Recordando a Anna Ajmátova: Conversaciones de Joseph Brodsky con Salomón Vólkov

Foto de Ekaterina Astakhova

Solomon Volkov, nacido en San Petersburgo en 1944, fue un escritor y periodista ruso-estadounidense reconocido por su obra "Testimonio" (1979), donde relata supuestas conversaciones con el compositor ruso Dmitri Shostakovich sobre la vida bajo el régimen soviético.
Joseph Brodsky, poeta ruso-estadounidense galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1987, destacó por su aguda poesía y reflexiones sobre la condición humana. Exiliado de la Unión Soviética en 1972, estableció una profunda amistad con la poeta rusa Anna Ajmátova, figura destacada en la literatura soviética del siglo XX. La relación entre Brodsky y Ajmátova, marcada por el respeto mutuo, influyó significativamente en la vida y obra del poeta.

VÓLKOV: La memoria humana es algo bastante frágil. Hablas con las personas y ves cómo los acontecimientos de un pasado aún reciente se diluyen y sus contornos se vuelven cada vez más imprecisos. Quisiera reconstruir en nuestra conversación ciertos detalles y rasgos relacionados con Ajmátova e intentar hacerlos volver de la nada, del olvido.

BRODSKY: Con mucho gusto, si es que no han desaparecido sin dejar huella. No creo que pueda responder a todas las preguntas, pues todo lo que se refiere a Ajmátova es parte de la vida, y hablar de ésta es sumamente difícil, como querer que un gato se agarre la cola.
Algo sí le diré: cada encuentro con Ajmátova resultó para mí una vivencia fundamental. Percibías físicamente que estabas en presencia de alguien mejor que tú, alguien mucho mejor, y más aún, de alguien que con sólo hablar te transformaba. Sólo el tono de su voz o un giro de su cabeza bastaban para convertirlo a uno en homo sapiens. Nada igual me había ocurrido antes ni creo que me haya ocurrido después. Tal vez porque yo entonces era joven y las etapas de un desarrollo no se repiten.
Conversando con ella, tomando té o vodka con ella, te convertías más rápidamente en cristiano —en persona, en el sentido cristiano de esta palabra— que leyendo los textos sagrados correspondientes o yendo a la iglesia. Y el papel del poeta en la sociedad, en gran medida, se reduce precisamente a esto.

VÓLKOV: ¿Cuándo y en qué circunstancias conoció a Ajmátova?

BRODSKY: Fue, si mal no recuerdo, en 1961; o sea, yo tenía veintiún años, más o menos. Yevgueni Rein me llevó a su dacha. Lo más interesante es que no recuerdo con precisión el comienzo de estos encuentros. Yo era incapaz de darme cuenta con quién estaba tratando; para colmo, Ajmátova había elogiado algunos de mis versos, pero esos elogios en particular nunca me interesaron. Fue así que en dos o tres ocasiones visité su dacha con Rein y Naiman. Y sólo un buen día, volviendo de visitarla, mientras viajaba en un tren totalmente lleno, comprendí de pronto —como si un fino velo cayese de mis ojos— quién era aquella mujer, y más exactamente, lo que ella representaba. Me vinieron a la mente algunas de sus frases, recordé el giro de su cabeza, y de pronto todo ocupó su lugar.
Desde entonces, aunque no puede decirse que fuese un habitué de Ajmátova, nos veíamos con frecuencia. Incluso durante un invierno alquilé una dacha en Komarovo. Nos veíamos entonces todos los días. No se trataba de una afinidad literaria, sino más bien humana, y —me atrevería a decir— de un afecto mutuo.
Una vez ocurrió algo maravilloso. Estábamos sentados en la veranda donde tenían lugar todas las conversaciones y también los desayunos, las cenas y todo lo demás, cuando Ajmátova dijo de pronto: «En general, Joseph, no lo entiendo; a usted no pueden gustarle mis versos». Yo, desde luego, protesté vivamente, le dije que sucedía todo lo contrario. Pero ahora, en cierto modo, me doy cuenta, en retrospectiva, de que no se equivocaba. O sea, aquellas primeras veces que fui a verla no me interesaban mucho sus versos. Incluso apenas los había leído.
A fin de cuentas, yo era un joven soviético normal. Su «Rey de ojos grises» no me decía nada, como tampoco «La mano derecha» ni «El guante de la mano izquierda» representaban, a mi entender, grandes logros poéticos. Así pensaba hasta que tropecé con sus poemas posteriores.

