«Caer en el tiempo», un texto de E. M. Cioran

Por mucho que me aferre a los instantes, escapan: no hay ninguno que no me sea hostil, que no me rechace y no me manifieste su negativa a comprometerse conmigo. Proclaman uno tras otro, inabordables todos, mi aislamiento y mi derrota.

  Sólo si nos sentimos llevados y protegidos por ellos, podemos actuar. Cuando nos abandonan, carecemos de la energía indispensable para la producción de un acto, ya sea capital o trivial. Entonces afrontamos, desamparados, sin asiento en parte alguna, un infortunio inusitado: el de no tener derecho al tiempo.

  
    Yo acumulo cosas caducas, no ceso de fabricarlas y precipitarlas al presente, sin brindarle la oportunidad de agotar su propia duración. Vivir es sufrir la magia de lo posible; pero, cuando se percibe incluso en lo posible lo caduco por venir, todo se vuelve virtualmente pasado y deja de haber presente y futuro. Lo que distingo en cada instante es su jadeo y su estertor y no la transición hacia otro instante. Elaboro tiempo muerto, me revuelco en la asfixia del porvenir.

    Los otros caen en el tiempo; yo, por mi parte, he caído del tiempo. A la eternidad que se erigía por encima de él sucede esa otra que se sitúa por debajo, zona estéril en la que ya no se experimenta sino un solo deseo: volver al tiempo, elevarse hasta él a toda costa, apropiarse de una parcela de él en la que instalarse, darse la ilusión de una morada. Pero el tiempo está cerrado, es inalcanzable: y en la imposibilidad de penetrar en él estriba esa eternidad negativa, esa eternidad mala.

    El tiempo se ha retirado de mi sangre; se sostenían uno a otra y fluían concertados; ahora que están inmóviles, ¿hay que extrañarse acaso de que ya nada llegue a ser? Ellos solos, si se volvieran a poner en marcha, podrían clasificarme de nuevo entre los vivos y desembarazarme de esta subeternidad en que estoy sumido. Pero no quieren ni pueden. Han debido de ser víctimas de un hechizo: ya no se moverán, son de hielo. Ningún instante está en condiciones de insinuarse en mis venas. ¡Sangre polar durante siglos!
  

  Todo lo que respira, todo lo que tiene apariencia de ser, se esfuma en lo inmemorial. ¿Saboreé de verdad en otro tiempo la savia de las cosas? ¿Cuál era su sabor? Ahora me resulta inaccesible… e insípido. Saciedad por defecto.

  Si bien no siento el tiempo, y estoy más alejado de él que nadie, no por ello dejo de conocerlo, observarlo sin cesar: ocupa el centro de mi conciencia. ¿Cómo creer que aquel mismo que es su autor lo haya pensado y haya pensado en él tanto? Dios, si es cierto que lo ha creado, no puede conocerlo a fondo, porque no acostumbra a hacerlo objeto de sus cavilaciones. Pero yo fui excluido del tiempo —estoy convencido de ello— con el único fin de formar con él la materia de mis obsesiones. En realidad, me confundo con la nostalgia que me inspira.

  Suponiendo que yo haya vivido ya en él, ¿cuál era y por qué medio representarme su naturaleza? La época en que estaba familiarizado con él me es ajena, ha desertado de mi memoria, ya no pertenece a mi vida. Y creo incluso que me sería más fácil asentarme en la eternidad verdadera que volver a instalarme en él. ¡Pobre de quien estuvo en el tiempo y nunca podrá volver a estar en él!

  (Degradación incalificable: ¿cómo pude encapricharme del tiempo, cuando resulta que siempre he concebido mi salvación fuera de él, del mismo modo que siempre he vivido con la certidumbre de que estaba a punto de gastar sus últimas reservas y, roído desde dentro, herido en su esencia, carecía de duración?)

