«Son cosas de mandinga», un cuento/leyenda de Graciela Enríquez

En un pueblito muy alejado de la provincia de Jujuy a mitad del SXX, en el territorio de la República Argentina, nace una historia que llegó a nuestros días, transformada en leyenda.
La abuela Angélica, era muy jovencita por aquellos días donde da comienzo esta historia. Estaba comprometida con Tomás, un muchachito de sur misma edad, quién un día sería abuelo junto con ella.
Los días se volvieron más lindos, a pesar del clima, a pesar de las penas y la pobreza, en aquellos parajes inciertos e inhóspitos. La pareja se casó con alegría, en las tradiciones de sus ancestros. Paseaban e iban a visitar a sus familiares, cuando el trabajo se los permitía. Cosa que de a poco empezó a disiparse con la llegada de los pequeños hijitos. El tiempo y las distancias se modificaron aislándose en familia, lejos de los parientes que vivían en los nuevos barrios, de una provincia que iba cambiando. Aunque el páramo nunca cambiaba. Las casitas de las aldeas de los campesinos, continuaban construyéndose de adobe. Llenas de tabúes y rituales milenarios, escondidos de los más sabios e inteligentes. En esos lejanos pueblitos, se iban contando de boca en boca diferentes historias y leyendas que trascendía en el tiempo, las que terminaban siendo atemporales. Fue en esos momentos que una nueva historia daría comienzo a otra leyenda... Cuando un hombre de traje negro con sombrero y finos zapatos, comenzó a perseguir al chico Tomás. Esperándolo en la esquina de su casita, bajo un frondoso e inmenso árbol, todos los martes y viernes de la semana. Al principio las charlas eran cortas y regresaba rápido junto con su joven mujer e hijos. Más luego de meses y años, tales conversaciones, se extendían hasta altas horas de la madrugada. Muchas veces de regreso de visitar a sus parientes, Angélica de lejos ya lo veía, parado con porte de noble y mirada huidiza, ella temía siempre por su esposo. Con el que a veces iniciaba o intentaba entablar un diálogo sobre el tema. Pero el chico con solo una mirada y unas palabras " Ve a casa y no te des vuelta" lo resumía todo. Así terminaba, el tan breve intento de dialogar con él, al respecto de lo que estaba sucediendo. El tema se volvió tabú para toda la familia. El hombre misterioso a veces vestía con ese especial traje negro, otras veces con una larga túnica muy oscura y más de una oportunidad llevaba capa y galera. Fumaba un puro muy aromático y bebía de un licor finísimo, que mareaba a toda esa familia cuando cruzaba a su lado. Tomás al entrar en su casa parecía como si nada aconteciera , como si las horas no transcurrieran por aquellas noches. Así se repetía la escena una y otra vez y los años, cambiaban en el almanaque de la humilde cocina. Después de todo aquel tiempo de conversaciones sobre "¡vaya a saber que negocios!", en las oscuras noches al aire libre , con el cielo tan azul azabache, que a penas la luna redonda podía iluminar sus encuentros. Así fue cuando lo invitó a ir con él, rumbo hacia una especie de gruta escondida en la montaña, cuevas infinitas y milenarias. Al mirar por primera vez, Tomás no entendía nada, ¿como podría entrar dentro de ellas?, ya que tenían un arco en la entrada con raras inscripciones y no sabía su significado y debía murmurar alguna extraña reza o algo así. Había cuevas abiertas y el hombre de negro le señaló una, que según él, debería acontecer las reuniones. Pero parecía imposible poder entrar, ya que había una piedra gigantesca cerrándole el paso, lo extraño también que Tomás vio, era que por encima de ella, en el arco de entrada no había ninguna de esas inscripciones, pero si, una cruz de hierro dada vuelta. El chico le preguntó el porqué de ese detalle al forastero, que le respondió "Que debía maldecir y escupir tres veces encima de ella. Así la puerta se abriría para él y esto tendría que realizar todos los viernes, sin fallar ninguno". Tomás retrocedió un paso