tengo que ir a una fiesta a la ciudad a ver a tus tatuadores favoritos. Me harías un favor si me acompañas. 
-Ok.

Cuelgo con una sonrisa en los labios. A veces lamento no ser más hablador con mi primo. Siempre dice que soy parco en palabras. Un día busqué en Google el significado de esa palabra. Me gustó lo que ponía. Escaso aunque suficiente para producir cierto efecto. Supongo que ese soy yo, escaso aunque suficiente. 
Me mola mucho que me avise para esos trabajitos. En realidad sé que lo hace porque le da miedo ir solo cuando lleva tanto material encima. Con los años dupliqué mi tamaño, ahora no es como en el colegio, así que a veces me lleva a los sitios como gorila. Lo normal es que no suceda nada, aunque una vez nos sacaron unas navajas en Villaviciosa y rompimos algún jeto que otro. Y en otra ocasión nos siguieron unos chavales en moto tras una venta en Luanco. Tuvimos que bajarnos en una gasolinera chapada que hay a la altura de La Camocha. Parecía el escenario de una película de terror. Cogí una tubería y machaqué a los motoristas antes de que pudieran reaccionar. Resultaron ser unos chavalillos, dudo que tuvieran más de quince o dieciséis. Los lanzamos a un vertedero y salimos de allí a toda leche. Nunca apareció nada en la prensa. Borrón y cuenta nueva.
El viernes acabo de trabajar un poco antes. Voy a casa a pegarme una ducha y me paso la máquina de afeitar por la cabeza y por la cara. Me corto las uñas y me echo desodorante Axe, el del anuncio ese de marcar el camino. Miro con cariño la ropa chula aquella que compré. La deposito en el fondo del armario y cojo el pantalón de chándal y la camiseta del Ajax de Amsterdam y bajo a la ciudad en mi scooter. Aparco al lado del Molinón y mi primo pasa a recogerme en su C3. Qué grande el Rulo. Sigue con el coche de siempre para no dar el cante. Podría comprarse un puto Impreza o un TT. Un tío listo, lo adoro. Me abrocho el cinturón y arrancamos sin decir esta boca es mía. En la radio suena un tema de house.

Ponemos dirección a Somió y a la mitad de la subida gira hacia la izquierda. Consulta un par de veces el GPS hasta dar con el Chalet. Afuera hay un montón de coches aparcados. Al apagar el motor se escucha la música que sale de la propiedad. Nos bajamos, mi primo me lanza la mochila y yo me la pongo sin protestar.
-Ahí dentro, calladito. Esto es un trabajo fácil. Les damos la mandanga, estamos cinco minutos por educación, cogemos la pasta y nos largamos.
-Ok.
-Y nada de ponerte pesado con esa peña. Sé lo que te molan esos tatuadores. Disfruta, pero no me pongas en evidencia. 
-De acuerdo. 
Rulo me mira fijamente, me da dos palmadas en la cara y se gira para picar al timbre. La cámara de seguridad nos apunta, unos segundos después el portón se abre y pasamos al interior. Me acuerdo de lo que siempre me dice mi primo y cierro nada más pasar. No hay que olvidarse de cerrar las puertas detrás de ti.

