«Uno», un texto perteneciente al libro «Identidades asesinas», de Amin Maalouf

  Mi vida de escritor me ha enseñado a desconfiar de las palabras. Las que parecen más claras suelen ser las más traicioneras. Uno de esos falsos amigos es precisamente «identidad». Todos nos creemos que sabemos lo que significa esta palabra y seguimos fiándonos de ella incluso cuando, insidiosamente, empieza a significar lo contrario.

  Lejos de mí la idea de redefinir una y otra vez el concepto de identidad. Es el problema esencial de la filosofía desde el «conócete a ti mismo» de Sócrates hasta Freud, pasando por tantos otros maestros; para abordarlo de nuevo hoy se necesitaría mucha más competencia de la que yo tengo, y mucha más temeridad. La tarea que me he impuesto es infinitamente más modesta: tratar de comprender por qué tanta gente comete hoy crímenes en nombre de su identidad religiosa, étnica, nacional o de otra naturaleza. ¿Ha sido así desde los albores de la historia o por el contrario hay realidades que son específicas de nuestra época? Es posible que algunas de mis palabras le parezcan al lector demasiado elementales. Pero es porque he tratado de reflexionar con la máxima serenidad, paciencia y lealtad que me han sido posibles, sin recurrir a ningún tipo de jerga ni a ninguna engañosa simplificación.

  En lo que se ha dado en llamar el «documento de identidad» figuran el nombre y los apellidos, la fecha de nacimiento, una fotografía, determinados rasgos físicos, la firma y, a veces, la huella dactilar: toda una serie de indicaciones que demuestran, sin posibilidad de error, que el titular de ese documento es Fulano y que no hay, entre los miles de millones de seres humanos, ningún otro que pueda confundirse con él, ni siquiera su sosia o su hermano gemelo.

  Mi identidad es lo que hace que yo no sea idéntico a ninguna otra persona.

  Así definido, el término «identidad» denota un concepto relativamente preciso, que no debería presentarse a confusión. ¿Realmente hace falta una larga argumentación para establecer que no puede haber dos personas idénticas? Aun en el caso de que el día de mañana, como es de temer, se llegara a «clonar» seres humanos, en sentido estricto esos clones sólo serían idénticos en el momento de «nacer»; ya desde sus primeros pasos en el mundo empezarían a ser diferentes.

  La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos que evidentemente no se limitan a los que figuran en los registros oficiales. La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece a una gran tradición religiosa; a una nación, y en ocasiones a dos; a un grupo étnico o lingüístico; a una familia más o menos extensa; a una profesión; a una institución; a un determinado ámbito social… Y la lista no acaba ahí, sino que prácticamente podría no tener fin: podemos sentirnos pertenecientes, con más o menos fuerza, a una provincia, a un pueblo, a un barrio, a un clan, a un equipo deportivo o profesional, a una pandilla de amigos, a un sindicato, a una empresa, a un partido, a una asociación, a una parroquia, a una comunidad de personas que tienen las mismas pasiones, las mismas preferencias sexuales o las mismas minusvalías físicas, o que se enfrentan a los mismos problemas ambientales.

  No todas esas pertenencias tienen, claro está, la misma importancia, o al menos no la tienen simultáneamente. Pero ninguna de ellas carece por completo de valor. Son los elementos constitutivos de la personalidad, casi diríamos que los «genes del alma», siempre que precisemos que en su mayoría no son innatos.

  Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible.

  Puede que un accidente, feliz o infortunado, o incluso un encuentro fortuito, pesen más en nuestro sentimiento de identidad que el hecho de tener detrás un legado milenario. Imaginemos el caso de un serbio y una musulmana que se conocieron hace veinte años, en un café de Sarajevo, que se enamoraron y se casaron. Ya nunca podrán percibir su identidad del mismo modo que una pareja cuyos integrantes sean serbios o musulmanes. Cada uno de ellos llevará siempre consigo las pertenencias que recibieron de sus padres al nacer, pero ya no las percibirá de la misma manera ni les concederá el mismo valor.

  Sigamos en Sarajevo. Hagamos allí, mentalmente, una encuesta imaginaria. Vemos, en la calle, a un hombre de cincuenta y tantos años.

  Hacia 1980, ese hombre habría proclamado con orgullo y sin reservas: «¡Soy yugoslavo!»; preguntando un poco después, habría concretado que vivía en la República Federal de Bosnia-Herzegovina y que venía, por cierto, de una familia de tradición musulmana.

  Si lo hubiéramos vuelto a ver doce años después, en plena guerra, habría contestado de manera espontánea y enérgica: «¡Soy musulmán!». Es posible que se hubiera dejado crecer la barba reglamentaria. Habría añadido enseguida que era bosnio, y no habría puesto buena cara si le hubiésemos recordado que afirmaba orgulloso que era yugoslavo.

