«Delicatessen», un relato del escritor y actor argentino Juan Pablo Goñi Capurro

En el calor del mediodía misionero, dentro de la humedad sofocante, Magdalena sostiene a su bebé en el regazo, sentada en un tocón, casi desnuda. Los ojos de la joven madre dicen tanto, que ya no le queda nada para las palabras; quizá eso explique su silencio. Por algún lado, pero cerca, están sus otros seis hijos. El séptimo te lo apadrina el presidente, le dijeron al Alberto, por eso se decidió a tenerlo. ¿Y? Del presidente, ni noticias. Sergio será otro niño huesudo que crecerá en la selva hasta alcanzar la edad para dedicarse al tabaco, como el padre y los hermanos mayores.

Un rumor de hojas le informa que alguien se acerca. Sin inmutarse, Magdalena continúa mirando a su niño, tan pequeño que parece un milagro que tuviera vida.
—Te dije que el presidente nos iba a ayudar. Crespón no iba a andar mintiendo.
Una ráfaga de ilusión recorre las pupilas de la joven; ella misma se encarga de apagarla, no sea cosa de sufrir una nueva decepción.
—¿Lo va a apadrinar?
—No, algo mejor.
Alberto se sienta al lado de Magdalena, apoyando apenas las nalgas en el borde del tocón; ella advierte el sobre de papel madera que el marido tiene en la mano. 
—¿Viste que fui a ver al secretario del intendente, por el asunto de ser padrino y eso?
El entusiasmo lo lleva a narrar la parte conocida de la historia, los vericuetos del mensaje enviado a la casa de gobierno; noticias viejas, piensa Magdalena. Lo nuevo es la respuesta; vía secretarios, intendentes, gobernadores o lo que fuera, les han enviado la propuesta: una beca completa para un niño en el Centro Niños Felices. Y a esa suerte, le suman un subsidio de mil dólares, para dedicarlos a la crianza de los otros niños.
Alberto descree que el presidente en persona haya leído su petición. ¿Cómo va a saber que el mandatario, al recibirla junto a otras cien, se largó a reír rodeado de sus ministros? «¿Yo?, ¿padrino de un negrito misionero?, ¡este está del tomate!». Mejor así, Alberto está feliz con su ignorancia.

Ahora, el entusiasta padre le muestra las fotos del hogar donde crecerá y estudiará su hijo. Al sonreír, exhibe la ausencia de cuatro dientes; el resto de la dentadura luce amarronada, de tanto tabaco que masca para hacerle trampas a la hambruna. Magdalena abraza más fuerte al bebé, lo lleva junto al pecho sudado, acaricia la cabecita donde nace la pelusa que dará lugar al pelo. 
Alberto se seca la transpiración del rostro con la agujereada camiseta de Boca, y besa la frente de la joven. Su mirada descubre un mango maduro. Va hacia la planta y lo arranca. Magdalena lo sigue con la vista. El joven alza el fruto, ella mira la planta y llora.
* * *

Las cámaras toman la amplia sala, los pasillos pulcros, las habitaciones, los somieres, las computadoras portátiles. Luego se regodean con los chicos, rollizos todos, casi obesos. Aseados, los niños visten ropas nuevas; están jugando con consolas conectadas a televisores de pantalla plana. Las tomas pasan a los mayores, dos mujeres en la treintena, vestidas con tailleurs oscuros y blusas blancas: almuerzo de trabajo en un restaurante de lujo. 
Las cámaras no toman las calles circundantes cerradas al paso por barricadas de policías y militares. Ni al equipo de comandos ni a los cuatro blindados de la Federal que rodean la edificación. En el interior, primer plano de los dos hombres ubicados entre las damas mencionadas. Uno preside la Nación Argentina, el otro, el Centro Niños Felices.
—Como pueden ver, queridos compatriotas, este centro de cobijo infantil es una maravilla. Estos chicos estarían famélicos, raquíticos, sin educación ni vestimenta, o hubieran caído en las manos del Estado, metidos en esos asilos deprimentes, sufriendo castigos y comiendo basura. Mírenlos; por favor, que las cámaras tomen a los niños —las cámaras obedecen—. Ahí los tienen, gorditos, sanos, rozagantes. ¡Esos cachetitos inflados, qué lindos!
El presidente se deja ganar por el instinto y pellizca el cachete de un niño concentrado en el FIFA. El niño tira un manotazo como si pretendiera espantar una mosca.
—Este centro es un ejemplo de lo que queremos para el país, un modelo que demuestra que lo privado es siempre mejor que lo estatal. Por eso mismo, hoy firmamos el decreto por el cual Centro Niños Felices, no pagará impuestos por cincuenta años.
Las sonrisas se chocan —dentaduras blancas, completas y perfectas—, las palmas enrojecen de aplaudir, los hombres se estrechan las manos y las dos mujeres, en un segundo plano, suspiran ofreciendo a la teleaudiencia un orgasmo intelectual, en vivo y en directo.
* * *

