«En verde, en oscuridad, en carnes», un cuento de Oswaldo Trejo

«En verde, en oscuridad, en carnes», un cuento de Oswaldo Trejo
Fotografía: Vasco Szinetar

El relato "En verde, en oscuridad, en carnes" de Oswaldo Trejo cuenta la historia de Irene Loredo, una mujer que recibe la visita de un joven llamado Luciano Monedero en su nuevo apartamento. Luciano comenta su deseo de conocer el apartamento de Irene y ella acepta, aunque no esperaba que la visita fuera en ese momento. Mientras están en el balcón, ven a una mujer vestida de amarillo en un edificio de enfrente, y Luciano se sorprende al verla. Irene le cuenta sobre Verónica Puma, una mujer que se asoma a la ventana de su apartamento con frecuencia para observar a los hombres que la visitan.
El relato es una muestra de la prosa poética y la habilidad del autor para crear atmósferas y personajes vívidos, una experimentación lingüística única.



En verde, en oscuridad, en carnes

Semejante al saludo de los escasos conocidos que pasaron, a los sucesos que de tanto repetirse pierden toda significación para las calles, dijo:
-Iré a visitarte. Quiero conocer tu apartamento. Soltándole la mano, agregó en voz baja:

-Y para estar contigo, naturalmente...

Irene Loredo escuchó el anuncio con dejo parecido al de las manos y los pasos en la comunicación con las voces, los movimientos y el mutuo decirse de las esquinas y los ruidos, sumida en la calle tumultuosa.

No creyó que la pequeña confianza alojada en la conversación de aquella tarde creciera tanto como para empujarlo hasta su puerta ni que llegara en un momento de arreglos en el apartamento, con los materos apenas colocados en el balcón.

Lo había olvidado. Con quehaceres por delante, Irene no tenía deseos ni de hablar.

-¡Cómo encandila ese color, allá!

La mujer ocupaba su ventana, en los edificios de enfrente. El amarillo del vestido no justificaba la aseveración del visitante ni el haber tumbado el matero al apartarse bruscamente del balcón.

-¡Claro, Irene... cómo puedes verlo si acaba de irse el sol!

Extrañó el proceder y deseo de ocultarse. Quizás no fuera como otros jóvenes que, después de la primera visita, se quitaban la camisa y salían al balcón donde terminaba por hacerte señas a la mujer en sus apariciones en verde, en oscuridad o hasta en carnes, al fondo de la ventana. A veces, era apenas una mancha de color que cambiaba de posición para contemplar los torsos desnudos y las cabezas hermosas de los amigos de Irene Loredo. Con las facciones perdidas en lo lejos, ninguno había precisado si era vieja o mujer nueva la que tanto curioseaba. Irene sabía, por voz de un adolescente, que se llamaba Verónica Puma; que se habla hecho una historia —166→ del apartamento al percatarse del sentido que encerraba el caer de las persianas en la sala y dormitorio, seguido de la oscuridad en las ventanas; que clasificaba los muchachos, de nuevos en el apartamento; los vestidos, como de la ciudad, los atléticos; de forasteros, los blancos y raquíticos; de viejos, los que pasaban directamente al dormitorio sin detenerse en el balcón; como socios o antiguos amigos de Irene, los que se sentaban a la mesa, con ella.

-¿Hay aquí gente?

Irene dio un vistazo a la quema de basuras en el patio común de los edificios, donde había ropa tendida y animales domésticos. Anochecía sobre los muros, y los interiores de algunos apartamentos estaban ya iluminados. Verónica Puma había desaparecido de la ventana, melancólica de sombras arriba de los árboles y de la calle ciega con perros y sirvientas. En el dormitorio de Irene se repitieron las voces de los pintores por las cuales acababa de preguntar... Salazar. Aclaró:

-Ningún Salazar, Irene... Me llamo Luciano Monedero.

Movía el líquido en el vaso con igual persistencia a la que ambos tenían por conocerse. En la música del tocadiscos se hundía la insistencia y dejaba los gestos como raros insectos extraviados, girando en torno a las palabras un tanto ajenas a sus vidas, amistando.

-¿Se marcharán pronto? Como no dispongo de tiempo, salgo al terminar de tomarme esto.

El pintor y el ayudante pasaron varias veces hacia la cocina para dejar los periódicos manchados de tintas, las brochas y latas que se llevarían al día siguiente cuando volvieran para limpiar los pisos, colocar las lámparas y cobrar.

-Hay una rota. Es la del cuarto. Ya que se ha hecho esta limpieza sería bueno colocar una lámpara nueva. Si la señora quiere, yo mismo la traigo, mañana. Ahora... buenas noches...

-¿Solos?

Luciano medero pasó con Irene al dormitorio. Comprobó que el trabajo de los hombres no era bueno. Contrariamente al orden existente en la sala, donde el olor a pintura fresca era menos acentuado, encontró el cuarto inhabitable y con los muebles fuera de lugar.

-¿Para terminar cansado?

-Irene logró convencerlo de que debía ayudarla a colocar la cama, el escaparate, las mesitas y los cuadros.