VÓLKOV: A Ajmátova le gustaba leer sus versos, no en el escenario, sino a personas allegadas. ¿Después les preguntaba su impresión?

BRODSKY: Sí, ella leía, mostraba lo que había escrito y siempre se interesaba mucho por nuestra opinión. Nos reuníamos y hacíamos correcciones Tolia [Naiman], Zhenia [Rein], Dima [Bóbyshev] y yo. Hablábamos de lo que a nuestro entender no había salido bien. Sí, esto ocurría, aunque no con frecuencia.

VÓLKOV: ¿Y Ajmátova estaba de acuerdo?

BRODSKY: Sin lugar a dudas. Ella escuchaba con mucha atención nuestras consideraciones.

VÓLKOV: ¿Podría señalar un caso concreto?

BRODSKY: Recuerdo una observación hecha por Naiman a la «Oda a Tsárskoye Seló». En un verso decía lo siguiente: «Tomaban agua regia (tsarskaya vodka)». Al oír esto, Naiman le dijo: «Anna Andréyevna, se equivoca, el agua regia es un óxido». No recuerdo bien de qué, pero sé que se refería sin darse cuenta a una combinación química cáustica, lo cual era claro para Naiman, que era técnico químico. Como Ajmátova no había querido decir esto, sino hablar de otro tipo de vodka, lo corrigió de esta manera: «Bebieron vodka hasta altas horas de la noche». Y así, se hacían correcciones, incluso en los versos más importantes.

VÓLKOV: ¿También les leyó el Poema sin héroe?

BRODSKY: Sí, muchas veces. Sobre todo, los nuevos fragmentos que añadía. Y todo el tiempo preguntaba si servían o no. Constantemente estaba retocando y reescribiendo ese poema.
Recuerdo cuando leí el Poema sin héroe en su primera versión. Me emocioné mucho. Luego, a medida que el poema aumentaba, se me empezó a hacer demasiado aparatoso. Puedo formular mi impresión de forma bastante exacta con ayuda de una sentencia que no es mía: «Lo mejor del Poema sin héroe es que no ha sido escrito para alguien, sino para ella misma».

VÓLKOV: Tengo la impresión de que a Ajmátova le preocupaba mucho esta obra, y cómo los demás la percibirían.

BRODSKY: Puede ser. Pero en realidad uno siempre escribe, en primer lugar, precisamente para uno mismo. Desde luego, Ajmátova estaba muy interesada en saber cómo reaccionarían los demás ante su Poema y hasta qué punto lo comprenderían. Pero todo este proceso de adiciones y correcciones tenía más que ver con ella misma que con las reacciones externas.
Ante todo, Ajmátova estaba poseída por su propio metro. Yo recuerdo que me aconsejaba: «Si quiere escribir un gran poema, ante todo invente su metro, como hacen los ingleses». Y, en efecto, los ingleses saben hacerlo: casi cada poeta tiene su propio metro, Byron, Spencer, etc.
Ajmátova solía decir: «¿Qué fue lo que echó a perder a Blok en “Retribución”? El poema puede ser magnífico, pero el metro no es suyo. Y este metro ajeno engendra un eco inapropiado que lo oscurece todo».
Este principio es muy saludable. Por una parte, desde luego, Ajmátova estaba dominada por su propio invento. Pero el poeta no escribe versos todos los días. Y cuando no se escriben versos, vivir —según palabras de la propia Ajmátova— se vuelve «muy incómodo». Es natural que Ajmátova volviera constantemente a su propio metro, a su propio ritmo. O mejor, su metro volvía a ella como un sueño o como la respiración. Y entonces comenzaban todos esos arreglos e inserciones.
En segundo lugar, la corrección, la redacción, la composición, el juego con los últimos fragmentos pueden llegar a convertirse en un fin en sí mismo. Es algo que te puede embrujar hasta hacerte enloquecer. Y, por supuesto, a ella le interesaba muchísimo cómo veían todo esto los lectores.
Poco a poco se creó una situación en la que nosotros, los lectores más cercanos del Poema sin héroe, y la propia Ajmátova estábamos más o menos al mismo nivel. O sea, ya no estábamos en condiciones de juzgar si cada fragmento del Poema estaba o no en su lugar. Te ves envuelto en una dependencia tal de esta música que ya no comprendes las proporciones del conjunto. Pierdes la capacidad de enfocar ese conjunto de forma crítica. Creo que si Ajmátova todavía viviera, continuaría añadiendo líneas a su Poema sin héroe.

