'Las aventuras de Dionisio', texto perteneciente al libro 'relatos de los héroes griegos', de Roger Lancelyn Green

    
   Después de la lucha con Tifón, Zeus comenzó a buscar cada vez con mayor ansiedad al Héroe que había de ayudarle a derrotar a los Gigantes. ¡Si la Tierra aún era capaz de producir semejante monstruo, la guerra contra los Gigantes estaba mucho más próxima de lo que había previsto!
   Quizá fuera por algo que Prometeo había dicho, o por alguna intuición que él había tenido, pero Zeus estaba convencido de que el Héroe nacería con toda seguridad en Tebas.
   Por eso, cuando Cadmo y Armonía hubieron construido su ciudad de siete puertas (con la ayuda de los músicos Anfión y Zeto, a los sones de cuya lira las piedras se movían por sí mismas encaramándose unas sobre otras para levantar la muralla), Zeus vigilaba con atención el devenir de sus hijas.
   De estas la mayor era Autónoe, cuyo único hijo, Acteón, tuvo un trágico final. Insultó a Artemisa, la Cazadora Inmortal, jactándose de ser más diestro que ella un día en que la sorprendió bañándose en un solitario estanque del monte Citerón. Indignada, la diosa lo convirtió en venado y azuzó contra él a sus propios lebreles, que lo derribaron y despedazaron sin saber lo que hacían.
   La segunda hija era Ino, que se casó con Atamante, rey de una ciudad no muy distante de Tebas, quien a su vez tenía otros dos hijos, Frixo y Hele. Su madre era Néfele, la Doncella Nube, que tras su nacimiento huyó de nuevo al cielo, con lo que Atamante jamás volvió a verla. Cuando Ino tuvo sus propios hijos empezó a odiar a estos dos que no eran como los demás mortales, y pronto demostró ser una madrastra malvada y cruel. No se atrevía a matarlos por sí misma, por lo que en secreto hizo secarse las semillas de trigo, causando con ello una gran hambruna. Luego sobornó al mensajero que fue enviado al oráculo de Delfos para preguntar por qué no crecía el grano, y le ordenó volver con la respuesta de que la tierra sufría una maldición que solo sería revocada si Frixo era inmolado por su padre.
   Atamante se entristeció profundamente cuando escuchó este mensaje, pero no se atrevía a desobedecer al oráculo, que creía era la voz de Apolo. Así en el día señalado toda la gente se reunió en torno al altar de Zeus, donde Atamante debía dar muerte a su hijo Frixo.
   Mas Néfele, la Doncella Nube, no se resignaba a perder así a un vástago suyo. Le pidió a Pan que le entregara un Carnero Mágico con un vellocino de oro puro y, cuando Atamante levantó su cuchillo para ejecutar el sacrificio, el carnero se precipitó desde el cielo y arrebató a Frixo y a Hele, llevándoselos a horcajadas sobre el lomo.
   Por tierra y por mar se apresuraba, cargando sobre sí a los dos muchachos, mas al cruzar de Europa a Asia hizo un giro repentino y Hele cayó de su montura y se ahogó en el estrecho mar que, en honor a ella, fue conocido desde entonces como Helesponto.
   El carnero siguió volando con Frixo a la espalda hasta llegar a la tierra de Cólquide, cerca del extremo oriental del mundo, donde reinaba Eetes, el Mago. Allí vivieron seguros y, cuando murió el animal, su Vellocino de Oro fue colgado en un huerto mágico bajo la vigilancia de un dragón que había de custodiarlo hasta la venida de los argonautas.
   En Tebas solo Ino lamentaba que los dos jóvenes se hubieran salvado, y recibió su castigo antes de que transcurriera mucho tiempo.
   La siguiente hermana, la tercera hija de Cadmo y Armonía, era la bella Sémele, a quien Zeus decidió desposar él mismo. Dado que Armonía tenía por padres a dos Inmortales, Ares y Afrodita, Zeus intuyó que el fruto de esa unión sería un niño de poderes extraordinarios.
   Ahora bien, Hera, la reina del Olimpo, al descubrir las intenciones de su esposo, se enfureció terriblemente y sus celos no conocieron límites. También temía que el hijo de Zeus y Sémele llegara a convertirse en un Inmortal de poderes superiores a los de sus propios hijos, Ares y Hefesto.
   Así pues decidió destruir a Sémele y al niño. Un día se disfrazó de anciana y fue a visitar a la mujer. Empezó hablándole con gentileza y pronto le preguntó por su marido. Mas cuando Sémele le respondió que era el mismo Zeus, la vieja se echó a reír.
