Me resulta inevitable escribir. Fluye la tinta como fluye el Paraná (incontenible) a la vera de mi ciudad, Rosario, urbe de poetas (que son un poco músicos) y de músicos (que son un poco poetas). Sé que en cada momento se escriben millones de páginas (tantas más deslumbrantes de lo que nunca alcanzaré). Pero yo igual ocupo mi lugar frente a la hoja en blanco y me esfuerzo en mi poema. Y cuando me parece que ha logrado cierta completud (efímera, evanescente, perfectible) lo envío al mundo para que siga su propia vida. Mi palabra se dispersa y se realiza. El mundo no se va a detener. La literatura mucho menos. Luego vuelvo a la tarea y nace otro poema.
1-Quisierael poder hermoso e inútilde la clarividencia.Me descalzaríay bajaríalas escaleras.Tocaría tu puertapara advertirte de los riesgosde tu desmesura.Sé que no me creerías.Volvería a mi ventanapara verte salir hacia el cumplimientode tu destino.Sonreiría.2-Mis lágrimas caen como una maldiciónen el ajedrezado patio interior del edificio.(¿Maldiciones!Ese peligroso gasto de energía.Se sabe: en general no van más alláde los labiosde quienes las profieren. Ysi funcionanse vuelven en contra.Las evito). A nadie le importanmis lágrimas. Y menos que a nadie,a la gallina negra quetrajo la enfermedad y la locuraa la casa. Que conste que nola maldigo, ya no, peroenfrío su nombre.¿Lo intuye? ¿Una lágrima heladase agita detrás de su mirada glacial?Mejor obviar este desatinoy concentrarse en el deseo.(¿Qué tampoco se cumple o se hace contra?)
Foto de ALTEREDSNAPS: pexels-public domain.
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