Tres días de búsqueda infructuosa, pero Clara Steimbach no se rinde; no conoce el término. Si se hubiera rendido, no sería una referente global de Pool Solutions, no viviría holgadamente de sus charlas motivacionales para empresarios. No viviría; su cuerpo estaría congelado en una cumbre nevada de los Andes, apartada de los habituales destinos de montañistas o practicantes de deportes invernales. Sin la fama de los rugbiers del famoso vuelo 571, ella ha protagonizado la misma historia; los cadáveres a su disposición eran el de su novio y el de su cuñada, únicos ocupantes de la avioneta estrellada en las cumbres andinas.
Durante años se preguntó por qué sobre ella no había libros o películas; ni siquiera la mencionaron en las noticias. Quizá porque era mujer, o porque había llegado diez años tarde su tragedia, o porque el novio volaba para escapar de la dictadura. Ha dejado de cuestionarlo; demasiado bien le va. Siempre ha sospechado que un mando militar con acceso al archivo secreto de su accidente fue quien pasó su dossier a Smithers, el CEO de Pool Solutions.
Cuando el empresario la contactó para ofrecerle formar parte de su consultora, estaba demasiado preocupada por obtener el puesto como para plantear dudas. Y después, ya estaba hecho; ¿qué importaba quién había soplado el dato al norteamericano?, ella tenía un puesto. Ahora, establecida, ha superado las expectativas de su contratante. Clara Steimbach es la conferencista más reclamada del staff. Lástima que el puesto tiene también sus bemoles.
Le agrada estar al frente de un nutrido grupo de ejecutivos, pero ciertas obligaciones accesorias al puesto la disgustan. Suele evadir cuantas puede; esta vez el mismo Smithers le ha hecho el encargo y la negativa es impensable. La comitiva china ha oído hablar del exclusivo Tiernitos - Sudamerican meat; sus integrantes no quieren dejar la Argentina sin cenar en ese restaurante. ¿Cómo pueden tener noticias en China si ella no ha oído mencionarlo? Ha descartado que sea un mito; el coordinador de los visitantes asegura conocer empresarios de su país que han comido en ese sitio.

Los hombres contratados han devuelto informes negativos —agentes de la SIDE—, Tiernitos no aparecía en sus archivos. Clara aguardaba esa respuesta; los espías nacionales son incapaces de efectuar un trabajo en serio. Las esperanzas están puestas en Roscoe, un entrepreneur yanqui que encuentra seguido en las conferencias; ha prometido bucear entre sus contactos. Y ha prometido llamar. Y llama.
* * *