-¡Uff, quedé cansado, Irene!

  —167→  
Con la vista puesta en la cama, Luciano no demoró en acostarse, largo a largo. Se inclinaba para tomar sorbos de la bebida que tenía en el vaso, renovada por segunda vez. Solamente se sentó para sacarse la camisa.

-¡Qué calor, Dios mío! Huele tan mal en este cuarto.

Irene miró el medallón de Luciano Monedero, con el signo de cáncer en una cara y una fecha en la otra. Sería la de su nacimiento. Le acarició el torso de piel suave, casi brillante, con abundantes vellos en el pecho, más negros y numerosos alrededor de las tetillas, el antebrazo y las muñecas.

-Me protege, Irene. Hasta ahora me ha protegido...

Luciano soltó el medallón que sostenía entre los dientes para protestar cuando las cosquillas de Irene lo obligaron a curvarse en la cama.

-¡Noooooo, Irene! Estos juegos te llevan al peligro. Como estos sí... ¡Aaaah, no te gustan! Creí que te gustarían. Y mi calor, Irene... ¿No te gusta mi calorcito?

Irene quiso liberarse de la inmovilidad en que la tenía. Sus carcajadas desaparecieron, lentamente, al adormecerse con el roce y la respiración de Luciano Monedero, sobre el cuello, las orejas y los hombros. Él la apartó para quitarse, con hábil movimiento y sin dejar la cama, los zapatos, los pantalones, los calcetines.

-La persiana no debe quedarse arriba. Dijiste que se llamaba Verónica Puma. Si reaparece en la ventana, puede vernos.

En momentos así Irene dejaba de correr la persiana para que Verónica, ahora ausente y sin embargo tan cercana, participara de los sucesos en el cuarto, de escasa claridad. Eran, a un tiempo, la venganza y la dádiva de Irene, cuando estaba con algún hombre. Los hartazgos de las pequeñas porciones que Verónica le hurtara de sus hambres la dejarían siempre insatisfecha. Estaba segura de que sin la posesión del macho, llamárase Luciano Monedero o de cualquier otra manera -a Irene le había ocurrido muchas veces-, Verónica tendría que partir de imágenes borrosas para inventarse muchos besos, ternuras y caricias, hasta adormecerse entre su propio abrazo. Tuvo efecto la razón de su silencio porque Verónica regresó a la ventana para encandilarlos en el cuarto con los tonos del deseo

Desde el cuarto de Irene era visible, allá, el sepia o la noche sobre el amarillo del vestido, de aquel vestido que por la tarde había hecho retroceder a Luciano, quebrando el matero al separarse del balcón. O sería rojo el deseo, como los rojos, los verdes y los azules de —168→ los muchos trajes de Verónica. A medio vestir, Irene hizo luz para que la mujer allá comenzara por modelar, desde su ventana, los instantes que la llevarían a morderse las manos hasta escupir sobre las paredes y las puertas, contemplando a Luciano Monedero en su desnudez sobre la cama.

-¡Carajo con ese olor... y tú jugando! Apagas esa luz o te golpeo.

Con rapidez, Luciano se cubrió totalmente con la colcha. Apenas sacaba la cabeza para exhalar el humo del cigarrillo hasta cuando se le ocurrió lanzar un zapato contra el techo para romper el bombillo que los iluminaba. En actitud de burla y, a la vez, de sacrificio, Irene se mantuvo junto a la pared con el vestido sobre los pechos, cayéndole en el vientre. Avanzó para meterse, también, debajo de la colcha que comenzó a preparar su fuga, a desplazar sus límites hasta quedar convertida en ignorado laberinto de formas estampadas y de líneas, fuera de la cama.

Sobre las paredes cayeron desvaídos los colores primarios de una luz-neón. Llegaron ruidos de la ciudad, música y voces de apartamentos vecinos. Irene hubiese querido permanecer prestada a la compenetración con los muebles, los muros, los reflejos; recortar los instantes y sus formas de morir para colgarlos del futuro, a ser poblado de hombres que viajarían por ella al igual que sobre los países, sin quedarse.

-Me voy porque este cuarto cada vez apesta más.

También ella abandonó la cama para inventar afuera las frases y los gestos con los cuales construiría la esperanza de retener a Luciano Monedero, porque en el cuarto no quedarían ni las huellas del viaje de los instantes acabados, de goce, de ternuras.

-No quiero que me roces la cara. Ya te lo advertí antes. Si no te lo permití en la cama, ¿cómo quieres que te lo permita ahora, parado en este pasadizo, y de salida?

El rechazo deshizo la esperanza, las suposiciones de haber hallado una persona de menor indiferencia. Irene aceptó la despedida y esperó que Luciano bajara por la escalera para cerrar la puerta del apartamento. Adentro, con los efectos renacidos, lo marcó como si el hombre fuera suyo, como si estuviera amancebada con Luciano Monedero y ella debiera aguardar su regreso, de un momento a otro.

