"Culpa", un relato de Xavier Alejandro Llusá - No puedo definir el amor

La carne está salada. Mi hija me mira buscando aprobación a la comida que hizo. Todo está muy rico, ya te puedes casar. Mi mujer me mira con cara de asco. Aprovecha cada segundo de su existencia para martirizarme. 
Seguro te dice eso porque quiere algo. Los años lo han convertido en un viejo descarado.
Respiro profundo y le hago una mueca al niño para aliviar la tensión. No puedo definir el amor por mi nieto. Hace años me había dado por vencido en sentir interés por las cosas, hasta que mi hija dio a luz. Martín de la Iluminación nació el 7 de diciembre. Fruto de mi única descendiente con un funcionario del pueblo. Relación vulgar que me produce náuseas que guardo en mi interior para no provocar el complejo del servidor popular. En este lugar hace años la figura del mesías transmutó en la del corsario.
 Me levanto de la mesa rumbo a mi sillón frente al televisor. Martín corre detrás de mí. Se sienta en el sofá y abraza a su osito de peluche. Este ataúd solo ve rayos de luz cuando se queda con nosotros ese hombrecito con pilas eternas. Ojalá los orientales raptasen a su padre en uno de esos viajes diplomáticos que solo sirven como cuartadas de las orgías secretas de la Asociación de la Luz. Tal vez así la niña y el pequeño se mudarían con nosotros. Perdería de una vez el miedo a ser asesinado por mi mujer en las noches.
En la televisión ponen el fútbol. Luz Mariano contra la República de Oriente. Van empatados a 3. Martín grita de emoción en cuanto un narizón toca la pelota. Se sabe los nombres de todos los jugadores. Los niños cada día dan más miedo. La vieja bruja llega para ponerse frente al televisor. Me da un café oscuro y un jugo de mango a su nieto.
No vayas a decir barbaridades frente al muchacho.
Todo me sabe salado. Quizás están conspirando para matarme de hipertensión. Los nuestros se ven cansados y molestos a través de una pantalla. Toda esa testosterona debe ser complicada de sobrellevar. Seguro están nerviosos. Da lo mismo, aunque pierdan saldrá el padre de mi nieto o cualquier otro a decir que son glorias deportivas. En la guerra no pasaban esas cosas. Me molesto y le mento la madre a un contrario. Al pequeño le entra un ataque de risa. Desde lejos se escucha el regaño de las mujeres.

El post-pandrial agota cada centímetro de mi cuerpo. Recuesto la cabeza en el sillón que ha quedado como el único lugar donde tengo permitido ser yo en el mundo. Tenía 20 años y mucho miedo a morir en medio de la nada. 
Formaba parte del batallón 113 de reclutas enviados por el partido de la Luz de manera solidaria para ayudar en la guerra de la República Oriental. Ni siquiera tenía idea dónde quedaba eso, todavía no estoy muy claro, pero fui a pelear por unos enanos color churre que tampoco sabían nada de mi tierra.
Pasé un año completo cuidando y limpiando un campamento de prisioneros vacío junto a otros 3 compañeros y un sargento. La vida no era tan mala. Comíamos carne rusa enlatada, jugábamos a las cartas y fumábamos la yerba que cultivábamos a escondidas del jefe. En ese tiempo la existencia parecía cosa sencilla. 
Cuando se nos subía el arrebato a la cabeza cogíamos unas cuantas armas largas e íbamos al poblado más cercano a divertirnos. Lanzábamos un par de tiros al aire y violábamos algunas vírgenes. Que feos eran todos. Hablaban muy rápido y más al asustarse. Parecía que la lengua se les saliese del cuerpo. Provocando sonidos incomprensibles que a nuestros oídos extranjeros sonaban hilarantes.
Las mujeres eran sucias en su mayoría. Demasiado velludas y con olores fuertes. Frígidas como una piedra, ni cuando les partíamos el culo soltaban una lágrima. Solo conocían la indiferencia, ni siquiera el odio. Se acabaron acostumbrando a la fatalidad. Yo nunca pude quedar satisfecho. Aquellos rostros de muertas hacían florecer mi bestialidad. Ni asesinarlas era suficiente. La insatisfacción sexual vuelve rutinario incluso el paraíso de la perversión.
Un día llegó un camión con prisioneros y se acabó el ocio. Hombres pequeños manchados por el sebo que ni siquiera hablaban entre ellos. Eran parte de una secta desmantelada al otro lado de la República que planeaba asesinar a nuestro general e incluso en un futuro invadir Luz Mariano.