El atardecer poco hace para disminuir la temperatura en la zona selvática. Magdalena ha reunido a los hijos en torno a la casa, el bebé descansa en un moisés improvisado con un cajón de verduras, heredado de los hermanos mayores. Lo cubre con una tela deshilachada a guisa de mosquitero. Los demás, se las arreglan a los manotazos. Se sientan en el suelo de tierra roja para cenar. 
Alberto llega justo, casi a los saltos, los dedos gordos saliendo de las zapatillas de lona —que si fueran personas ya tendrían autorización para votar.
—Acabo de verlo en la televisión, en el pueblo. El mismo presidente estuvo en la casa donde va a vivir Sergio.
Alberto describe los televisores gigantes, los chicos gordos, la sonrisa del presidente, las ropas nuevas que usaban todos. Comen callados, escuchando al padre que ha pasado a las promesas. Promete ropas, zapatillas y hasta un ventilador para que la madre no sufra tanto por las tardes.
—¿Dónde vamos a enchufar un ventilador si no tenemos luz?
—Siempre la misma negativa —dice Alberto, antes de callar y guardarse el resto de los proyectos en los que invertirá los increíbles mil dólares. 
Los niños vuelven a las pullas y empujones; la madre no los reta, permanece mirando la cuna. Su pareja le dice moisés, porque cree que es más fino. Magdalena mastica con lentitud, sin que su expresión de pistas. Alberto la estudia, dirige repentinas miradas al moisés y vuelve a su mujer; se jura que ella no le hará perder mil dólares.
* * *

En el monitor aparece a leyenda «transferencia efectuada con éxito”». Tomás Perochena hace un guiño a la secretaria de tailleur oscuro. La mujer habla unos segundos casi en un susurro, luego le cede el teléfono a su jefe. El presidente de Centro de Niños Felices, le hace otro guiño, le acaricia el muslo y le dice «Gracias Ángela, el presidente se va a poner contento con nuestra donación para la campaña».
* * *

—Lo lamento, señora Steimbach. Sus referencias son buenas, Klaus Tennger es un comensal habitual, pero aun así no podemos darle una contestación inmediata. Cuidamos el acceso a nuestro refugio gourmet. Deberé primero chequearla, a usted y a su empresa. Yo la vuelvo a llamar. Y no tema, que la espera será muy breve.
¿Qué considerará breve ese señor que no se ha dado a conocer? Tiene menos de una semana para concertar la cena, no soportaría cargar una falla en su nota de servicios. ¿Dos días, tres días? Roscoe no le ha fallado, ha obtenido el número a través de un empresario austríaco; ella también conoce a Klaus, anfitrión conferencias en las que participó. De otra forma, recalcó Roscoe, Tennger no hubiera accedido a pasarle el número y recomendarla. ¿Habrá servido el dato? Recién han pasado quince minutos del llamado a Tiernitos y se está comiendo las uñas, ¿cómo soportará una espera de días?
Suena el teléfono, número desconocido. Lo tienta dejarlo sonar. No lo hace. Si la recepcionista de Pool Solutions se lo derivó, debe tratarse de algo importante. Tras presentarse, vuelve a oír la voz sin nombre.
—Excelente, señora Steimbach. Ahora puedo presentarme, Lucio Dellagri. Agende este número, que es nuestro nuevo teléfono. Usted dirá.
—Gracias, señor Dellagri. Necesito una reserva para veintidós personas, para la próxima semana…
Dellagri la interrumpe: imposible, trabajan con dos meses de antelación. Clara siente vértigo; ha estado en ese estado, a cinco mil metros de altura. Le basta recordarlo para recuperar el control.
—Es una urgencia, son veinte empresarios chinos del más alto nivel. Hablamos de miles de millones de dólares en posibles inversiones.
Dellagri presenta excusas, repite su política. Clara insiste, insinúa que la presencia de inversores chinos podría aportar una apertura de nuevos mercados para el restaurante. Dellagri vuelve a negarse, pero una luchadora experimentada como Clara detecta que la convicción no es la misma; ha dejado un hueco en la guardia y, como buen peleadora, es allí donde golpea. Insiste en el mercado chino, en centenares de millonarios como potenciales clientes, hasta que Dellagri le pide que lo aguarde unos segundos.