para atrás, con miedo y muy sorprendido, de lo que le pidió hacer, para pertenecer. Aunque después de todo, Tomás fue el primero que le pidió algo al hombre de negro. ¿Que sería tan importante como para cometer tal blasfemia?, pero así y todo reaccionó y continuó por ese mismo camino, todos los viernes de su vida. Y se dio cuenta que a pesar de que tomó ya una decisión, no le gustaba nada ciertas formalidades y pedidos raros, para complacer el suyo propio. Entonces supo... Que era demasiado tarde para retroceder. Luego dio un paso hacia adelante y realizó aquella blasfema acción por el resto de su vida. Más tarde se arrepintió, pero ya no hubo vuelta atrás. Los cerros a su alrededor eran majestuosos, las montañas resultaban imperiales entre caminos empedrados, los que tenía que recorrer todos los viernes, el chico Tomás. Lastimando sus pies, semana tras semana. Las lluvias no llegaban muy seguido y la tierra se descascaraba por tanta sequedad, ¡tan seca! sufriendo por la sed del agua que no caía del cielo. Si bien todo el paisaje en su conjunto era sublime, no así, el clima que deterioraba el páramo y a sus habitantes más cercanos de las aldeas subyacentes. Brindándole simplemente angustia, temor, miedos y leyendas del Mandinga. Los días eran muy calurosos y ahogaban el aire, volviéndolo espeso e irrespirable. El campo a la distancia parecía ser un poco más amigable, ya que sus animales pastoreaban y vivían allí , pero también recibían de ese clima tan extremo. Igual todos los martes, Angélica caminaba abrazando a sus pequeños, los que iban creciendo en aquellos tiempos. Y desde lejos ya veía al hombre de negro parado bajo el frondoso árbol, esperando por Tomás. Él que una y otra vez recitaba la misma oración "Ve a casa y no te des vuelta" . Y ella sin mediar una palabra, nunca más tocó aquel tema y se guardó toda esa impotencia muy dentro de su garganta, gritando en silencio, el miedo y pánico que esto le proporcionaba a ella y a sus hijitos. Los viernes llueva o truene, haga frío o calor, comenzaba su viaje a aquellas tierras inhóspitas, hasta llegar frente a la cueva. Allí, al abrirse la puerta, al correrse la inmensa piedra y después de blasfemar contra todo su disgusto, cerrando sus ojos, para no ver lo que estaba haciendo a sabiendas. Se iba abriendo paso entre medio de víboras una más linda que la otra, grandes y chicas desfilaban a su derredor. Con ganas de morderlo pero ellas seguían las reglas del juego, que les implicó el hombre de negro.
Luego iban apareciendo hermosos hombres vestidos de trajes y mujeres esbeltas, como salidas del paraíso más infernal. Sensuales, adornadas con joyas y vestidas con escasas ropas, tajos muy largos y escotes muy pronunciados. Más allá de aquellas personas o casi ángeles, se veía una mesa llena de monedas de oro y el ya conocido hombre misterioso, vestido con una túnica larga y negra, sentado al frente de ella. El brillo de las alhajas, piedras preciosas, gemas de colores radiantes rubíes, oro y más oro y los diamantes más finos iluminaban el tan oscuro recinto. Velas y silicios prendidos alrededor de la mesa, que también tenía un increíble banquete real, digno de toda nobleza. Tomás asistía a todas esas reuniones, que en realidad eran rituales de una secta adoradores de Mandinga. Al cabo de los muchos años ... Tomás se volvió viejo y alcohólico, bebía al principio en las festividades, luego en cualquier fecha conmemorativa y terminó bebiendo casi todos los días. A, Angélica también se le esfumó su juventud y sus niños volaron al crecer. Otros murieron, por algún extraño mal, que les aquejo por un tiempo. Aquellos que se quedaron en el cerro. Tomás en una de esas noches de martes, en las que ya no se encontraba más con el hombre de negro. Decide contarle a su esposa, su gran secreto. Dolorido y envejecido, empieza a relatar todo lo ocurrido.
