«Acá o allá», un relato del escritor argentino Juan Luis Henares

Decidí que hoy no es día para quedarme en casa; con el pocillo de café en la mano observo desde el comedor a los transeúntes saltar de la acera al pavimento con el propósito de no aterrizar en los charcos que se abarrotan junto a los cordones. Siempre disfruté deambular en la calle durante las jornadas lluviosas: el aroma a tierra mojada, las piruetas al resbalar sobre los adoquines —si sos ducho con el paraguas conseguís equilibrarte, tal acróbata de circo ante el griterío de un público que, en su interior, ansía verlo caer—, los autos que pisan los pozos y bañan a las personas, estas que se acuerdan de las madres de los conductores —nunca de los padres—, y de las hermanas, las tías y las abuelas. El noticiero de LT10 da la hora ocho y treinta. De inmediato escucho un estrepitoso sonido; el rayo debe haber caído muy cerca pues el ruido ensordece, tanto que siento un dolor en la cabeza y de repente todo se vuelve oscuridad.  
Mi mujer se fue temprano a trabajar, tengo la mañana libre, así que me pongo el piloto —también las botas— y salgo a pasear; una buena caminata matinal facilita la digestión finalizado el desayuno. La llovizna es persistente; a los pocos metros me coloco la capucha, no sea que a mi edad, en breve sesenta, me engripe. Si bien vagar por el barrio me encanta, aún más aprecio el anonimato que te otorga hacerlo en el centro de la ciudad; la muchedumbre que circula te convierte en uno entre miles, y no sentís la obligación de conversar con el almacenero de la esquina que te pregunta cómo pasaste la tormentosa noche o responderle a la dueña del chalet con tejas moradas que invariable informa a los vecinos, mas no a las vecinas, que dormir sin compañía con este temporal le causa pánico. Al llegar aprovecho a trasladarme pegado a las paredes, de modo que los toldos me protejan; cualquiera diría que estoy loco: me encanta andar bajo el chubasco, pero trato de evitar mojarme. ¿En qué quedamos?   
En una tienda de calzados deportivos un par de zapatillas Topper de lona negra me transporta a mi adolescencia de basquetbolista; solía usarlas con medias blancas que se extendían hasta mis rodillas. Al darme vuelta la veo en la vereda de enfrente: Diana, mi compañera de escuela secundaria. Intento cruzar, el semáforo pasa a verde y retrocedo para no ser arrollado por los coches que simulan largar las 24 Horas de Le Mans. Cuando al fin lo hago es demasiado tarde, aunque examino los alrededores no encuentro su rastro. La brusca acelerada de un motor atrae mi curiosidad; en la ventanilla trasera del colectivo que se aleja dos brazos se agitan y forman graciosas figuras: es ella que desea llamar mi atención. Me sorprende, solo atino a insinuarle una leve sonrisa. La recuerdo como si estuviera frente a mí: ojos claros, dulce tono, su cola que parecía querer escapar del jean. ¿Cuánto hace que no charlamos? Lamento no haber podido alcanzarla, saber de su vida, ¿te jubilaste? ¿Tus hijos se recibieron? ¿Algún nieto? Seguro no faltará oportunidad, tendré que venir más seguido a este sitio. 
Me dirijo al viejo colegio, melancólico admiro su fachada. Debajo de la puerta de madera Panchito, profesor de Matemática famoso por sus aplazos, desciende los escalones entretanto asegura las correas de su portafolio marrón de cuero; a la vez Nito y Moncho me saludan apoyados en la baranda del pasillo de la planta alta. La nostalgia me juega una mala pasada: todos ellos han fallecido. Marcho hacia el parque, las flores violetas de los jacarandás cubren las baldosas y patino al pisarlas; su perfume invade la escena. En lo alto de las barrancas, la vista del río Paraná es majestuosa; me fascina el paisaje, las islas apenas se distinguen ocultas tras la cortina de agua. Es indudable que el mundo se ve más bello con lluvia. Me acuerdo de Panchito, Nito, Moncho… Y de Diana. De pronto un antiguo diálogo con Tito, amigo en común, acude a mi memoria: con lágrimas me contó que Diana había muerto. ¿Pero si recién la encontré? ¿Qué es lo que me sucede? Una cosa es imaginar personas, sin embargo otra distinta es buscarlas en medio de la multitud y que te hagan morisquetas desde un ómnibus. Turbado retorno. Unos pibes chapotean descalzos y con sus pies construyen cataratas junto al cordón; evoco mi infancia, entretenidos me ignoran. Recorro las vidrieras; finjo contemplarlas y me doy un descanso para pensar tranquilo. En