VÓLKOV: ¿No le parece que con el Poema sin héroe ocurrió algo paradójico? Ajmátova lo concibió en realidad «para ella misma». Para el lector ajeno o extraño, su argumento y sus alusiones resultan bastante enigmáticos…

BRODSKY: ¡Pero todo eso es bastante fácil de descifrar!

VÓLKOV: Sin embargo, el Poema exige, más que cualquier otro poema ruso, de un lector con cierta preparación…

BRODSKY: En la poesía rusa existe la tendencia, dictada por las dimensiones del país, por la cantidad de población, etc., a considerar que el poeta trabaja para un amplio auditorio. De esta ilusión hemos participado todos sin excepción, de una u otra manera, por lo menos en determinada etapa de nuestro desarrollo. En mayor o menor grado, todos hemos pensado alguna vez: «Tengo un gran auditorio».
Con frecuencia, el movimiento en el espacio nos libera, entre otras cosas, de esta ilusión.
Voluntaria o involuntariamente, cualquier autor ruso experimenta esta presión: escribir para un amplio auditorio. Pero, por otra parte, cualquier poeta más o menos formado reconoce, en lo más profundo de su alma, que no trabaja para el público, que escribe porque se lo dicta el lenguaje o eso que el pueblo llama «la musa». Y que lo hace en beneficio de su lenguaje, por la musicalidad de las palabras, de los sufijos, para lograr una armonía. No para un auditorio.
Así que, en el caso del Poema sin héroe, no veo ninguna contradicción. Desde luego, a Ajmátova le interesaba conocer la reacción de quienes la escuchaban. Pero si ella se hubiera preocupado ante todo por el alcance de la interpretación del Poema, no habría añadido tantos pequeños detalles. Por supuesto que Ajmátova cifraba conscientemente algunas cosas en el Poema.
En este juego, jugar era interesante y, en determinada situación histórica, simplemente necesario.
  
VÓLKOV: Usted ha mencionado que Tsvietáieva llamaba a Ajmátova «la Dama». Parece que usted, con sus experiencias —la fábrica, el trabajo en la morgue, las expediciones geológicas—, era más bien una excepción en aquel medio. Porque, en general, la vida que llevó no es la que suele llevar el poeta ruso en su tierra natal, donde le espera la cárcel, la miseria o el trabajo de jornalero…

BRODSKY: En realidad, yo vivía como todo el mundo. La sociedad rusa, con todos sus defectos, era un poco más democrática en cuanto a clase social.

VÓLKOV: Con frecuencia, el poeta ruso resulta ser más democrático en sus versos que en la vida real. En uno de sus primeros poemas, Ajmátova dice: «De rodillas en el huerto / riego el armuelle». Lidia Guinzburg recordaba que, como se hizo evidente más tarde, Ajmátova no sabía ni siquiera qué aspecto tenía esa planta. Siempre estaba rodeada de intelectuales.