  Hoy, preguntando en la calle, nos diría en primer lugar que es bosnio, y después musulmán; justo en ese momento iba a la mezquita, añade, y quiere decir también que su país forma parte de Europa y que espera que algún día se integre en la Unión Europea.

  ¿Cómo querrá definirse nuestro personaje cuando lo volvamos a ver en ese mismo sitio dentro de veinte años? ¿Cuál de sus pertenencias pondrá en primer lugar? ¿Será europeo, musulmán, bosnio…? ¿Otra cosa? ¿Balcánico tal vez?

  No me atrevo a hacer un pronóstico. Todos esos elementos forman parte efectivamente de su identidad. Nació en una familia de tradición musulmana; por su lengua pertenece a los eslavos meridionales, que no hace mucho se agruparon en un mismo Estado y que hoy vuelven a estar separados; vive en una tierra que fue en un tiempo otomana y en otro austriaca, y que participó en las grandes tragedias de la historia europea. Según las épocas, una u otra de sus pertenencias se «hinchó», si es que puede decirse así, hasta ocultar todas las demás y confundirse con su identidad entera. A lo largo de su vida le habrán contado todo tipo de patrañas. Que era proletario, y nada más. Que era yugoslavo, y nada más. Y, más recientemente, que era musulmán y nada más; hasta es posible que le hayan hecho creer, durante unos difíciles meses, ¡que tenía más cosas en común con los habitantes de Kabul que con los de Trieste!

  En todas las épocas hubo gentes que nos hacen pensar que había entonces una sola pertenencia primordial, tan superior a las demás en todas las circunstancias que estaba justificado denominarla «identidad». La religión para unos, la nación o la clase social para otros. En la actualidad, sin embargo, basta con echar una mirada a los diferentes conflictos que se están produciendo en el mundo para advertir que no hay una única pertenencia que se imponga de manera absoluta sobre las demás. Allí donde la gente se siente amenazada en su fe, es la pertenencia a una religión la que parece resumir toda su identidad. Pero si lo que está amenazado es la lengua materna, o el grupo étnico, entonces se producen feroces enfrentamientos entre correligionarios. Los turcos y los kurdos comparten la misma religión, la musulmana, pero tienen lenguas distintas; ¿es por ello menos sangriento el conflicto que los enfrenta? Tanto los hutus como los tutsi son católicos, y hablan la misma lengua, pero ¿acaso ello les ha impedido matarse entre sí? También son católicos los checos y los eslovacos, pero ¿ha favorecido su convivencia esa fe común?

  Con todos estos ejemplos quiero insistir en que, si bien en todo momento hay, entre los componentes de la identidad de una persona, una determinada jerarquía, ésta no es inmutable, sino que cambia con el tiempo y modifica profundamente los comportamientos.

  Además, las pertenencias que importan en la vida de cada cual no son siempre las que cabría considerar fundamentales, las que se refieren a la lengua, al color de la piel, a la nacionalidad, a la clase social o a la religión. Pensemos en un homosexual italiano en la época del fascismo. Ese aspecto específico de su personalidad tenía para él su importancia, es de suponer, pero no más que su actividad profesional, sus preferencias políticas o sus creencias religiosas. Y de repente se abate sobre él la represión oficial, siente la amenaza de la humillación, la deportación, la muerte —al elegir este ejemplo echo mano obviamente de ciertos recuerdos literarios y cinematográficos—. Así, ese hombre, patriota y quizás nacionalista unos años antes, ya no es capaz de disfrutar ahora con el desfile de las tropas italianas, e incluso llega a desear su derrota, sin duda. Al verse perseguido, sus preferencias sexuales se imponen sobre sus otras pertenencias, eclipsando incluso el hecho de pertenecer a la nación italiana —que sin embargo alcanza en esta época su paroxismo—. Habrá que esperar a la posguerra para que, en una Italia más tolerante, nuestro hombre se sienta de nuevo plenamente italiano.

  Muchas veces, la identidad que se proclama está calzada —en negativo— de la del adversario. Un irlandés católico se diferencia de los ingleses ante todo en la religión, pero también se considerará, contra la monarquía, republicano, y si no conoce el gaélico al menos hablará el inglés a su manera; un dirigente católico que se expresara con el acento de Oxford parecería casi un renegado.

  Esa complejidad —a veces amable, a menudo trágica— de los mecanismos de la identidad puede ilustrarse con decenas de ejemplos. Citaré algunos en las páginas que siguen, unos de manera sucinta, otros con más detalle, sobre todo los que se refieren a la región de la que procedo: Oriente Próximo, el Mediterráneo, el mundo árabe y, en primer lugar, Líbano, un país en el que la gente tiene que preguntarse constantemente por sus pertenencias, sus orígenes, sus relaciones con los demás y el lugar, al sol o a la sombra, que puede ocupar en él.


Un texto perteneciente al libro «Identidades asesinas», de Amin Maalouf.

Fotografía de Adrian Swancar (en Unsplash). Public domain.


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