La mujer se deja caer sobre el respaldo de la silla giratoria; sonríe. Esperar, puede esperar lo que sea, ¿acaso no ha esperado días, cubierta de nieve, comiendo…?; no es de buen gusto recordarlo cuando, precisamente, está tratando una reserva en un restaurante.
—Hay una posibilidad para el viernes, podemos hacer un cambio.
¿Viernes? Última noche de los chinos en Buenos Aires; el broche de oro, el acceso a un restaurante exclusivo que ella nunca hubiera conocido de no ser por los mismos visitantes.
—Eso sí, el precio no será el mismo. En lugar de los treinta mil dólares por comensal, costará el doble.
—El dinero no es problema —afirma Clara, cerrando el acuerdo.
Por supuesto que no, los chinos han afirmado que se harán cargo del costo de la cena. Sesenta mil dólares por cabeza, ¿qué les darán de comer por ese dinero?, ¿será la bebida, vinos de esos que se guardan sesenta años?, ¿o se incluirá algún tipo de show escabroso? 
Clara Steimbach deja de preocuparse; lo que sea, le resultará fácil afrontarlo. Se relaja y dedica un minuto a auto elogiarse, anticipándose a las felicitaciones de Smithers. Y a la bonificación que acompañará las frases de elogio.
* * *

Alberto ha reunido a los chiquillos frente a la casilla de maderas descartadas en el aserradero; sostiene el brazo de Magdalena. Los varones de la familia observan alelados la poderosa Land Rover Cruiser detenida al borde del sendero, una huella interrumpida por ramas y lianas que no aceptan esa intromisión en sus reinos. La mujer solo tiene ojos para ese bebé que le sonríe, ¿por qué no se lo podrán dejar unos años?
Los niños están lavados, aunque no ha podido completar un vestuario completo para ninguno. El que tiene remera más o menos nueva, va sin zapatillas, y así. Igual, Alberto está satisfecho con la imagen que brindan; sabe que en los ranchos cercanos han oído la camioneta o la han visto pasar, y todos están enterados del destino de esa máquina poderosa.
Un hombre morrudo viene por delante; aparta lianas y ramas para que el camino de Zulma Paz resulte menos incómodo. La mujer rubia no lleva un tailleur sino sandalias con suela de corcho, pantalones y camisola de lino, y un sombrero estilo explorador inglés. Su belleza no se menoscaba por el cambio, luce más el bronceado perfecto de la piel.
Una vez frente a la casa, el hombre le permite adelantarse. Zulma sonríe; además de la cartera que cuelga del hombro izquierdo, carga en la mano una carpeta. Alberto siente la necesidad de presentarse. Tiende una mano, el agua no ha podido quitar el tono rojizo a sus uñas. Detrás, Magdalena agacha la cabeza y besa a su bebé, que pronto será de otras.
Zulma abre la carpeta, en el interior hay un bolígrafo prendido de la tapa y unos pocos formularios.
—Bueno, Alberto Pires, ¿verdad? me deberá firmar y nos llevaremos a… La mujer titubea, Alberto se anima.
—Sergio, Sergio Pires.
—Mm, no, aquí dice León Pires.
Magdalena alza la cabeza. León, quizá el más flaco del sexteto que aguarda de pie, abre los ojos negros, ilusionado.
—No, hay un error, el bebé es el Sergio.
—No, no es un bebé, es un chico de que va a cumplir cinco años en unas semanas.
Magdalena se pone de pie. León quiere saltar de alegría al recordar las fotos de la residencia.
—Me dijeron que era por el bebé.
Zulma cierra la carpeta.
—Mire, señor Pires, se ha producido una vacante urgente para un niño de la edad de León. Si usted insiste en que sea Sergio, ningún problema, volvemos en seis meses, seguros de que ha finalizado el período de lactancia. Lo llevamos y entonces le damos el dinero.
Alberto titubea, desconcertado porque lo han llamado señor Pires por primera vez en la vida. Magdalena pasa sonriente y adelanta una mano hacia Zulma, que se la estrecha.
—¿Dónde tenemos que firmar? —se anticipa a Alberto—. ¿Querés esperar seis meses por los dólares, vos? ¡León, buscá tus cosas que te vas a la mansión!
León corre al interior de la casa; en los hermanos hay muecas envidiosas. Alberto reacciona, pide el bolígrafo. Firma. Luego firma Magdalena, sin preocuparse por la incomodidad que le figura hacerlo con su bebé en brazos. Zulma guarda el bolígrafo, cierra la carpeta, y de la cartera extrae un fajo de billetes de cien dólares. 

