Desde Asturias: "Maleza", un relato de Guillermo Martínez

Hace tiempo vivía con una chica en la ciudad. En aquella época yo aún no trabajaba, me dedicaba a jugar a las cartas y a salir por ahí, trataba de disfrutar la vida. Residíamos en un piso alquilado por ella, cerca de la playa. En general, la mayoría de nuestros vicios eran pagados por su tarjeta de crédito. A mí no me importaba, sabía que era atractivo y me aprovechaba de eso. Ella era unos años mayor que yo, así que estaba encantada con el aire fresco que le insuflaba a su existencia. Aunque no todo eran alegrías. Cuando algo no le gustaba y se ponía de mal humor, cosa que podía suceder a menudo, yo simplemente cogía el coche con la excusa de ir a buscar trabajo y desaparecía de la ciudad. Me encantaba conducir ese viejo trasto. Estaba equipado con un equipo de música un poco retro. Tenía una colección de discos de lo noventa que ponía a todo volumen. Nirvana, Pixies, Sonic Youth, cosas de ese palo. Iba hacia alguna playa y me sentaba a la sombra de un árbol a leer y a fumar o buscaba un bar de pueblo en el que tomar unas cervezas.

Uno de esos días en que a mi novia se le cruzaron los cables, se me ocurrió conducir por la carretera del campo de golf. Era casi imposible cruzarse con alguien y las vistas en el mirador eran geniales. Me puse a cambiar un CD, dejé de mirar la calzada por un segundo. Entonces noté un ruido, algo había impactado con el coche. Aparqué a la orilla y me bajé temblando. Al lado del quitamiedos un ciclista yacía en el suelo. Estaba inmóvil, su cuello mantenía una torsión imposible. Me puse nervioso. Traté de pensar qué podía hacer. Tenía miedo de que llegara alguien y me hicieran culpable de todo. El tipo había muerto a causa del golpe, pero no había sangre ni ningún otro resto por el suelo. Cogí la bicicleta y la tiré por la orilla de la carretera. Había muchos metros de caída que iban a dar a un frondoso matorral y a una arboleda que formaba un pequeño bosque. Luego hice lo mismo con el cuerpo. El ciclista aún estaba caliente y empapado en sudor. Al menos llevaba unas gafas de sol que tapaban sus ojos. Después de lanzar al tipo eché un vistazo. La maleza se había tragado todo como si fueran arenas movedizas.

Tuve que seguir conduciendo hasta la cima, pues no había manera de dar vuelta antes. Arriba había un todo terreno y una pareja que se daba carantoñas en un banco. Ni siquiera me bajé. Esperé un minuto agarrado al volante hasta que tuve fuerzas para maniobrar y salir de allí. Cuando pasé por el lugar del accidente comencé a temblar y no paré hasta llegar a la ciudad.
Dejé el coche lejos de casa y fui caminando mientras no paraba de fumar. Miraba en todas direcciones, pero la verdad es que nadie me seguía. Era mi cabeza, jugándome una mala pasada. Casi todas las cosas malas están en nuestra cabeza. Los problemas, quiero decir. Al entrar en el piso vi a mi novia. Estaba tirada en el sofá. Fumaba algo de mandanga mientras veía una serie de Netflix. Puso una cara rara al verme. 
-Cariño, ¿estás bien? Parece que hayas visto a un fantasma.
-Estoy algo mareado. Voy a darme una ducha.

Me desnudé en el baño y abrí el grifo. Froté mi cuerpo con una pastilla de jabón hasta hacerla desaparecer por completo. Como si eso fuera a borrar lo ocurrido. Volví al salón sin vestirme y me senté con mi chica a fumar.
-¿Qué tal las entrevistas de trabajo?¿Ha habido suerte?
-Ha ido como la mierda.
Tenía la impresión de que si me miraba a los ojos se enteraría de todo. De que vería toda la secuencia del accidente. Así que solo se me ocurrió desnudarla y hacer el amor con ella allí mismo. Era la solución que tenía cada vez que no me interesaba escuchar lo que ella decía. Me sorprende que pudiera, dado lo hecho polvo que estaba. 

Al día siguiente llevé el coche a un taller de las afueras. El golpe con el ciclista había sido lo bastante sutil como para no dejar una gran marca. Me arreglaron el rasponazo. Quedó tan bien que me animé. También les pedí que lo pintaran de otro color. El tipo se disculpó, era algo que no podían hacer en el día. Temí que me vieran actuar de forma nerviosa así que me fui. Volví a aparcar lejos del piso. De camino compré unas botellas de vino y algo de verdura y carne picada. Preparé un plato de pasta para cenar que encantó a mi novia y después nos acostamos borrachos como cubas. 
Los días siguientes me dediqué a mirar la prensa exhaustivamente. Como escusa, le dije a mi chica que estaba buscando información para una inversión. Leía las páginas de sucesos, las noticias regionales y también miraba en los buscadores de internet. Me reía imaginando lo que pensaría alguien que leyera mi historial de Google. Las últimas palabras buscadas eran ciclista, accidente o campo de golf. Resultaba muy delatador.

