'El tanga rojo', relato de Héctor Daniel Olivera

Javier Rabadán se dirigía a reunirse con su amante espoleado por una inquietud difusa. Por primera vez, en cuatro años, se había saltado las normas, las reglas de hierro que él mismo se había fijado y cuya estricta observancia le había permitido conllevar –y disfrutar- aquella espléndida doble vida. Nunca

antes le había dicho a su esposa que iba a estar en un determinado lugar -la clínica veterinaria-, cuando en realidad se encaminaba hacia la casa de su amante. Aquella cita no estaba preparada, había nacido de las circunstancias y la improvisación siempre desfila vestida de riesgos. A punto estuvo de desconvocar la cita y llevar el chucho al veterinario, pero la excitación del peligro aún le había puesto más caliente, con mayores ganas de encontrarse con su amante y joderla salvajemente. Además, ¡era tan improbable que su mujer llamara a la clínica veterinaria! lo lógico es que le telefoneara al móvil si quería saber cómo se encontraba el animal. El coche de Javier Rabadán transitaba por la avenida hacia el piso de su amante a una velocidad mayor de la permitida. “¿Debía renunciar al desfogue?” se interrogó nuevamente. Aquella mañana de sábado, Rabadán fingiendo buena disposición y con cariño zalamero, había acordado con su esposa que sería él quien iría a realizar las compras de la semana al hipermercado, buscando una ventana de oportunidad que le permitiera pegarse el revolcón anhelado. Apenas dobló la esquina de su calle, telefoneó a su amante para proponerle un encuentro rápido (“con que me la chupe ya me conformo”, pensó el hombre), pero su amiguita frustró sus expectativas al anunciarle que su ex marido aún no había pasado por el domicilio para llevarse a los niños de fin de semana. Al regresar con la compra a su hogar, el hombre se encontró a su cónyuge que lloraba. 


-¿Qué pasa?

-Tienes que llevar a Rambo al veterinario.


Rabadán miró al perro, aparentemente estaba bien, alegre de verle, ladraba exigiendo atenciones, agitaba la cola y rozaba con las patas delanteras los bajos de su chaqueta: 


-Yo lo veo bien.

-Ha vomitado negro un par de veces, parece que ha estado masticando el interior de una pila.

-¿Le has dado leche?

-Sí.

-Te dije que no hay que dejar nada a su alcance, ahora cuando son jóvenes lo mordisquean todo. Al perro no veo que le pase nada, si ha vomitado ya habrá expulsado el veneno.

-Llévalo al veterinario, de lo contrario no me quedo tranquila.

-Pero si no he comido.

-Te he preparado un bocadillo.


Rabadán marchó de su chalet adosado, bocadillo en mano y con Rambo reglamentariamente aparejado con correa y bozal. Se acercó hasta el teléfono público de la plazoleta y, por segunda vez en aquel sábado, llamó a su amante. Sí, podía ir a su casa, su ex marido ya se había llevado a los enanos.