  A fuerza de permanecer sentados al borde de los instantes para contemplar su paso, acabamos no distinguiendo ya en ellos sino una sucesión sin contenido, tiempo que ha perdido substancia, tiempo abstracto, variedad de nuestro vacío. Una vez más, y de abstracción en abstracción, merma por culpa nuestra y se disuelve en temporalidad, en sombra de sí mismo. Nos toca ahora devolverle la vida y adoptar una actitud clara, carente de ambigüedad para con él. ¿Cómo lograrlo, cuando inspira sentimientos irreconciliables, un paroxismo de repulsión y fascinación?

  Las equívocas actitudes del tiempo se dan en todos los que lo convierten en su preocupación fundamental y, dando la espalda a lo que tiene de positivo, examinan sus aspectos equívocos, la confusión que en él se da entre el ser y él no ser, su descaro y su versatilidad, sus apariencias equívocas, su doble juego, su insinceridad congénita: un hipócrita a escala metafísica. Cuanto más lo examinamos, más lo asimilamos a un personaje, del que no cesamos de sospechar, al que nos gustaría desenmascarar y cuyo ascendiente y atractivo acabamos padeciendo. De ahí a la idolatría y la esclavitud sólo hay un paso.

  He deseado demasiado el tiempo para no falsear su naturaleza, lo he aislado del mundo, lo he convertido en una realidad independiente de toda otra realidad, un universo solitario, un sucedáneo de absoluto: operación singular que lo separa de todo lo que supone y de todo lo que entraña, metamorfosis del figurante en protagonista, promoción abusiva e inevitable. No podría negar que ha logrado obnubilarme. En cualquier caso, no previo que un día yo iba a pasar de la obsesión a la lucidez, con la consiguiente amenaza para con él.

  Está constituido de tal modo, que no resiste la insistencia con que la inteligencia lo sondea. Con ello desaparece su densidad, su trama se deshilacha y sólo quedan jirones con los que debe contentarse el analista. Es que no está hecho para ser conocido, sino vencido; escrutarlo, registrarlo, es envilecerlo, es transformarlo en objeto. Quien se dedique a ello acabará tratando del mismo modo su propio yo. Como toda forma de análisis es una profanación, resulta indecente practicarlo. A medida que descendemos en nuestros secretos para hurgar en ellos, pasamos de la turbación al malestar y del malestar al horror. El conocimiento de sí mismo se paga siempre demasiado caro, como, por lo demás, el conocimiento puro y simple. Cuando el hombre haya alcanzado su fondo, no se dignará vivir más. En un universo explicado, nada conservaría un sentido, salvo la locura. Cuando se ha pasado revista a una cosa, deja de contar. Asimismo, si hemos calado en alguien, lo mejor que puede hacer es desaparecer. Todos los seres vivos llevan una máscara no tanto por reacción de defensa cuanto por pudor, por deseo de ocultar su irrealidad. Arrancársela es perderlos y perderse. No cabe duda de que no es grato permanecer bajo el Árbol de la Ciencia.

  En todo ser que no sabe que existe, en toda forma de vida exenta de conciencia, hay algo sagrado. Quien nunca ha envidiado al vegetal no se ha enterado del drama humano.

  Por haber denigrado demasiado el tiempo, el tiempo se venga contra mí: me coloca en la posición de pedigüeño, me obliga a añorarlo. ¿Cómo he podido asimilarlo al infierno? El infierno es ese presente que no se mueve, esa tensión en la monotonía, esa eternidad invertida que no va a ninguna parte, ni siquiera a la muerte, mientras que el tiempo, que fluía, que se desarrollaba, ofrecía al menos el consuelo de una espera, aunque fuese fúnebre. Pero, ¿qué esperar aquí, en el límite inferior de la caída, donde no hay medio alguno de caer más, donde falta hasta la esperanza de otro abismo? ¿Y qué más esperar de esos males que nos acechan, que se manifiestan sin cesar, los únicos que parecen existir y los únicos que existen en efecto? Si bien podemos volver a empezarlo todo a partir del frenesí, que representa un arranque de vida, una virtualidad de luz, no ocurre lo mismo con esa desolación subtemporal, aniquilación en pequeñas dosis, hundimiento en una repetición sin salida, desmoralizante y opaca, de la que sólo se puede surgir gracias al frenesí precisamente.

