'El relato de Ortner', texto perteneciente al libro 'Heliópolis', de Ernest Jünger

  Fue en otros tiempos, y callaré el nombre que llevaba entonces. No merece pasar a la posteridad. Me sentía desdichado, arruinado en cuerpo y alma y, además, por mi propia culpa. Mis padres no habían ahorrado gastos y esfuerzos en mi educación. Cursé estudios superiores y nunca me faltaron medios para mis viajes e investigaciones. Pero había fracasado; el despilfarro, el vicio y la pereza me hundieron en la ruina total. 
Hacía mucho tiempo que no tenía dinero ni techo, y mis conocidos, cansados de ayudarme, me evitaban. Su actitud no me molestaba, porque yo también me apartaba de su camino, totalmente devorado por un sentimiento de odio contra los hombres y contra la sociedad. Sólo me hallaba a gusto en las madrigueras de los rechazados y los excluidos.
Privado de recursos para disfrutar de vicios caros y selectos, tenía que contentarme con los excesos baratos y odiosos: groseras borracheras, la compañía de las prostitutas de los barrios miserables y, sobre todo, los juegos de azar en los tugurios de la gran ciudad. Vivía, pues, en una especie de sueño turbio y terrorífico. Mi destino asumía cada vez la forma de los naipes sucios, húmedos de sudor y aguardiente, marcados por los tramposos: de los ases y reyes, las sotas, las reinas negras y rojas, y de todas sus posibles combinaciones, a las que me aplicaba medio borracho y con pasión. Rostros miserables y avarientos me rodeaban en la redonda mesa, y manos que se aferraban convulsivamente a su juego. Con la mañana venían el balance de pérdidas y las salvajes peleas.

  Así se arrastraban mis días, y su fardo era más pesado cada hora, aumentado por el recuerdo de las ricas islas, el lujo y la abundancia. Yo había conocido todo aquello, lo había disfrutado, y me roía el deseo de volver a aquellas mesas en que el dinero carece de importancia. La felicidad y la dicha tenían para mí la forma única y exclusiva del dinero, de las grandes sumas. Y no veía otro camino hacia la felicidad que el de aquellas combinaciones, parecidas a las del jugador, cuyo único objetivo es la ganancia.

  Era preciso, me decía a menudo, establecer con el mundo y sus tesoros la relación que el jugador llama «la buena racha». Había barruntado a veces, en el curso de las partidas, la presencia de un poder que, como un sutil magnetismo, nos abre la visión de los reinos de la Fortuna y nos da la buena mano. Pero nunca logré superar la ley de las series: la corriente se interrumpía bruscamente y se doblaban mis pérdidas. Y, con todo, estaba convencido, como todo jugador, de que podría llegar a conseguir una especie de habilidad no sujeta al poder del azar. Creía que la suerte debe ser arrancada y que hay una fuerza en nuestro interior que decide cómo caen las bolas o se distribuyen las cartas. Durante largas noches meditaba estas posibilidades.
Como en todos estos sueños, me fui acercando al ámbito de lo mágico y a cosas aún peores. La existencia del jugador le arrastra como una poderosa corriente hacia la superstición y luego hacia crímenes mucho más graves de cuanto el juicio y los tribunales humanos pueden imaginar, crímenes cuyos nombres ni siquiera figuran en los libros en los cuales están escritas las leyes de los hombres. Cuando nos entregamos al juego en cuerpo y alma, no tardamos en penetrar en el mundo de los talismanes, de los lugares y las horas mánticas, de los sistemas cabalísticos. Si osamos penetrar en estos laberintos, en cuyas paredes brillan cifras y símbolos, cada nuevo giro, cada nueva curva nos acerca un poco más a los poseedores de las fuerzas mágicas, cada vez más poderosas. Son invisibles, pero influyen sobre nuestros pensamientos y nuestros actos. Cuando la corrupción ha progresado lo bastante, acaban siempre por mostrarse al desnudo y repiten la eterna promesa de ganar el mundo a costa de nuestra salvación.

  Es curioso observar cómo es precisamente la incredulidad la que da tanto poder a estas fuerzas, la que las hace tan particularmente eficaces. Desde los días de mi primera juventud había despreciado todo lo que lleva el nombre de pecado y de más allá. Ahora me había alejado tanto de estas esferas, que ni siquiera me mofaba de ellas. El mundo me parecía un gran autómata; la suerte dependía de la medida en que se acertara a adivinar el mecanismo de su construcción. El demonio de la Edad Media era un pobre diablo, un botarate, producto de miedos infantiles, de obsesiones infantiles. Ofrecía a los hombres tesoros a cambio de reinos absurdos y de una firma sin valor. No sería mala cosa que se nos apareciera un tipo para ofrecernos tan magníficos negocios.

  «Si yo fuera el diablo, no daría ni un centavo a todos estos perezosos clientes a cambio de su firma. Y, si se me apareciera, le daría la mía por un octavo. No tendría que ofrecerme el saco de la fortuna ni el anillo de Dschudar ni tan siquiera veinte libras. Me contentaría con que volviera a llenarme este vasito».

  Así refunfuñaba yo en mi interior en los espesos sueños de la borrachera, con la cabeza apoyada en una basta mesa de madera. Me hallaba en una sala de espera poco antes del gris amanecer. Sentía una opresión en el estómago y un mareo como si me hallara en la cubierta superior de un navío. Oía fuertes voces y entrechocar de vasos a mi alrededor. Los borrachos discutían con los camareros, con sus queridas, con los policías que echaban por allí sus redes. Todo se movía, ondeaba, refluía en un giro que presagiaba lo peor. Solían aparecer por allí los noctívagos cuando los bares estaban ya cerrados y las prostitutas espiaban al último posible cliente. También los que, como yo, carecían de techo esperaban en esta turbia sala el nuevo día.

  Ya sólo podía presentarme en lugares como éste, sumidos en la penumbra, porque los andrajos se me caían a jirones. Ofrecía una espantosa imagen y hasta conocía la espesura en que mi cadáver asustaría a los niños que llegaran hasta allí en sus juegos. Advertía bien que me había convertido en una total y absoluta inmundicia, en un hedor que, brotado de dentro afuera, se había apoderado de la camisa, los zapatos, los vestidos y los disolvía y devoraba. Era necesario, era inevitable que decidiera suprimirme. Pero me perseguía siempre el vago sueño de la suerte como una melodía al barco que se hunde rápidamente en el abismo.

  Mi cabeza parecía repleta de mercurio. Haciendo un esfuerzo, tambaleándome, me enderecé. Vi entonces, con asombro, que mi vaso estaba lleno. Me froté los ojos, pero no había dudas: un rojo elixir lo llenaba hasta los bordes.

  «Brandy Blackberry; tiene que recuperar las fuerzas, amigo».

  La voz sonaba a mi lado suave pero muy expresiva. Giré la vista y vi allí sentado a un desconocido que me contemplaba atentamente [...]



Ernst Jünger
(Heidelberg, Alemania, 1895 - Wiflingen, id., 1998) Novelista y ensayista alemán. Hijo de un farmacéutico, en 1913 huyó de su casa para alistarse en la Legión extranjera, y al año siguiente se presentó como voluntario de guerra en Hannover, siendo admitido en un regimiento de fusileros. Al término de la Primera Guerra Mundial, en la que resultó herido siete veces, recibió la orden "Pour le mérite" y continuó trabajando en el ejército hasta 1923, año en que inició estudios de filosofía y ciencias naturales -especialidad de zoología- en Leipzig.


Fotografía de Ray Kabalan (en Unsplash). Public domain.




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