Rabadán estacionó el coche en un aparcamiento y se dedicó a reflexionar unos minutos. Algo, una intuición, una corazonada, le avisaba que no siguiera adelante. Aprovechó para dar cuenta del bocadillo que le había preparado su mujer y encendió la radio, pero la inquietud no quería marcharse. Había sido tan escrupuloso manteniendo compartimentada su doble vida, que le parecía increíble que fuera a quebrar una de sus medidas férreas de seguridad. Porque si alguien había sido meticuloso en impedir que ningún detalle revelara su infidelidad, ese era Rabadán. El hombre jamás telefoneaba a su amante desde su móvil o desde la línea fija de su casa, ni ella a él; tampoco se intercambiaban mensajes ni correos electrónicos. Antes de regresar al hogar revisaba con rigor su cartera, sus bolsillos e incluso los pliegues del pantalón, no fuera que algún ticket de papel de un restaurante o cualquier otro indicio sospechoso pudiese caer en manos de su esposa. Después de hacer el amor con su amante siempre se duchaba concienzudamente y le había prohibido que usara perfume, carmín, maquillaje e incluso desodorante cuando estaba con él. Por supuesto los chupetones eran tabú y le revisaba la longitud de las uñas, no fuera que en un momento de pasión le marcara la espalda con arañazos.  Cuando la amante subía en su coche, le estaba vedado llevar pendientes, horquillas o cualquier otro objeto que al desprenderse inadvertidamente pudiera ser encontrado por su esposa. También la obligó a que se cambiara el color de los cabellos, no fuera que un furtivo pelo rubio sobre su ropa delatara sus encuentros.  Su amante accedió a seguir estrictamente todas aquellas precauciones, siendo lo más duro para ella el deshacerse de su gato; un día la esposa le halló pelos del animal en un jersey de su esposo y Rabadán no quiso correr riesgos. Su amante lloró con amargura al desprenderse de Misha: “Espero que lo nuestro valga la pena. Esto te costará compensármelo”, le advirtió. Quien dijera que simplemente tenía la suerte de haber encontrado una amante comprensiva, es que no sabía de los malabarismos que se ha visto obligado a realizar, combinando hábilmente las falsas promesas: “En cuanto los niños crezcan un poco, me divorcio de mi mujer y me caso contigo. Te lo juro”; con el chantaje emocional: “Si realmente me quisieras tanto como dices, harías lo que te pido”. Y todo para seguir tal y como estaba, sin cambiar nada, porque a Rabadán ya le iba bien disfrutar de la comodidad y el estatus del casado junto con la libertad sexual de un soltero. No pensaba divorciarse y menos aún casarse con su amante y cargar con el mochuelo de sus dos niñatos, cuando a él ya le costaba soportar a sus propios hijos. Aunque tampoco estaba dispuesto a que se le escapase su amante; había resultado ser tan viciosa en la cama –¡quién lo diría!- y tan deliciosamente sumisa, que sabía que un chollo como aquel no se encontraba todos los días. Hasta ese momento Rabadán se había valido de su trabajo como visitador médico para hallar los momentos en los que reunirse con su amante sin que su mujer pudiera localizarle, pues, en teoría, estaba atendiendo a los clientes. Sin embargo, este encuentro iba a ser distinto, se suponía que se encaminaba hacia la clínica para que reconocieran al can. La posibilidad de sustraer a la mirada fiscalizadora de su esposa el supuesto importe en que fijaría la factura del veterinario, le animaba; así contaría con un dinerillo extra para gastar con la otra. No, su amante no le cobraba y posiblemente era la mujer más desinteresada del planeta, ella estaba enamorada de él, seguro; pero aun así, gastos siempre había, no iba a dejar que ella pagase, por ejemplo, la habitación que alquilaban por horas, las veces en que no podían hacerlo en su piso y alguna que otra invitación. Luego estaban los regalos, algunos inevitables, aquellos que se sucedían a los arrebatos depresivos que de vez en cuando perturbaban a su amiga: “Yo no puedo seguir en esta situación. Pasan los años, me voy volviendo vieja y nada cambia, o tu mujer o yo”;  y él respondiéndole: “Tontita tú sabes que sólo te quiero a ti, entre mi mujer y yo ya no queda nada, si aguanto es por los niños, para no traumatizarles con una separación. Tú eres madre, sabes de lo que hablo”. Tras aquellas escenas, Rabadán se descolgaba en la siguiente cita con algún obsequio para su amante. 

Rabadán había puesto en marcha el motor del vehículo cuando sonó su móvil. Era su mujer. Precavidamente apagó la radio y el motor del coche y respondió a la llamada: -“Sí, el perro está bien pero le han de hacer un lavado de estómago. Calculo que estaré fuera unas cuatro horas, han de dejar que el animal descanse un poco antes de traerlo para casa. Va a costar un pico. Sí, se hará todo lo que sea por el animal. Sí, ya sé que soy muy bueno. Yo también te quiero mi vida”. –contento por disponer de una coartada tan espléndida, el hombre se dirigió a la casa de su amante con ánimo liviano.