BRODSKY: Eso está lejos de ser cierto. El escritor ruso nunca se ha apartado realmente del pueblo. En el medio literario hay un montón de gentuza, pero en el caso de Ajmátova, ¿qué hace usted con su experiencia de los años treinta y también después: «Cómo, la número trescientos, esperarías[48]»? ¿Y todas esas personas que se le acercaban? No eran necesariamente poetas ni ingenieros ni técnicos ni dentistas quienes coleccionaban sus versos. Y en general, ¿qué es el pueblo? Las mecanógrafas, las niñeras, las enfermeras y todas esas viejecitas que se le acercaban. ¿Qué más pueblo quiere usted? No, se trata de una categoría falsa. El escritor es en sí mismo el pueblo. Tomemos, por ejemplo, a Tsvietáieva, su miseria, sus viajes cargando los bultos durante la guerra civil… En realidad, ningún poeta ha logrado apartarse del pueblo en ningún lado, mucho menos en nuestro querido país natal.

VÓLKOV: En los últimos años de su vida, Ajmátova se volvió más asequible…

BRODSKY: Sí, en Komarovo y en Leningrado mucha gente la visitaba casi a diario. Sin hablar de lo que sucedió en Moscú, donde a toda esta Babel se le llamó «la ajmátovka». En Moscú, Ajmátova paraba en casa de distintas personas: en Sokólniki, en casa de Liubov Davídovna Bolshintsova, viuda de Sténich, destacado traductor, y dama por sí misma bastante notable; en Bolshaya Meschánskaya, en casa de la viuda y la hija del poeta Shengueli; en casa del profesor Západov, especialista en el clasicismo ruso —Lomonósov, Derzhavin, Suvórov—, y en casa de Lidia Kornéyevna Chukóvskaya. Pero sobre todo en casa de los Árdov, en Ordinka.

VÓLKOV: ¿Podría describirme en detalle qué era la «ajmátovka»?

BRODSKY: Era, en primer lugar, un continuo ir y venir de personas, sobre todo en casa de los Árdov. Y por la tarde había una mesa, detrás de la cual se sentaban el zar y su hijo, el rey y el príncipe. El propio Árdov, con todos sus defectos, era un hombre de gran ingenio. También toda su familia, la esposa Nina Antónovna y los niños Borís y Mijaíl. También sus amistades, muchachos moscovitas de buenas familias. Por lo general, se trataba de periodistas que trabajaban en importantes agencias de noticias, como la Nóvosti. Gente bien vestida, experimentada, un poco cínica y muy alegre. Gente sorprendentemente aguda, a mi entender. En toda mi vida nunca me he encontrado con personas más ingeniosas. No recuerdo haber reído más que entonces, en la mesa de los Árdov. Éste es, por cierto, uno de mis recuerdos más felices. Con frecuencia, tenía la impresión de que la gracia y el ingenio eran el único contenido de la vida de estas personas. Creo que nunca los envolvió la melancolía ni la tristeza, pero puede que esté siendo injusto en este caso. Lo cierto es que adoraban a Ajmátova.
También venían otras personas: Koma Ivánov, el genial Shimon Markish, redactores, críticos de teatro, ingenieros, traductores, críticos literarios, viudas… es imposible mencionarlos a todos. Y a eso de las siete o las ocho, aparecían las botellas sobre la mesa.