Fui asignado a vigilar día y noche a su profeta; un niño albino de pelo blanco y ojos claros que miraba fijamente la pared frente a su catre.
Solo descansaba al hacer mis necesidades. Me llevaban la comida a mi puesto de vigilancia. ¿Qué tan peligroso podría ser un niño tomado por dios? Aquella noche fumé demasiado. Tomé mis cartas e intenté jugar con él. Nadie se enteraría y sería buena la compañía para los dos. Le pregunté su nombre y si sabía jugar. No tengo nombre, respondió con un acento impropio a su gente. 
Tomó el mazo y sacó el rey de espadas. Yo tengo un gallo y busco una gallina. Para al poco tiempo, tener muchos pollitos. Gallina ven, pollito ven. A comer maíz. A comer maíz. Cantaba desafinado mientras me pellizcaba y me miraba con esos ojos blancos. Dentro de ellos se encontraba todo por lo que me daba pereza luchar. Algo más grande que la guerra, los iluminados o la yerba de oriente me iba a hacer pagar por mis pecados. 
Terminé inmóvil observando la pared que antes él miraba mientras introducía el Ak- 47 por mi recto. Las lágrimas salían disparejas y al terminar desapareció aquella insatisfacción mundana que me había hecho huir tan lejos.
El infante liberó a todos sus compatriotas a la par que yo convulsionaba de éxtasis en su celda. Masacraron a mis compañeros. Los desollaron vivos y dejaron los cadáveres pudriéndose en la misma celda que me encerraron al marcharse. Lloré de angustia cuando el albino se despidió de mí regalándome la carta que me había mostrado con anterioridad. El trauma me hizo creer haber sido castigado y perdonado aquella misma noche por Dios. 
Nuestro ejército me encontró un día después. Los muertos me miraban con envidia cuando se los llevaron. Me licenciaron y antes de salir del país supe que habían ejecutado a todos los sectarios. Llegué a Luz Mariano como un héroe. Recibí una medalla por mi valentía e incluso el líder se tomó una foto conmigo que hoy se luce en mi sala. Nadie supo nunca la verdad. 
Ser el único hombre en la tierra consciente de la muerte de nuestra salvación me convirtió en un amargado. La insatisfacción se colaba en cada pedazo de mi día y con el paso del tiempo olvidé su cara. Ojalá nunca hubiese pasado por nada de esto. Lo odio por no haber disparado esa arma dentro de mi culo. 

Gritan gol y salgo de mis ensoñaciones. Un tipo de pelo blanco marca por la República Oriental. Hemos perdido. Martín llora abrazando su peluche. Debería decirle que hemos nacido para eso, pero me duele mucho el estómago. 
Voy corriendo al baño y me imagino como un rey sentado en su trono. Si yo fuese un líder o un dios no permitiría que nadie pensase demasiado. Ese es nuestro problema. Si todos fuésemos retrasados no nos creeríamos nuestras propias mentiras. Yo fuese un viejo alegre que se cagaría arriba y Martín no llorase por unos tipos corriendo detrás de una pelota. Me levanto y miro mi mierda. Es la cosa más desagradable que he visto nunca. Caigo arrodillado en el piso para vomitar.


Xavier Alejandro Llusá Borges, nacido el 28 de junio del 2003 en Marianao, La Habana, Cuba. Estudiante de Sociología en la Universidad de La Habana. Fue colaborador habitual para la revista digital contracultural cubana "Mujercitos Magazine".

Foto de cottonbro studio: pexels-public domain.



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