-¿Y esto? –la amante señaló al can.

-Es Rambo, mi perro.

-Ya veo que es un perro, preguntó qué hace aquí.

-Es mi coartada, se supone que estoy con el bicho en el veterinario.

-Es enorme. ¿Cuánto  pesa?

-No sé, más de treinta kilos seguro. No te asustes, es muy dócil, mira –Rabadán despojó al perro de la correa y el bozal y éste lamió agradecido la mano de su amo.

-Bueno, vale, puede quedarse. Tengo una sorpresa para ti ¿te gusta?

-¡Un tanga rojo! pero si no estamos en nochevieja.

-Javier, no puedo hacerlo con ese perrazo mirándonos.

-Tranquila, no se va a chivar, no puede –bromeó Rabadán.

-Hablo en serio, sácalo de aquí.


Rabadán arrojó el tanga rojo a la cabeza de Rambo:


 -¡Vete chucho!

-Javier, te digo que yo así no puedo hacerlo, no nos quita ojo de encima. Me siento espiada. Llévatelo fuera de la habitación.

-¿Y dónde lo meto?

-Enciérralo en el balcón.

-Ladrará.


Rabadán condujo a Rambo al balcón. El perro sujetaba con los dientes el tanga rojo, su amo trató de sacárselo de la boca, pero el animal se resistió gruñéndole. Lamía y mordisqueaba la prenda, al parecer había identificado un olorcillo interesante. El hombre desistió de recuperar la braga, al menos, entretenido con el tanga, el bicho no ladraría, pensó. Tras hacer el amor, Javier buscó el tanga sin encontrarlo. El balcón era de los abiertos con baranda de hierros verticales. El hombre concluyó, que jugando, el perro había empujado el tanga fuera del balcón, precipitándolo a la calle. Se asomó por el balcón, pero no atisbó la prenda.


El lunes siguiente al mediodía, durante el almuerzo de trabajo, Rabadán recibió una llamada en su teléfono móvil. Era su esposa: 


-Te llamo desde la clínica veterinaria. Acaban de operar a Rambo –le hablaba con voz severa.

-Si ayer salió fenomenal de la clínica -se apresuró a replicar Javier, alarmado.

-¿De qué clínica me hablas? Ayer por aquí no te vieron el pelo.

-Cariño, es que fui a otra clínica.

-Ya.

-No puede ser por la intoxicación de la pila, le habrá ocurrido otra cosa.

-No es por la pila. Algo le obstruía el intestino. ¿No adivinas qué puede ser? 

-Ni idea.

-Un tanga rojo. Ha estado a punto de morir. Pero lo que le ha pasado a Rambo no va a ser nada comparado con lo que te voy a hacer yo. Ya me estás explicando ahora mismo dónde estuviste el sábado y el nombre de la puta a la que pertenece ese tanga.



Héctor Daniel Olivera Campos (Barcelona, España 1965). Empleado municipal en Barberà del Vallès (Barcelona).

Ganador del primer premio en los siguientes certámenes literarios: I Concurso de Microrrelatos ELACT (Encuentro Literario de Autores de Cartagena (2013);  Cibercertamen literario Hypatia de Alejandría de literatura breve en su quinta y novena edición (2013) y (2017); III Certamen de Microrrelatos de Historia “Francisco Gijón” (2015); XI Premio Saigón de Literatura (2017); XV Premio de Relato Corto “El coloquio de los perros” (2017); I Certamen de relato corto Té Cuento (2018); IV Certame contos de Ultramar (2018); XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin (2019) y III Concurso de Relato Hiperbreve “Qué no nos jodan la vida” (2020).

Finalista en numerosos premios. Ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica y Estados Unidos.




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