Hay un montón de gente en el jardín. Un tipo prepara hamburguesas en una barbacoa enorme. Lo ayuda otro personaje con delantal que trocea pan y queso y monta los snacks. En una esquina hay un equipo de música con amplis, mesa de DJ y dos altavoces. Suenan canciones de rock y de música electrónica. Debajo de un cenador una mujer hace pequeños tatuajes gratis a quien quiera animarse. En la piscina, que es gigante, hay una multitud nadando y bebiendo cerveza con muy poca ropa. Una pequeña zona asfaltada delante del garaje sirve como improvisada cancha de baloncesto, donde unos tíos echan un partido mientras fuman algo de hierba. Son los chicos de Xixón Tatoo. Mi primo los saluda y entramos a la casa. Pasamos al salón, desde donde una gran cristalera permite observar la fiesta como quien ve una serie de Netflix. Rulo me manda sacar las cosas de la mochila y ponerlas encima de la mesa. Saco las bolsitas azules. Son de esas que sirven para guardar productos en el congelador, con un sitio en blanco donde puedes escribir con rotulador. Solo que en vez de croquetas, pollo o merluza, pone Mitsubishi, coca o MDMA. Los ojos de los compradores se abren como platos, solo les falta ponerse a aplaudir. Mi primo saca la Tanita y lo pesa todo delante de los tatuadores. Está el de melena, que se llama Niki, el que siempre lleva la gorra de béisbol y uno con rasgos asiáticos que no para de sonreír. Los brazos llenos de calaveras, flores y animales salvajes.

-Ni de coña vamos a pagarte lo que dices.
El tipo de la gorra da un buen trago a su cerveza después soltar la frase. Rulo se queda de piedra, mira a los presentes sin entender nada. Estas ventas a gente de pasta no suelen suponer un problema.
-¿Cómo dices?
-Con la cantidad de mierda que compramos lo menos que podías hacer era dejarnos un precio decente. Si quieres un coche nuevo te lo puedes costear con los universitarios pijos o con los yuppies de las multinacionales. 
-Esto no es una negociación. Lo tomas o lo dejas.
El tío se levanta con evidente mal humor y el asiático quiere pararlo. Yo me adelanto y le planto un guantazo en la cara que me duele más que a él, porque es como pegar a una estrella de la tele. Se supone que es lo que debo hacer y tal. Todos se quedan mudos por un segundo esperando la reacción, cuando el tipo se empieza descojonar y después todos se ríen. Niki se pone en medio y le tiende la mano a mi primo.
-Vamos tíos. Hay que relajarse. Os pagamos lo que decís y ya está. Y para pasar página como es debido os invitamos a venir al festival. Tenemos un stand del organizador para hacer tatuajes. Vamos a pasarlo bien.
Rulo le da la mano. El tipo saca un montón de billetes de una maleta, los cuenta y me los da. Yo los vuelvo a contar, porque es mi trabajo, no es que desconfíe ni nada. Cuando veo que es el dinero acordado subo el pulgar, lo guardo y salimos a la zona de la barbacoa. Noto las miradas de mi pariente, que me indican que no está muy cómodo. Cogemos unas latas de coca cola y hablamos en voz baja.
-Nos tomamos algo por quedar bien y nos largamos. Estoy hasta la polla de estos tíos. Si quieres vete tú con ellos al festival, si tanto te molan.
-Vale.
Los tatuadores reparten la droga entre sus amigos sin tapujos. Es una fiestecilla privada y no sienten la necesidad de esconderse. Mi primo rechaza varias invitaciones porque cumple la regla de oro. Nada de meterse lo que vendes. Sí que fuma algo de hierba, lo que le permite interactuar con un grupo de chavales. Yo no consumo ni bebo alcohol. Mi droga es el saco de boxeo que hay en el taller y ver partidos de fútbol por la aplicación del teléfono. 
La peña tarda poco en estar eufórica y hacen planes para ir al festival. Organizan los coches y los conductores. Alguna tía con dos dedos de frente llama a los taxis y encarga una furgoneta de las grandes para las nueve. Niki nos busca a mi primo y a mí y nos lleva a la mesa donde hacen tatuajes a los invitados. 