Aquella que se había prometido no hablar del tema, solo lo escucha, sin omitir palabra alguna. Escuchando en su vejez, esta historia tan escalofriante. Sin un gesto, mirándolo perpleja, ¡solo escucha!. Tomás enfermo más y más, ni los curanderos pudieron asistirlo, ni el cura párroco de la iglesia, pudo ayudarlo con su espíritu quebrantado. Nadie, en conclusión, pudo desatar el maléfico hechizo, que el mismísimo hombre de negro le impuso. Una sola vez , Angélica, le preguntó porque había enfermado así, y él a duras penas, respondió: "Porque no cumplí con lo que le había prometido en aquellas oscuras reuniones". Y un día en pleno carnaval, donde la provincia se vestía para recibir al rey Momo, haciendo un muñeco en forma de diablo, en un mojón de paja y cala para hacer una interminable fogata, con un gran agujero en el medio y en el fondo el muñeco. Por fuera llevaba serpentina, colocaban alrededor de esta fogata botellas con bebidas alcohólicas, fuertes licores y abundancia de cigarrillos. 
Tomas miraba tras una ventana, de su casita de adobe, el murmullo del pueblo alegre por el carnaval. Y en medio de esa última vista, escuchaba a la multitud, lanzar una reza diferente en un dialecto desconocido, pero nadie parecía notarlo. Sacaron el muñeco de adentro del mojón, lo tiraron hacia arriba y recibían al rey Momo en toda su grandeza. Mientras en las calles transcurría esta ceremonia, Tomás fallecía dando su último suspiró. A Angélica se le cayeron algunas lágrimas, que rodaron por sus mejillas. Se asomó por la misma ventana al mirar hacia la esquina, el hombre de negro que un día entró en sus vidas, estaba parado allí debajo del inmenso árbol, como todos aquellos martes. Y lo vio irse para nunca más volver a saber de él. Así la historia llegaba a su fin.
El pueblo feliz bailaba alrededor del mojón, las personas tiraban papel picado, pitos y flautas sonaban, bebidas se volcaban al propósito por todas las calles. Con pinturas se pintaban las caras y cuerpo, las calles empedradas estaban de fiesta festejando al rey Momo. La chicha de maíz se compartía y los pequeños corrían, tirando nieve y espuma por todos lados, jugando con otros niños. Angélica termina así, contándole a su nieta esta historia, la de su propia vida, junto con aquel chico Tomás. Se abrazaron con mucho amor, quedándose ambas dormidas. A la mañana siguiente la joven muchachita observaba un baúl con un cofre muy viejo, desteñido por los años, en cuero marrón. 
-¡Abuelita! ¡abuelita!. ¿Que contiene ese baúl? -
-En el, tu abuelo guardaba libros, joyas, una túnica negra, junto con un sombrero, un traje y zapatos finos - le decía añorando a su esposo, que hacía mucho, se había ido.
-¿Era todo con lo que el abuelo practicaba, esos rituales? - insiste la joven
-Si. Si y algo más- lo dijo pensativa, y continuó.
- también un gran libro con hojas Rojas, forrado en un cuero antiquísimo- y así concluyo todo su relato, lagrimeando.
-¡Abuelita!.¡abuelita!, ¿tienes ese libro aún contigo?- pregunto con sus ojitos brillando.
-Para que me ija' ... Son cosas de Mandinga-...


Graciela Enríquez, argentina /BsAs. 26 de septiembre de 1962 empezo a la edad de 10 años a escribir y se introdujo en su gran pasión «La colección de Robin Hokk». A los 55 años pública el primer libro. Y detras de él fueron naciendo los demás Cuentos de hadas y fantasías (2017). Ela... La heredera (2018). El indigente y otros Cuentos (2019). Ha participado en diferentes antologías nacionales e internacionales y da vida a un Diario literario mensual de Cuentos de hadas y fantasías. Donde invita mes por mes a diversos artistas de todas las ramas del arte así como escritores y poetas a participar y compartir sus obras y trabajos.  

enriquezgraciel9@gmail.com  
Instagram: @gracielaenriquez5
Página y grupo Cuentos de hadas y fantasías. Titulo de la obra: " El zapato de María Antonieta" / cuento de ficción. Más cuentos de Graciela Enríquez.

Fotografía de Francesco Ungaro (en Unsplash). Public domain.


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