León reaparece con una bolsa de plástico negra, sus pocas ropas. La despedida es rápida. Alberto queda contando los billetes. Magdalena da giros, besa a su bebé; los otros niños van al monte, a descargar el enfado por no haber sido escogidos. León corre y se trepa a la Land Rover. Desde allí saluda sonriente, Zulma hace un gesto de ese estilo. El hombre morrudo guarda en la cintura la pistola que empuñó todo el tiempo bajo la camisa, y pone en marcha el motor.
* * *

Siempre que aparece una beca, el rumor se anticipa unas horas; por lo general, es gente de la cocina la que habla de más. Las becas son la continuación del plan del Centro de Niños Felices; el mayor de los internos es enviado al exterior. Les ha sonado un poco extraño, otorgan becas cada mes, o tres semanas, y no han pasado siete días desde la última.
Lucio ha preparado sus cosas; a punto de cumplir doce años, es el decano del grupo. Los demás internos, expectantes, admiran al afortunado. Se han interrumpido los juegos y los estudios —que reciben por intermedio de computadoras monitorizadas por la empresa.
Ángela Márquez simula verse sorprendida. No viste tailleur para las tareas en el centro, va de calzas y chombas deportivas. Tanto ella como Zulma son estímulos para los mayores, los que se acercan a los doce años. Mientras avanzan las piernas de pasarela, los chicos forman un semicírculo, dejando a Lucio al centro.
—Parece que las noticias vuelan. Hay un afortunado que irá a… ¡Londres!
Lucio no puede reprimir un grito eufórico, los más amigos lo palmean. Ángela tose.
—No, no será Lucio.
La pausa permite que circule un reguero de desconcierto mezclado con expectativa por las caras de los niños. Lucio se derrumba.
—Sé que es tu turno, y así será la próxima beca ordinaria. Pero esta vez se ha obtenido una beca especial, única, urgente, para un niño de cinco años. Así que, Braian, ¡sos el afortunado!
El escogido no cabe en sí; los cachetes inflados enrojecen, mueve las patas regordetas.
—Braian, busca tus cosas, hoy vamos a la zona de preparación, donde hacemos los papeles y esas cosas, y el viernes, ¡a tu nueva vida!
Braian explota, llora, corre con torpeza hasta Ángela y abraza su cintura. La mujer lo deja hacer, le acaricia los rulos grasosos, mientras busca con la vista un refugio que le haga escapar de la emoción, tan mala para su perfecto maquillaje.
* * *

Los chinos intercambian bromas en su idioma, ininteligible para Clara. El coordinador e intérprete se limita a susurrar en el oído de Mr. Smithers cada vez que el CEO lo requiere. No la preocupa, está relajada, se limita a sonreír cada vez que un ejecutivo asiático alza su copa Riedel, invitándola a brindar en el aire. Ha bajado la guardia, una vez efectuado el diagnóstico. Tiernitos — Sudamerican meat, no es un sito especial que merezca cobrar treinta mil dólares por plato, ni que hablar de la tarifa doble; es solo otra estafa argentina.
Tiernitos, amplio comedor lujoso en una casa antigua, sin una sola indicación externa. Columnas, bordes dorados, cortinados pesados, mesas y sillas Luis XV. Caro, acepta, pero no para justificar el precio. Ni siquiera por las copas Riedel, de fino cristal de Bohemia.
¿Sexo? Quizá haya más accesorios a la cena. Las mozas son jóvenes de veinte años, con tacos altísimos y finos, una línea de tela entre las nalgas, en el frente un triángulo que permite apreciar la depilación completa; cada una cuenta con un par de rígidos y maravillosos pechos desnudos. En el culo deben tener un resorte por la manera en que dan un saltito y sonríen cada vez que un empresario chino les mete un par de dedos. A los cincuenta y cinco muy bien llevados, Clara se atreve a competir con las de treinta y tantos, jamás contra una perfecta niña de veinte años. Les entrega al contingente completo, sin dar batalla.