Pensando en Luciano Monedero se preguntaba si cumpliría la promesa de volver. Para acostumbrarse al recato que quizás fuera de su agrado, Irene limitó las salidas a la calle, que además le servían de —169→ descanso mientras duraran los ahorros. Dispuso los muebles y los cuadros de acuerdo con algunas sugerencias que él le había hecho y abandonó el hábito de no comprar flores. A su modo de ver siempre las había observado como orejas, brazos y manos que se cortaran para hacer con ellas ramilletes. Tampoco hallaba diferencia entre las flores naturales y las fabricadas con papel y otros materiales que vendían en las calles, muchas veces sin faltarles el perfume. Por si Luciano llegaba de improviso, mantuvo el jarrón lleno de claveles, tan del agrado de su amigo.

Los claveles se mantenían en la sala, como la ausencia de Luciano Monedero, durante esos días. Empezó a tejerle un suéter que no le traía sino recuerdos de familia, cuando, de niña, las pequeñas tareas quedaban atadas a la confianza de lo que Irene quería ser: una mujer casada, con hijos junto al crecer de las plantas; con una casa nueva o una tan vieja como aquella de sus padres, donde el tiempo aparecía como los pájaros y las frutas. Por bautizar a sus muñecas con nombre, elegidos para los hijos, Irene jamás los había olvidado. Quedaron tan bien seleccionados en aquel pasado como las hormigas enterradas por Irene con los soles, sin establecer ninguna diferencia de tamaños.

Llegó a cansarse de las sorpresas que le deparaban los viajes a la puerta, alternando con el desengaño de no hallar a Luciano Monedero esperando que la abriera. No le producían desagrado los repetidos timbrazos en la puerta y el teléfono, ni las excusas y negaciones a que la obligaban los amigos, más consecuentes con ella que Luciano Monedero. La ventanilla de la puerta enmarcó durante muchos días esos rostros de la espera. Sabía que el decirles «tengo una visita», alejarlos, era quedarse más desamparada. De aceptarlos, ninguna visita se hubiese prolongado en conversación o en simple compañía. Y se lamentaba de que fuese así, de que no tuviese ni la amistad de los vecinos. Nada de esto la indisponía tanto como las frecuentes apariciones de Verónica Puma en la ventana, desde la cual parecía hurtarle, ahora, la nostalgia de los días inhábiles para el amor, sólo con tardes azulosas, con desgano para el roce con los hombres.

-¿Qué hay, aquí?... ¿Algo de nuevo?

Entrando sigilosamente por la puerta que Irene había dejado abierta, la sorprendió frente al escaparate donde momentos antes de salir se colocaba los zarcillos. En la calle estaba la noche y los hombres transitorios, esperándola, entre los cuales nunca surgía uno que —170→ se dejara amar. Eran como los avisos luminosos que se apagaban con cada amanecer, como los automóviles que al acortar la velocidad para seguirle los pasos, se alejaban a mayor velocidad. En sus andanzas, Irene había vuelto a encontrarse con el hombre de «buenas noches», de manos en los bolsillos, de largo tiempo por andar. Era el habitante de las calles que nunca se detenía, indiferente y siempre inalcanzable.

-Vine una de estas noches... Dejé una nota para ti por debajo de la puerta.

Estaba cansada de esperarlo en aquel apartamento de aspecto renovado, testigo de muchos días de salidas a la puerta. Como estimaba sobrancera la incierta afirmación, decidió no hacerle reclamación alguna por desaparecer, por el olvido de llamarla por teléfono. Siempre se había cuidado de actitudes semejantes para evitar que le dijeran: «¿Con qué derecho lo haces si eres una puta?». Le hizo sentir el agrado que en ella había dejado su anterior visita, lo inevitable de ese buen recuerdo. No le evidenció el deseo que tenía de llegar a retenerlo.

-No estaba aquí. Ahora solamente vendré cuando deje tiempo para mí el restaurante que he puesto en la nueva carretera. Por fin tengo algo propio... algo con lo que voy a enriquecerme. En breve tiempo, no lo dudes.

Irene olvidó su salida de esa noche para permanecer junto a Luciano Monedero, en torno a la mesa donde comía, a la expectativa de lo que quisiera hacer: oír música, quedarse indefinidamente allí o más allá. El apartamento tenía múltiples lugares para estar: Irene podía conducirlo a los del silencio, al lugar de las miradas, al de su corazón que guardaba tanto para él. O si quería, podía llevarlo al lugar donde se detenían los instantes para ser cuarto, espejo, carcajadas, trozos de existencia.

-¿Tiene algo de beber, Irene?

A un tiempo se levantaron. Del bargueño, Luciano sacó, de entre las botellas, una de color verdoso que enmascaraba la ginebra, el anís, o el aguardiente. Irene estaba entretanto frente al balcón, lo cual coincidió con el grito de Luciano que, desde la cocina, le pedía que bajara la persiana.

-Dígame una cosa, Irene: ¿Qué pretende usted de mí?

Luciano Monedero jugaba con los flecos del cobertor y agitaba la bebida. Sin levantar la cabeza y mordiéndose los labios, comentó con sonrisa burlona a la vez que inquisidora: 


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