   —¿Estás segura de eso? —cloqueó con sorna—. ¿No será algún vulgar mortal que se está haciendo pasar por Zeus? Seguro que no viene a visitarte luciendo la radiante gloria que exhibe en su palacio del Olimpo, cuando ocupa su sitial en una mesa de oro al lado de su esposa Inmortal, la reina Hera.
   A Sémele la desconcertó esta sugerencia por lo que al día siguiente, cuando Zeus se presentó ante ella, le dijo:
   —Cuando nos casamos me prometiste que me otorgarías un deseo, cualquier cosa, sin importar qué fuera lo que te pidiera.
   —Así es —admitió Zeus—, y juro por el Éstige que sea lo que sea lo que solicites, te lo concederé.
   —Entonces ven a mí envuelto en la misma gloria con la que te muestras entre los Inmortales —le exigió la necia Sémele—, y así sabré que en verdad eres Zeus, y que no te avergüenzas de tener una mortal por esposa.
   Zeus se sintió amargamente abatido, mas no podía romper su juramento, aun siendo consciente de que había sido Hera la que le había tendido semejante trampa.
   Se irguió en toda su majestad, levantó un brazo y, en un instante, se transfiguró en una luz tan brillante e intensa que, siendo mortal, Sémele no pudo resistir, por lo que cayó de espaldas lanzando un grito, muriendo fulminada por la rutilante gloria de Zeus.
   Mas el padre de los dioses cogió al bebé, al que llamó Dioniso, y tras cuidar de él un tiempo se lo encargó a Hermes para que lo protegiera de los furibundos celos de Hera.
   Al principio Hermes se lo confió a Ino y a su hermana menor, Ágave, contándoles parte de la verdad y ordenándoles que guardaran el secreto de su origen vistiéndolo, para su seguridad, con ropas de niña.
   Y así Dioniso alcanzó la mocedad en Tebas, a salvo de la inquina de Hera. Mas al cabo fue traicionado por Ino y Ágave, y Zeus apenas consiguió salvarlo convirtiéndolo en una pequeña cabra que Hermes llevó al monte Nisa, en Tracia, donde unas gentiles ninfas acuáticas, las hijas del río Lamos, cuidaron de él.
   Ino fue castigada por esta y por otras perfidias. Se volvió loca y se zambulló en el mar, llevando en brazos a su propio hijo. Mas las ninfas del mar se hicieron cargo de ellos y desde entonces vivieron entre las olas, e Ino compensó el dolor que había causado durante su vida terrena ayudando a los náufragos maltratados por el piélago.
   Mientras tanto Dioniso alcanzó la edad adulta en la cueva del monte Nisa, y se hizo amigo de Sileno y de los Sátiros, que prometieron seguirle allá donde fuera. Pues Dioniso había descubierto la manera de hacer vino con las uvas que crecían en el monte Nisa y los Sátiros fueron las primeras criaturas en probar la nueva bebida y en experimentar sus embriagadores efectos.
   Fue tras su primera fiesta de borrachos que Sileno se quedó dormido en el jardín del rey Midas, que le trató con tanta amabilidad que Dioniso le prometió otorgarle cualquier don que le pidiera.
   —¡Haz pues que todo lo que yo toque se convierta en oro! —exclamó sin dudarlo el codicioso Midas, y Dioniso le otorgó su deseo con un travieso guiño del ojo.
   A su palacio se volvió muy ufano el rey Midas y enseguida hizo que todo él se convirtiera en oro, incluido el jardín, con todos sus árboles y flores. Mas cuando advirtió que también la comida y la bebida se transformaban en oro apenas rozaban sus labios, se dio cuenta de su error y fue en busca de Dioniso para suplicarle que revocara aquella mágica merced.
   A Midas no le volvió más sabio esta amarga experiencia, y no tardó mucho en enfurecer a Apolo, que hizo que le crecieran orejas de burro por su incapacidad para reconocer la buena música cuando la oía.
   Mientras tanto Dioniso recorría el mundo enseñando a la humanidad el cultivo de la vid y la forma de fermentar en vino el zumo de las uvas. Tuvo muchas aventuras en sus viajes, llegando hasta los confines de la India, de donde retornó en un carro tirado por dos tigres. En una ocasión consiguió escapar de sus enemigos convirtiendo en vino un río, pues cayeron dormidos después de haber intentado aplacar la sed en sus aguas.
