«Avistaje de Víctor», un relato de Ángelo P. Bertoldi

Nicole estaba y saboreaba y afortunaba el cuarto con Víctor, mientras él con su libreta sobre una frazada que había doblado en el piso. Escribía sobre cosas que ella no podía tocar, por tener tal vez demasiado cerca, o a lo mejor más allá de su hombro, donde la flexibilidad del cuello no. Escribía sin hacer ruido y sin mirarla, sin desviarse para ningún gesto de complicidad. Estaba ahí, callado como un manchón rojizo en la pared, lindo como las frutas que sólo tienen los machucones de la luz, propio como él. Y eran las seis de la tarde y Nicole no podía guardarse toda la belleza para ella sola (porque era egoísta, pero más porque era peligroso y triste): así como quien descubre la cura a alguna enfermedad o la respuesta a alguna cuestión matemática que durante siglos ha preocupado a unas siete personas, salió ella a la vereda para anunciarlo y ofrecerlo, para buscar a las gentes que estuviesen caminando por ahí, a cualquiera, a todas. Las invitaba a pasar y mirarlo. Siempre con cuidado, siempre con suavidad, para no devolverlo al mundo, para seguir apreciándolo así, lejano e interior. Prohibió las fotos con flash y los estornudos. Prohibió los tacos ruidosos y los aplausos.
Entró una chica de pelo negro y labios estirados, con ropa de segunda mano y un estuche de guitarra en la espalda, y un par de cuadernillos bajo el brazo. Entró un tipo de mucho pelo en el pecho y muchas reservas en la panza y mucha piel descubierta a la vuelta del cráneo; tenía también una barba rojiza, algo reseca, y varios agujeros en la remera. Entró una mujer que había viajado varias veces a la selva colombiana. Se sumó un señor que atendía una farmacia y detestaba agudamente las encuestas, fueran estas presenciales o por teléfono. Entró un padre que obligaba a las hijas a ir a cenar con él y con su novia. Entró también una docente que visitaba las librerías y por cada ejemplar que se compraba se metía otro de contrabando en el bolso. Entró Rosalinda Balderas. Entró también una perra que vivía en una casa de ahí cerca y cada día se daba una vuelta por las veredas cercanas y visitaba un rato a quien sea que le diera atención o sobras. Se sumó alguien que antes leía muchos libros sobre metafísica pero ya había dejado de leerlos hace años. Entró alguien que estaba casado. También llegó una mujer que sabía malambo y que había tenido un hijo con el hermano de su novia.
Diez minutos le llenaron la cama, y detrás de las personas sentadas al borde, se pararon las que iban quedando sin espacio. Para seguir entrando había que empujar, robarle centímetros a las demás con el hombro y aventajar aire y perspectiva. Víctor seguía escribiendo. En él. En la libreta. En la habitación vacía. Y cuando quiso ingresar una chica recién titulada como veterinaria, el forcejeo derivó en una espalda que rozó un viejo pulverizador de plástico que perdió su estabilidad sobre un estante y terminó golpeando el piso y destruyendo el silencio de Víctor, que volteó asustado y miró hacia su derecha. No pudo decir nada, no pudo pedir explicaciones: alguien empezó a aplaudir. El resto se contagió en menos de dos segundos y medio y algunas personas que se habían sentado se pusieron de pie.
Desde afuera y desde su risa, Nicole también aplaudió. Estaba contenta de Víctor, contenta de la comprensión de los desconocidos (ahora un poco menos), y contenta de haber salvado en un montón de memorias aquellos movimientos y aquel perfil y aquella sorpresa y aquel diseño de un día en su pelo y aquel color que sólo esa luz iba a sacarle sólo esa vez.



Ángelo P. Bertoldi nació en 1996 en el Chaco, Argentina. Empezó a escribir breves historias durante la primaria. Fue corrector voluntario en grupos independientes; estudió tres años Artes Combinadas y lo dejó para poder viajar; en 2015 imprimió su primer libro ("Intrascendencias de un tipo más sobre el suelo"); viajó; trabajó como vendedor en una librería; siguió viajando. Actualmente cultiva cuanto puede para su subsistencia, escribe, intenta bailar y produce contenido audiovisual.

Fotografía de Mario Purisic (en Unsplash). Public domain. 


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