  Cuando el eterno presente deja de ser el tiempo de Dios para convertirse en el del Diablo, todo se echa a perder, todo se vuelve repetición de lo intolerable, todo se hunde en ese abismo en el que no hay fundamento para confiar en el desenlace, en el que se pudre uno en la inmortalidad. Quien cae en él da vueltas y más vueltas, se agita en vano y no produce nada. De modo que toda forma de estabilidad e impotencia es un rasgo propio del infierno.

  No puede uno creerse libre, cuando se encuentra siempre consigo, ante sí, ante el mismo. Esa identidad, a un tiempo fatalidad y obsesión, nos encadena a nuestras taras, nos arrastra hacia atrás y nos arroja fuera de lo nuevo, fuera del tiempo. Y, cuando nos vemos rechazados, recordamos el porvenir, dejamos de correr hacia él.

  Por seguros que estemos de no ser libres, hay certidumbres a las que nos resignamos con dificultad. ¿Cómo actuar sabiéndose determinado? ¿Cómo querer siendo autómata? En nuestros actos existe, por fortuna, un margen de indeterminación, sólo en nuestros actos: puedo aplazar tal o cual acción; en cambio, me resulta imposible ser otro distinto del que soy. Si bien tengo cierta libertad de maniobra en la superficie, en las profundidades todo está detenido por siempre jamás. De la libertad sólo es real el espejismo; sin él, la vida apenas sería posible ni concebible siquiera. Lo que nos incita a considerarnos libres es la conciencia que tenemos de la necesidad en general y de nuestros obstáculos en particular; la conciencia entraña distancia y toda distancia suscita en nosotros un sentimiento de autonomía y superioridad, que —no hace falta decirlo— no comprende sino un valor subjetivo. ¿Cómo suaviza la conciencia de la muerte su idea o aplaza su advenimiento? Saber que se es mortal es, en realidad, morir dos veces o, mejor dicho, todas las veces que sabemos que debemos morir.

  Lo hermoso de la libertad es que nos apegamos a ella en la medida misma en que parece imposible. Pero aún más hermoso es que se la haya podido negar y que esa negación haya constituido el gran recurso y el fondo de más de una religión, de más de una civilización. No nos cansaremos de alabar a la Antigüedad por haber creído que nuestros destinos estaban inscritos en los astros, que no había ningún rastro de improvisación o azar en nuestras venturas ni en nuestros infortunios. Nuestra ciencia, por no haber sabido oponer a tan noble «superstición» otra cosa que las «leyes de la herencia», se ha desacreditado por siempre jamás. Cada uno de nosotros tenía su «estrella»; ahora nos vemos esclavos de una química odiosa. Es la última degradación de la idea de destino.

  No es improbable en absoluto que una crisis individual llegue un día a ser cosa de todos y adquiera, así, una significación no ya psicológica, sino histórica. No se trata de una simple hipótesis; hay señales que debemos acostumbrarnos a interpretar.

  Tras haber echado a perder la eternidad verdadera, el hombre cayó en el tiempo, en el que logró, ya que no prosperar, al menos vivir: lo que es seguro es que se ha amoldado a él. El proceso de esa caída y ese amoldamiento se llama Historia.

  Pero, mira por dónde, lo amenaza otra caída, cuya amplitud resulta aún difícil de apreciar. Esa vez ya no se tratará de caer de la eternidad, sino del tiempo, y caer del tiempo es caer de la Historia, es —suspendido el porvenir— encenagarse en la inercia y la tristeza, en el absoluto del estancamiento, en que el propio verbo se hunde por no poder elevarse hasta la blasfemia o la imploración. Esa caída, sea o no inminente, es posible e incluso inevitable. Cuando le llegue al hombre, éste dejará de ser un animal histórico. Y entonces, tras haber perdido hasta el recuerdo de la eternidad verdadera, de su primera felicidad, dirigirá sus miradas a otros puntos, al universo temporal, a ese segundo paraíso, del que habrá sido desterrado.