la librería Andrea hojea libros de Geografía; levanta la vista y me obsequia un guiño. En el local contiguo, la casa de hobbies, Pablo estudia un tractor soviético de posguerra en miniatura, mientras el Guillo se divierte con un rojo biplano alemán y Alejandro sopesa las piezas de un añejo ajedrez tallado en madera. Andrea, Pablo, Guillo y Alejandro murieron años atrás. Salteo la óptica e ingreso a la juguetería, donde un señor treintañero le comenta a su esposa que le regalarán ese costoso Torino marca Buby a su hijo; al percibir mi presencia giran y noto que son mis padres. Quisiera abrazarlos, mas sé que es una fantasía pues ellos no se encuentran entre nosotros. 
Me retiro sin poder comprender lo que sucede; la llovizna continúa, sin rumbo camino confundido, mi cuerpo se mueve automático, los pensamientos giran en mi cerebro y no los puedo frenar ni ordenar las ideas. Una mujer sale a las corridas del bazar y me golpea con su paraguas; sin detenerse me pide disculpas, no le contesto. Choco contra el último ubicado en la cola de la municipalidad; ignoro sus reclamos y voy a la plaza. Busco un lugar, no obstante los bancos están mojados. Localizo debajo del ombú uno que se mantiene seco, me abalanzo antes que alguien lo descubra. Apesadumbrado no hallo respuestas, hasta que su voz interrumpe mis reflexiones.  
—¡Estimado amigo! —Es Gustavo, inconfundible, mi profesor de filosofía en la universidad—. Cuénteme qué le sucede, lo noto cabizbajo. 
Se sienta a mi lado, el aguacero se desata con mayor intensidad. Le comento mi desconcierto: hoy me topé con personas que marcaron mi vida pero que ya no habitan este mundo. 
—Incluido vos Gustavo —le susurro al oído.
Replica que no están muertos, que su materia ronda por el universo en un tiempo y espacio diferente, en otra dimensión a la cual los que aún vivimos en esta no somos capaces de acceder. 
—¿Y por qué yo puedo verlos? —consulto desorientado.
Me mira en silencio.
—¿Y cómo sé que vos sos vos? —lo interrogo a quemarropa.
—Buen día buen día —manifiesta con alegría.
Es la expresión que utilizaba en clase cuando algún estudiante no entendía sus explicaciones. Era su manera de decir: empecemos de cero.
—Sos vos Gustavo.
—¿Prosigo? —sus dichos atraviesan el bochinche de la tormenta—. Hegel, Heidegger, Husserl, Horkheimer, Habermas… ¿y después quién llegó?
Me río: cinco filósofos cuyos apellidos comienzan con hache. Como el mío se inicia con la misma letra, al igual que lo hago ahora acostumbraba contestarle: 
—Luego llegó el sexto, que con suerte logra interpretar a Marx.
Satisfechos observamos el agua caer, los pinos que danzan al compás de la música del viento, los rayos que iluminan el negro horizonte. 
Rompo la calma:
—Te reitero, ¿por qué yo puedo verte?
Me pide que lo acompañe; en silencio nos alejamos de las calles céntricas, aunque presiento que no es necesario emitir palabra alguna. Ya no me preocupa el diluvio que empapa mis ropas. Cuadras más adelante me indica que arribamos, es la entrada al cementerio; en la puerta me esperan mis padres, tíos y abuelos, Diana, Panchito, Nito, Moncho, Andrea, Pablo, Guillo, Alejandro… Mamá estira sus brazos y papá sonríe. Me requieren, los extraño, titubeo.
Gustavo me interpela:
—¿Acá o allá? La decisión es tuya. 
Me pregunto, ¿cuántos momentos soñados conseguiría vivir? ¿Cuántas frases censuradas en el pasado podría pronunciar? ¿Y dudas disipar? Pienso también en mi mujer y mis hijos, en la lluvia y el café, el trueno que me aturde, el dolor insoportable en la cabeza, la oscuridad que regresa, el frío del piso, los vidrios del pocillo, mi cabello impregnado por el líquido esparcido, LT10 que anuncia las noticias de las nueve, mis extremidades derechas paralizadas y la mano izquierda que torpe tantea en busca del teléfono, maldigo ser diestro y no zurdo, el anhelado roce del metal del celular, mis dedos vacilantes que presionan el nueve y dos veces el uno. 


Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, República Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004 obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Ensayos Memoria y Dictadura. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, Cuba, Bolivia, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. Libros: Lápiz clandestino (2018) y Crónicas subterráneas (2021).

Fotografía de Michał Parzuchowski (en Unsplash). Public domain.


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