Y sin embargo nadie parecía tener información sobre un tipo en bici desparecido, no buscaban el cuerpo ni se había generado inquietud al respecto. Era como si aquello nunca hubiera ocurrido. Yo mismo llegué a pensar que todo había sido un mal sueño.
Unos días después fui al casino a participar en un torneo de póker. Sabía que tenía posibilidades de ganar. Aguanté las primeras manos y todo hacía presagiar una gran jornada, sin embargo me eliminaron antes de llegar a la mesa final. Me lie en un mano a mano con un ruso que jugaba con gorra y gafas de sol. Pensé que era un primo que faroleaba y que le que podría ganar con mis dobles parejas. Lo cierto es que la cagué. Aún me costaba mantener los nervios en su sitio. Ahogué mi rabia en los bares de Cimadevilla entre copas y polvos blancos. Volví a casa a la hora que dan esos programas de cotilleos en la televisión. Mi chica estaba tumbada en el sofá con un peta. Le di un beso en su boca con aroma a tabaco y me dispuse a pegarme una ducha, cuando sus palabras me interrumpieron. 

-Es terrible lo que le ha pasado a esta chica. Terrible.
-¿Cómo?
-La pobre está sola en la ciudad, sin amigos ni familia. Su novio ha desaparecido. Salió a dar una vuelta en bici y ya nunca volvió a casa.
Miré la pantalla con atención. La cara de aquella mujer, su desesperación. Pedía ayuda a cualquiera que tuviera alguna pista. Pusieron una foto del ciclista, era un muchacho extranjero unos años más joven que yo. Y lo peor era que la chica estaba embarazada.
Aquella noche me volví a emborrachar. Estuve en los bares del puerto buscando camorra. Forcé una pelea con un tipo que no quería problemas y después dejé que me zurrara. Al volver a casa sangraba por la nariz y tenía un ojo amoratado. Mi novia estaba muy enfadada por todo el dinero que había despilfarrado. Esperé a que acabara de reñirme y romper cosas. Estaba deseando irme a dormir.

Me enteré por la prensa de que la novia del ciclista trabajaba en una cafetería de estilo retro que había por el centro. Se llamaba Pétalos. Estaba decorada como en las películas. Gramola, mobiliario de color rojo y baldosas negras y blancas. Fue fácil dar con el lugar. Un día me armé de valor, entré y esperé a que ella me atendiera. En la solapa ponía su nombre, Molly. Tomé un café y un bollo de canela y estuve allí un par de horas. 
Empecé a ir todas las tardes, no sé por qué lo hacía. Creo que me obsesioné. Solo entraba si veía que ella estaba trabajando. Siempre pedía lo mismo, llegó un momento en que no tenía que decir nada, directamente me lo servía. Trataba de sacarle conversación sobre temas banales. La chica se veía triste y muchas veces tenía la mirada perdida. Aunque no era guapa al modo de las chicas de las revistas, había algo en ella que llamaba la atención. Quizás fuera su fragilidad. También empezaba a crecerle la barriga, pero alguien que no la conociera podía pensar que simplemente había engordado. Al acabar esas visitas pasaba por un supermercado que había de camino a casa. Compraba unas latas de cerveza y una botella pequeña de algún licor, y me pasaba las noches fumando y bebiendo. 

Mi novia empezó a cansarse de que no saliéramos de fiesta ni a hacer cosas juntos. Se apuntó a un club de atletismo y empezó a correr todos los días. Compraba fruta y verdura y hacía zumos de color verde que olían fatal. Incluso dejó de fumar porros.
Una tarde que estaba en el Pétalos tomando ese horrible café, llamaron a la chica por teléfono. Contestó y se echó a llorar. En ese momento había pocos clientes y Molly no tenía más compañeras en el bar. No sabía que hacer. Me levanté y fui hacia ella.
-¿Estás bien?
La chica lloraba y se tocaba la barriga. Negaba con la cabeza.
-Han encontrado a mi novio. 
Me abrazó tan fuerte como pudo. Sentí como me ruborizada. Llamó por teléfono y al poco apareció la encargada. Molly tenía que ir a identificar el cadáver, pero no quería ir sola. Nadie podía acompañarla en ese momento. No era de la ciudad, su familia vivía muy lejos y ninguna compañera estaba disponible. Me ofrecí a ir con ella. Las chicas me conocían de verme tomar café. En los últimos tiempos me había convertido en un buen cliente del Pétalos. Un tipo tranquilo que pasaba las tardes allí, sin levantar la voz ni llamar la atención. Parecía de fiar.