   Cuando por fin regresó a Grecia, Dioniso dio con varios reyes contrarios a que enseñara a sus súbditos el arte de la elaboración del vino. La razón que daban para esta negativa era que, al igual que los Sátiros, muchas mujeres, las Ménades o «mujeres posesas», seguían a Dioniso abandonando a sus maridos e hijos para entregarse al frenesí del baile por las solitarias colinas.
   Uno de estos reyes, llamado Licurgo, expulsó a Dioniso al mar, de donde lo rescataron las ninfas marinas, la más bella de las cuales, Tetis, lo acogió en sus cuevas de coral. Licurgo sufrió por su mala acción puesto que, cuando intentó cortar la vid que Dioniso había plantado, acabó por cortarse uno de sus propios pies.
   Mientras tanto Dioniso salió de las cuevas de Tetis, aunque por el lado opuesto del mar, y alquiló un barco para que lo devolviera al otro extremo. Mas sucedió que los marineros eran una banda de piratas de Tiro que iban a la caza de jóvenes efebos a los que vender como esclavos, y a los que el joven dios les pareció una presa magnífica. Pues Dioniso era en verdad alto y apuesto, de tez clara y lozana, negros cabellos que le caían hasta los fornidos hombros cubiertos por una capa de intenso color púrpura.
   Cuando estuvieron mar adentro, el capitán pirata ordenó a sus hombres que ataran a Dioniso con cuerdas y lo encerraran en la oscura bodega del barco. Pero cuando se pusieron a ello, observaron sorprendidos cómo las sogas se desprendían de las manos y los pies de la deidad en cuanto terminaban de apretar los nudos.
   —¡Hemos perdido el juicio! —exclamó entonces el timonel—, sin duda es uno de los Inmortales el que llevamos en nuestro barco. Se trata quizá de Apolo, o de Poseidón... o incluso del mismo Zeus. Dejémoslo en libertad y transportémoslo con todos los honores hasta Grecia, no sea que se enoje y tome cumplida venganza de nosotros.
   —¡Tú eres el loco! —respondió furioso el capitán—. Atiende a tu trabajo que nosotros nos ocuparemos de este esclavo. Nos darán un buen precio por él en Egipto o en Sidón, no te quepa la menor duda.
   Entonces izaron las velas y volaron por las espumosas olas empujados por un recio viento de popa. Pero pronto empezaron a suceder cosas extrañas en el barco. Primero un dulce aroma a vino surgió de la bodega y un pequeño chorro rojizo corrió por el puente. Entonces, mientras los marineros observaban estupefactos, de los mástiles y vergas del barco empezaron a brotar grandes hojas y serpenteantes pámpanos. Pesados racimos de uvas aparecieron a ambos lados de las velas y, en los pasadores entre los que descansaban los largos remos, crecieron vides cuajadas de flores.
   Al contemplar todo esto los piratas dieron grandes voces ordenando al timonel que diera la vuelta al barco y lo condujera a Grecia a toda la velocidad de que fuera capaz. Pero su arrepentimiento llegaba demasiado tarde, pues según caían de rodillas ante Dioniso para suplicar su clemencia, el dios se metamorfoseó en un feroz león que lentamente se aproximó hacia ellos.
   Con grandes alaridos de terror saltaron por las bordas del barco... y de inmediato quedaron convertidos en delfines. Todos ellos excepto Acetes, el timonel, que permaneció en su asiento paralizado por el terror. Dioniso, recobrando su figura habitual, le dirigió palabras tranquilizadoras:
   —No tengas ningún temor, buen Acetes, pues con prudencia aconsejaste a tus malvados compañeros que me trataran según me era debido, y por ello has ganado el favor de mi corazón. Has de saber que yo soy Dioniso, hijo del Inmortal Zeus, y que me dirijo a la tierra de Grecia portando conmigo el don del vino, para que sirva de consuelo y solaz a toda la humanidad.
   Acetes condujo el barco, y los vientos lo hicieron volar sobre las olas hasta llegar a Atenas. Allí Dioniso y su presente fueron acogidos con entusiasmo, aunque su anfitrión, Icario, sufrió por accidente un triste destino. Ofreció vino a sus amigos y estos, tras beber en demasía y experimentar por primera vez sus extraños efluvios, empezaron a gritar que Icario los había envenenado.
   Presas de rabia y pánico le dieron muerte y tiraron su cuerpo a un pozo, donde lo encontró su hija Erígone con la ayuda de su leal perro, ante lo cual la muchacha se ahorcó abrumada de dolor. Zeus fue testigo de lo ocurrido y a los tres los situó entre las estrellas, donde todavía hoy se les puede contemplar como las constelaciones de Virgo, Arturo y Procyon, el Can Menor.