  Mientras permanecemos dentro del tiempo, tenemos semejantes, con los que nos proponemos rivalizar; en cuanto cesamos de estar en él, ya no nos importa en absoluto lo que hagan ni lo que piensen de nosotros, porque estamos tan separados de ellos y de nosotros mismos, que producir una obra o tan sólo pensarlo nos parece ocioso o descabellado.

  La insensibilidad para con su destino es propia de quien ha caído del tiempo y, a medida que se revela esa caída, resulta incapaz de manifestarse o de querer simplemente dejar huellas. El tiempo constituye —no queda más remedio que reconocerlo— nuestro elemento vital; cuando nos vemos desprovistos de él, nos encontramos sin apoyo, en plena irrealidad o en pleno infierno. O en los dos a la vez, en el hastío, nostalgia insatisfecha del tiempo, imposibilidad de alcanzarlo y de introducirnos en él, frustración de verlo fluir allá arriba, por encima de nuestras miserias. ¡Haber perdido tanto la eternidad como el tiempo! El hastío es la cavilación sobre esa doble pérdida. Lo que equivale a decir el estado normal, el modo de sentir oficial de una Humanidad expulsada por fin de la Historia.

  El hombre se alza contra los dioses y reniega de ellos, al tiempo que les reconoce calidad de fantasmas; cuando se vea proyectado por debajo del tiempo, le quedarán tan lejanos, que ni siquiera conservará la idea de ellos. Y, como castigo de ese olvido, experimentará entonces la degradación completa.

  Quien quiere ser más de lo que es no dejará de ser menos. Al desequilibrio de la tensión sucederá, en plazo más o menos breve, el de la relajación y el abandono. Una vez postulada esa simetría, hay que ir más allá y reconocer que en la degradación hay misterio. El caído nada tiene que ver con el fracasado; evoca más bien la idea de alguien afectado por un golpe sobrenatural, como si una potencia maléfica se hubiera ensañado con él y se hubiese apoderado de sus facultades.

  El espectáculo de la degradación supera al de la muerte: todos los seres mueren; sólo el hombre está llamado a decaer. Pisa en falso respecto de la vida (como, por lo demás, la vida pisa en falso respecto de la materia). Cuanto más se aleja de ella, ya sea elevándose ya cayendo, más se acerca a su ruina. Tanto si llega a transfigurarse como a desfigurarse, en ambos casos se extravía. Hemos de añadir, además, que no podrá evitar ese extravío sin escamotear su destino.

  Querer significa mantenerse a toda costa en un estado de exasperación y fiebre. El esfuerzo es extenuante y no se puede afirmar que el hombre pueda mantenerlo siempre. Creer que le corresponde superar su condición y orientarse hacia la de superhombre es olvidar que le cuesta resistir en cuanto hombre y que sólo lo logra a fuerza de tensar su voluntad, su energía al máximo. Ahora bien, la voluntad, que comprende un principio equívoco e incluso funesto, se vuelve contra quienes abusan de ella. No es natural querer o, dicho más exactamente, habría que querer lo justo para vivir; en cuanto queremos menos o más, nos descomponemos, nos desplomamos tarde o temprano. Si bien la falta de voluntad es una enfermedad, la voluntad misma es otra, peor aún: de ella, de sus excesos, más que de sus debilidades, derivan todos los infortunios del hombre. Pero, si ya quiere demasiado en el estado en que se encuentra, ¿qué sería de él si llegara al rango de superhombre? Estallaría seguramente y se desplomaría sobre sí mismo. Y entonces, mediante un rodeo grandioso, se vería incitado a caer del tiempo para entrar en la eternidad de abajo, término ineluctable al que poco importa, a fin de cuentas, que llegue por decaimiento o por desastre.



Texto perteneciente al libro «La caída en el tiempo» de E. M. Cioran.

Fotografía de Gaëtan Othenin Girard (en Unsplash). Public domain.



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