-Sentaros por aquí. Os voy a regalar unos tatus. ¿Qué os gustaría?
Mi primo, que es alérgico a las agujas, empieza a sudar en frío. Pero no quiere quedar mal, así que le pide que le haga su propio nombre, Rulo. El tío se descojona. Le hace unas letras bien guapas. Dibuja sin plantilla ni nada. En sus brazos se ven dioses de la antigua Grecia, una ballena y formas geométricas. Sus mandíbulas se apretujan como prueba evidente de que ha estado esnifando unas lonchas. Aún así no pierde ese toque molón. 
-Hecho. Espero que te guste.
Rulo se levanta pálido y se mira el brazo. Se nota encantado con el resultado. Empieza a parlotear con Niki cuando el tipo de la gorra coge la máquina y me mira.
-A ti te voy a tatuar yo, bola de sebo. Para zanjar nuestras tiranteces, ¿te parece?
Hago que si con la cabeza y me siento. Estoy tan emocionado que me apetece gritar. El tío me pregunta qué me gustaría. 
-Lo que tú quieras. 
Se ríe y me manda quitarme la camiseta. Sus pupilas están dilatadas a causa de los estupefacientes. Empieza a pincharme con la máquina en la parte alta de mi espalda. La sensación es extraña. Es un dolor que se aguanta bien, aunque por momentos parece un cuchillo clavándose en la piel. Las chicas de los piercings están sentadas en la misma mesa y hablan a mil por hora mientras fuman un peta.
-Quiero decir, los ochenta aportaron la comercialización de la música, el boom de la industria. Fue la década de las grandes estrellas si hablamos de ventas. Pero, ¿en cuestión de calidad? Mucho mejor los noventa.
-No estoy de acuerdo para nada. Los ochenta fueron mejores a cualquier década. Dime quién mejora a Michael Jackson, Prince o Madonna.
-No tienes ni puta idea. La década del rap, la música electrónica, el noise o el grunge. Los putos noventa. Pregúntale al grandullote al que están tatuando. Tiene toda la pinta de pensar como yo.

Las chicas y otro grupo de personas se me quedan mirando. El ruido de la máquina de tatuar no cesa. La tía que tengo más cerca abre sus brazos y pregunta.
-¿Y bien? ¿Qué decada te parece mejor?
Una gota de sudor cae por mi cabeza totalmente rapada. 
-¿De qué año es Estopa?
La peña se descojona como si hubiera contado el mejor chiste del mundo. Las chicas me señalan con el dedo. En sus brazos Hello Kitty, serpientes enroscadas en flores y olas japonesas. A lo lejos, mi primo me mira con cara de no entender nada. El tío de la gorra me da dos palmadas en la espalda y me manda levantarme.
-Está listo, paleto. Puedes ir a ver si te gusta.
Me levanto despacio por miedo a marearme y pongo rumbo a la casa. Llevo la camiseta del Ajax en las manos. Me da un poco de vergüenza porque no tengo el pecho depilado. Entro al cuarto de baño y pongo el pestillo. Busco un espejo de mano y trato de encontrar una postura en la que pueda ver el tatuaje. Ese punto de la espalda me arde. Logro verlo en seguida. Es un cerdo y debajo unas palabras que no logro leer. Siento ganas de darles a todos una paliza e incendiar la casa, pero lo que hago es romper mi teléfono a golpes y salgo por la ventana. Me dirijo a la parte delantera de la casa y salto la verja. Echo a andar por la carretera y me desvío por un camino de tierra. Pongo rumbo al pueblo esperando que nadie me encuentre. Cuando llego a casa busco la ropa que me compré, aquella tan molona. Salgo al patio y la tiro al suelo. Le echo alcohol, arrimo una cerilla y veo como se que quema y se va consumiendo. Pienso que es una pena, porque le quedaría genial a alguno de los tatuadores de Gijón.



Guillermo Martínez Collado, Madrid, 1983. Estudió en la Universidad de Oviedo sin llegar a licenciarse. Sus relatos pueden leerse en antologías de certámenes como el Antonio Trueba del año 2021, o los de la Biblioteca de Almería y Certamen Internacional Cuando Puedas en el 2022. También ha publicado en revistas literarias, tales como Almiar, El Coloquio de los Perros o Herederos del Kaos.

📚Lee otros textos de Guillermo Martínez (en Herederos del Kaos): Serpientes de ríoBilly Bob 

Foto de Brett Sayles (pexels) public domain. 

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