   Mas Dioniso continuó su camino y por fin llegó a Tebas, donde había nacido. Nadie lo reconoció y Penteo, hijo de Ágave, que ahora ocupaba el trono de su abuelo Cadmo, lo encerró en una prisión de piedra y juró que había de matarlo.
   Una vez más, sin embargo, el poder de Dioniso acabó triunfando. Las viñas y las parras crecieron entre las piedras de los muros de la cárcel hasta que cayeron desmoronados. Dioniso quedó libre mientras que a Penteo una banda salvaje de Ménades entre las que estaba su propia madre, Ágave, lo confundió con un león, le dieron caza y lo despedazaron.
    
   Estos y muchos otros sucesos extraños y maravillosos se contaban de Dioniso. Los hombres le rendían honores y proclamaban que debía ser uno de los Inmortales. Mas aún le faltaba una última aventura antes de poder ocupar su sitial en el Olimpo. Y esta fue la más extraña que jamás le ocurriera a ningún Inmortal. Pues Dioniso viajó a la tierra de Argos, al sur de Grecia, y allí el rey Perseo marchó contra él armado de pies a cabeza.
   Perseo, que también tenía a Zeus por padre, era, con una única excepción, el más grande de todos los héroes griegos, y durante un breve lapso de tiempo Zeus pensó que él podría ser el paladín que estaba buscando.
   En el momento en que Perseo desenvainaba su espada para cargar contra Dioniso, todos los Inmortales se reunieron en las nubes para contemplar un combate tan atroz y decisivo. El enfrentamiento culminó cuando Perseo asestó a Dioniso un golpe mortal, pues solo así el encono de Hera podía ser aplacado. Mas no se sabe a ciencia cierta si Dioniso también acabó con Perseo al mismo tiempo, pues hay quien mantiene que Perseo fue asesinado poco después por Megapentes, a cuyo padre, Proteo, Perseo había convertido en piedra con la cabeza de la Gorgona.
   Mientras moría, Dioniso se zambulló en el lago de Lerna, junto al que habían luchado, pues este lago no tenía fondo y llevaba directamente al Reino de los Muertos, donde Hades gobernaba las almas de los mortales. De esta forma Dioniso compartió el destino de toda la humanidad, aunque Zeus había decretado que se había de convertir en Inmortal y sentarse entre los dioses en el Olimpo.
   Una vez en el reino de Hades, Dioniso se abrió paso hasta el trono, donde se sentaba el pavoroso rey con la pálida y triste Perséfone a su lado.
   —¡Señor de los Muertos! —exclamó Dioniso—, es la voluntad de Zeus, mi padre, que no permanezca aquí para ser tu súbdito, sino que suba de inmediato a través de la tierra para reclamar un escaño junto a los demás Inmortales. Mas es mi deseo llevar conmigo a mi madre, Sémele. Yo así te lo suplico: libera a mi madre de la muerte para que pueda acompañarme.
   —Eso no puede ser —replicó Hades con voz rotunda y solemne—, a no ser que me entregues a cambio de tu madre al ser más querido por ti de entre los que hoy habitan sobre la tierra.
   —Ciertamente que lo haré —dijo Dioniso, y lo juró por el río Éstige, juramento que ningún Inmortal puede quebrantar.
   —¡Bien! —respondió Hades, y él también se comprometió con el mismo juramento a liberar a Sémele—. Y ahora, a por tu ser más querido.
   —¡Mi ser más querido está aquí! —exclamó Dioniso, y con un recio golpe clavó en el suelo su fino cayado, llamado tirso, que siempre llevaba consigo. De inmediato el bastón echó raíces, brotaron hojas de él, y se cubrió de racimos de carnosas uvas.
   —Esta vid es mi ser más querido —proclamó con voz de triunfo.
   Hades asintió con la cabeza y Sémele fue entregada a su hijo.
   Por orden de Zeus una gran grieta se abrió sobre el abismo, una fractura tan profunda y misteriosa que ningún pájaro jamás se atrevió a volar sobre ella, y por esta barranca subió Dioniso hasta el Olimpo, llevando a su madre de la mano. Allí le dieron la bienvenida los demás Inmortales, e incluso Hera sonrió olvidando su animadversión y sus celos.


(Texto perteneciente al libro «Relatos de los héroes griegos», Roger Lancelyn Green).


Fotografía por Stefan Keller (en Pixabay). Public domain.



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