La acompañé a la morgue. Fue una sensación rara llevarla precisamente en aquel coche. Puse un disco de Rem. Los policías fueron muy amables con ella. Entró con un oficial vestido de paisano y salió muy traumatizada. El cadáver estaba en avanzado estado de descomposición. Le dijeron que su novio tuvo una caída en la carretera del faro. Había salido despedido por encima del quitamiedos y el golpe le rompió el cuello. Un accidente. Unos maderistas encontraron el cadáver por casualidad. Sentí un gran alivio al escuchar aquello, no contemplaban ninguna otra posibilidad. 
Luego la llevé a su casa. Vivía en un pequeño piso del centro. Estaba desordenado. La chica se tumbó en la cama. Estuve ojeando las cosas del ciclista y las fotos de la pareja que había por ahí. Debían de ser novios desde la adolescencia. Luego fregué los cacharros de la cocina, barrí el salón y limpié un poco el polvo. También recogí la ropa sucia que había esparcida por la casa y puse la lavadora. Cuando se levantó aún tenía jaqueca. Me preguntó si me importaba pasar la noche con ella. Se sentía sola, no me pude negar.

Salí a hacer una pequeña compra que pagué con la tarjeta de mi novia. Preparé una ensalada para cenar, cosa que hicimos en silencio. Luego estuvimos en el sofá con la tele puesta, la chica apoyó la cabeza en mis piernas y se durmió. Me pasé la noche despierto, pensando en lo absurdo de esa situación. 
Al día siguiente me dio las gracias cien veces. Apuntamos los teléfonos y nos despedimos. Volví al piso temiendo la reacción de mi pareja. No le dije que iba a pasar la noche fuera y había puesto el móvil en modo avión. Nada más entrar en la casa noté algo raro. Se había llevado todas sus pertenencias. Ropa, productos de higiene personal, incluso la Play Station. Había una nota encima de la mesa de la cocina donde decía que podía quedarme hasta fin de mes porque ya estaba pagado. Luego sería cosa mía seguir abonando el alquiler o irme de allí. 
Conseguí unas cajas donde fui guardando mis cosas. No quería dejarlo todo para última hora. O buscaba un trabajo de verdad o volvía a casa de mis viejos con el rabo entre las piernas. Mientras tanto iba todos los días a ver a Molly. En la cafetería le dieron unas merecidas vacaciones. Empecé a ayudarla con lo que podía. Íbamos a la playa a pasear por la arena, le hacía la compra e incluso la acompañaba al médico. Era algo perturbador, y lo paliaba bebiendo a escondidas.

Acabé llevando mis cosas a su piso como solución temporal y empecé a dormir en el sofá. Hacíamos una especie de vida de pareja en todos los aspectos menos el sexual. Ella necesitaba a alguien en quien apoyarse en esa fase del embarazo y yo necesitaba hacer algo con toda esa culpabilidad. Antes de que acabaran sus vacaciones le pedí que me acompañara a ver a mis padres. Iba a tratar de que me soltaran pasta, y pensé que lo mejor sería ir acompañado por una tía preñada. Hicimos las dos horas de viaje en silencio, escuchando música.
Cuando llegamos a la enorme finca se quedó maravillada. Aparcamos delante del chalet. Mi madre me cubrió de besos. Casi le dio un infarto al ver a Molly embarazada. Le conté la historia, cosa que cambió su semblante. Incluso ablandó a mi padre, que hasta entonces seguía obstinado en no hablarme. Después de comer dimos un paseo el viejo y yo. Sacó unos cigarros y nos sentamos a la sombra de un árbol. En seguida entendí que se había hecho una idea distorsionada de la situación. Era algo que me podía beneficiar, así que no dije nada. 
-Pensé que vendrías a pedir dinero para seguir con tus vicios. Pero veo que has cambiado. Lo que estás haciendo, encargándote de esta chica y actuando de manera responsable, no sé, me ha hecho pensar. 

-No es necesario que diga nada sobre eso, padre.
-Quiero que me escuches. He invertido dinero en unas propiedades. Necesito a alguien de confianza para que gestione las ventas por mi. Creo que eres la persona adecuada. 
Nos dimos la mano y fumamos en silencio. 
Molly dejó su trabajo y nos fuimos a vivir a un bonito piso que tenía vistas al puerto. Yo me iba a trabajar por las mañanas. Aunque era muy aburrido, el trabajo era sencillo y ganaba mucho dinero. En realidad la parte complicada ya estaba hecha. Por las tardes íbamos a pasear con alguna de sus ex compañeras y bebíamos infusiones o refrescos sin azúcar.
Todo el mundo estaba orgulloso de mí. Mi familia, mi nueva pareja, mis nuevos amigos. Todos menos yo. Sabía que todo estaba cimentado en una horrible mentira. Una mentira cuya naturaleza hacía que me consumiera por dentro, que tenía a todos lobotomizados y les hacía ver lo que deseaban, y solo esperaba que cuando naciera el bebé tuviera las fuerzas necesarias para seguir mintiendo. 



Guillermo Martínez nació en Madrid, en 1983. Cursó estudios en la Universidad de Oviedo, la cual abandonó antes de licenciarse. Ha publicado sus relatos en antologías de concursos, como el Antonio Trueba, el concurso de la Biblioteca de Almería o el certamen internacional Cuando Puedas. También se pueden leer sus relatos en las revistas digitales Almiar, El Coloquio de los Perros o El Caminante. 

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Image by Mabel Amber, who will one day from Pixabay
 

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