VÓLKOV: A Ajmátova le gustaba beber. No mucho, aunque…

BRODSKY: Sí, unos doscientos gramos de vodka por la noche. No tomaba vino por la misma razón por la que yo tampoco suelo hacerlo: la resina de la uva estrecha los vasos sanguíneos, mientras que el vodka los ensancha y mejora la circulación de la sangre. Ajmátova tenía problemas cardíacos. Ya para entonces había sufrido dos infartos. Luego vino el tercero…
Ajmátova era una excelente bebedora. Si alguien sabía beber, eran ella y Auden. Recuerdo un invierno que pasé en Komarovo. Cada tarde me enviaba a mí o a cualquiera de los otros a buscar una botella de vodka. 
Desde luego, en ese círculo había personas que no toleraban esto. Lidia Chukóvskaya, por ejemplo. En cuanto ella anunciaba su aparición, se escondía el vodka y en todos los rostros se advertía una expresión singular. La tarde continuaba en un ambiente de suma corrección y decencia, de manera puramente intelectual. Después que se marchaba la abstemia, sacábamos nuevamente el vodka de debajo de la mesa. Por lo general, la botella se ponía cerca de la estufa. Y Ajmátova pronunciaba siempre la misma frase: «Ya se ha calentado».
Recuerdo nuestras interminables discusiones a propósito de las botellas que se terminaban o no. De vez en cuando, surgían dolorosas pausas en nuestras conversaciones: usted está sentado frente a una gran persona y no sabe qué decir. Comprende que le está haciendo perder el tiempo. Y entonces pregunta algo sólo para llenar ese silencio. Recuerdo muy bien una vez que le pregunté algo sobre Sologub, en qué año había sucedido determinado hecho.
Ajmátova ya se había acercado la copita a los labios. Al escuchar mi pregunta dio un sorbo y respondió: «El 17 de agosto de 1921», o algo por el estilo. Y se bebió el resto.
  
VÓLKOV: Cuando le servían a Ajmátova, siempre le preguntaban cuánto. Y ella con la mano mostraba hasta donde. Y como su gesto siempre era lento y majestuoso —como todo lo que ella hacía—, daba tiempo a llenarle la copa hasta los bordes. Pero Ajmátova no se oponía… Usted ha dicho que visitaban a Ajmátova las personas más diversas. Probablemente muchas de ellas, según la costumbre rusa, no buscaran sólo sus consejos poéticos, sino también su experiencia de la vida. ¿Lo cree así?

BRODSKY: Recuerdo un episodio muy típico. Tuvo lugar un invierno en que yo había ido a ver a Ajmátova a Komarovo. Estábamos bebiendo y charlando cuando, de pronto, entra una poeta con todo el aire de una dama y exclama: «¡Oh! ¡No aguanto más!». En seguida Anna Andréyevna la condujo hasta un pequeño cuarto. Durante algunos instantes se escucharon sollozos. Era evidente que esta poeta no había venido a leer sus versos. Transcurrió media hora… Por fin, Ajmátova y la dama salieron de detrás de una cortina. Cuando la última se fue, le pregunté a Ajmátova: «¿Qué pasa?». Y ella respondió: «Lo de siempre. Yo prestando los primeros auxilios».

TEXTO PERTENECIENTE AL LIBRO REQUIEM Y OTROS ESCRITOS - ANNA AJMATOVA (FRAGMENTOS).


Anna Andréyevna Ajmátova, nacida como Anna Andréievna Gorenko en 1889, fue una destacada poetisa rusa. Criada entre Tsarkoe Selo y Kiev, se trasladó a Crimea con su madre tras el divorcio de sus padres en 1905. Después de completar sus estudios secundarios y cursar derecho en Kiev, continuó su formación en literatura e historia en San Petersburgo. Junto a Nikolái Gumiliov y Serguéi Gorodetsky, fundó el movimiento acmeísta, rechazando el simbolismo en favor de imágenes concretas y la realidad inmediata. Su poesía, marcada por una métrica conservadora y una rima clásica, dialoga con la tradición poética, desde Horacio hasta sus contemporáneos como Ósip Mandelstam y T. S. Eliot. Ajmátova publicó su primer libro, "Anochecer", en 1912, centrado en el amor con versos breves e íntimos, manteniendo su estilo a lo largo de su vida.


📝 Lee otro texto de Anna Ajmatova (en Herederos del Kaos): Primera advertencia

Foto de Ekaterina Astakhova: pexels-public domain.


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