En cada intercambio de miradas con Smithers, recibe las felicitaciones del jefe. Aunque tiene por norma no meterse en el negocio de los demás, le intriga cómo los propietarios de Tiernitos logran vender esa cena por semejante tarifa. El aburrimiento la incita a buscar el secreto, poco interés tiene en ver cómo se embriagan los asiáticos o como magrean a las chicas ávidas de propinas verdes. 
Los vinos son caros, pero no pasan de cien dólares la botella. Recepción con Dom Perignon y ostras, primer plato con langosta traída desde las islas de Juan Fernández, Chile. Exquisito y caro, pero ni así. Un gong la saca de sus lucubraciones; se encienden varias luces en el umbral que comunica con la cocina. Música fuerte, los chinos baten palmas, las nenas ingresan sacudiendo las caderas, cargando fuertes de plata cubiertas con campanas.
Clara se impresiona ante la actitud de los visitantes a medida que las jóvenes van dejando las bandejas en la mesa; los ojos se les ponen redondos. Ni siquiera las toquetean cuando se inclinan para alzar las campanas, los ojos concentrados en los platos. El sonido se interrumpe, se oye una grave voz de locutor profesional: «Sudamerican… Meat».
Los chinos ovacionan, las niñas dejan un plato delante de cada uno. Clara recibe el suyo. Advierte que es carne, obvio, cubierta con una salsa caramelizada. Las mozas hacen un paso atrás, luego apoyan los pechos contra las espaldas de los que han escogido como favoritos. El entusiasmo de los chinos se exaspera, hunden los tenedores en la carne y los llevan cargados a la boca. Mastican mientras los pezones de las mozas trazan círculos en sus omóplatos.
Clara abandona la vista del espectáculo, prevé que la carga sexual crecerá para los afortunados mientras los restantes, la mayoría, volverán solos al hotel. El alivio de saberse en terreno conocido le despierta el apetito. Corta un pedazo de carne rosada, lo moja en la salsa y lo acerca a la boca. Mastica. Detiene el ritmo de los dientes, deja que la lengua se impregne con el gusto del bocado. 

Pierde todo control, ignora si los dientes siguen masticando o no, si está tragando o si la comida se le atragantó en la garganta. La sensación de choque es tan fuerte que la mente se evade; le llega como de otro sitio la algarabía reinante, las exclamaciones, los brindis en chino, en inglés, en castellano, la sonrisa de Smithers, los chillidos de falsos orgasmos que emiten las mozas. Se le van todas las dudas, de golpe sabe por qué Tiernitos vale lo que vale; ha reconocido el sabor que mastica, ¿cómo olvidarlo?





Juan Pablo Goñi Capurro. Escritor y actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, Argentina, nacido el 11 de octubre de 1966 en Lomas de Zamora, del mismo país. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata» (Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. 
Más de quinientas publicaciones en Hispanoamérica, a través de antologías de editoriales (Ed. Visor, Ed. Dreamers, El gato descalzo, Ed. Solaris, Las nueve musas, Ed. Folla-g, Ed. CTHULHU, Ed. Pandemónium, Ed. Anuket, Kanon editorial, Ápeiron ed., y otras) y en revistas como Letras y Demonios, Aeternum, Rigor Mortis, Penumbria, Espejo humeante, Tártarus, Diablo Negro, Trepanación, por ejemplo.
Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2019 y 2015. 
Ganador VII certamen de microrrelatos de Montserrat (2022)
Premio teatro mínimo “Rafael Guerrero” 
Colaborador en Solo novela negra (relatos).
Estrenos: Por la Patria mi General; Vivir con miedo; Una de vampiros y salame; Delirum Tremens; Silvina tuvo visita; Poses; Héroes; Andá hacer bolsas; Bajo la sotana; La fiesta de la chancha y los veinte (Argentina); Bajo la sotana (México) Caza de Plagas (Chile) Si no estuvieras tú, El cañón de la colina, Carnushka (España). Facebook - Youtube.
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Ilustraciones: la imagen de portada ha sido remitida por el autor de la obra.

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