«Cazar una fiera», un cuento de Francois Villanueva Paravicino

Portada: 71. imagen generada por Juan Carlos Vásquez a través de Midjourney Al - Al Art Dalle (AI Art de Illusion).

La historia "Cazar una fiera" de Francois Villanueva Paravicino cuenta cómo el protagonista, Reyes, se encuentra con uno de los mandos más despiadados del Sendero Luminoso en su ciudad, Huanta. Y cómo su objetivo de "cazar" a la Fiera (es decir, capturarlo o matarlo) se transforma en ayudarlo a escapar. La descripción de la apariencia de la Fiera y la forma en que se mueve crea una imagen vívida de un personaje peligroso. La historia también sugiere el impacto personal de la violencia política en la vida cotidiana de las personas en el Perú de los años 80 y 90, cuando la historia está ambientada..."Cazar una fiera" es una historia que explora temas complejos de violencia y lealtad en un contexto político específico. La narración utiliza una prosa detallada que genera una atmósfera tensa y ominosa.


Cazar una fiera 

Me dirigía al restaurante donde laboraba como lavaplatos y servicio de inteligencia camuflado recién reclutado, cuando vi al temible Fiera, uno de los mandos senderistas más despiadados que Huanta había conocido y que yo odiaba a más no poder. Mis ojos no me mentían: tenía la calva prominente, la barbilla casi poblada, una piel morena que sin la quemazón del clima podría ser trigueña, un andar pausado y calibrado que desmentía su mortal salvajismo, y aquellos inconfundibles ojos desafiantes con el ceño fruncido. Vestía, aún puedo recordarlo como si hubiese sido ayer, una ropa elegante: un pantalón de pana oscuro, una camisa blanca a rayas, y unos zapatos negros muy bien lustrados. Iba acompañado de dos hombres vestidos con terno, que yo reconocí eran su hermano y su padre, con quienes habían bajado de una camioneta color grisácea. Como un rayo de luz potente desvendándome, vislumbré una idea atizada por el odio más cruel y vengativo. ‹‹Carajos, esta es mi oportunidad››, me dije con mi mente excitada. 

—Nando, mi estimado Nando —le dije poniéndome delante de los tres, tras aguardarlos unos segundos mientras pensaba en un plan.
—Ah… Pero si es Reyes… —dijo mirándome sorprendido, con cierta incomodidad, luego de reconocerme en pocos segundos, sin la intención de presentarme a sus familiares.
—Hermano, qué casualidad, te andaba buscando con urgencia. Tengo que hablar un momento a solas contigo, necesito decirte algo importante —le dije, y le miré con los ojos expresando preocupación.

Me miró con duda y una sombra de pesar en la mirada, y asintió, tras superar cierta vacilación, con la cabeza haciendo reverberar la calva con ciertas perlas de sudor. Y, como si se encendiera la mecha, nos separamos de los familiares sin contratiempos. Como estábamos en la esquina de un parque con jardines de cucardas salvajes, buscamos una banca vacía donde sentarnos y, mirando a todos lados, encontramos una. A mi costado, sus pupilas ansiosas bajo las cejas ariscas continuaron escudriñando con cierta dificultad mi rostro, al resto de personas, a los vehículos y las casas del lugar, como si temiese ser reconocido. El crepúsculo caía con aplomo, las luces se encendían con debilidad, y un viento frío nos agitaba los cabellos y arrastraba brozas pálidas, plásticos sucios y papeles rotos por el piso. 

—Fiera, ¿sabes que capturaron ayer a la camarada Danna en Santillana, no? —le dije sin más preámbulos. Ella era su pareja, de quien yo tenía entendido esperaba un hijo. 
Al escuchar mis palabras, bajó la cabeza con pesar, como si un dolor le inclinara la nuca hacia abajo, y antes que dijera algo, resopló con fuerza:

—Sí, Reyes, lo sé. 
—Fiera, también debes saber que ahora ella debe estar soltando todo. Ya te imaginarás lo que le deben estar haciendo. Y lo peor de todo, lo que te perjudica, es que en estos momentos lo más probable es que te estén haciendo seguimiento o empiecen hacerlo muy pronto. 
—Malditos perros… —susurró con rabia, chasqueando la mirada huraña contra todo lo que le rodeaba—. Sí, también pensé en eso… No sé qué hacer, Reyes —dijo con ansiedad.
—Seguro que ya deben conocer la casa tuya aquí en Huamanga, créeme, y la de Huanta es más que un hecho que será intervenida ni bien caigas por ahí.   
—Tienes razón —dijo con angustia.
—Déjame ayudarte, hermano. En nombre de mi gran amiga Danna. 
Yo había sido promoción de colegio de ella, quien me presentó así ante él hace unos años atrás en una tienda de las afueras de la Esmeralda de los Andes, luego de reconocerla cuando ambos, vestido de civiles, conversaban bebiendo una jarra de chicha de jora. 

—Pobre de ella —soltó con tristeza, y me miró sin resolución.
—Yo puedo ayudarte, Fiera. Conozco un lugar donde puedes pasar esta noche y, al despuntar del alba, escapar de esta maldita ciudad —dije fingiendo seguridad. 
—¿En verdad me puedes ayudar, Reyes? —dijo con voz quebrada, como si buscara una respuesta que aceptaría sin peros.  

Asentí, sin dudarlo, con un movimiento de cabeza. Y él esbozó una mueca de satisfacción con los labios. Lo envolví en un abrazo y le ofrecí hermanar el trato, y lo resolvimos estrechando nuestras manos. Me miró con cierta incredulidad y timidez, pero en su mirada había cierta esperanza, una fe absurda que, al final, yo tendría que destruir. Volvimos más tranquilos donde sus familiares nos esperaban, y yo y Fiera nos despedimos de ellos alegando conversaciones de negocios importantes. ‹‹Es mi gran amigo, un socio de Huanta››, les dijo Fiera a su hermano y a su padre, quienes sonrieron con amabilidad, sin distinguir la sutil animadversión en sus palabras.

Yo solo tenía bien en claro que aquel pez gordo había mordido el anzuelo, y si todo salía como lo tenía planeado, él no respiraría más de este aire viciado por el humo de los cochebombas. Claro que a todas luces parecía no saber que yo lo odiaba con ardor y que le dirigía con lentitud hacia su perdición. Él debería estar muy preocupado por la captura de su novia y la advertencia del peligro que corría que le hice, que no dudó en seguirme como Jesucristo creyó en su discípulo Judas. Primero pensé en llevarlo al restaurante donde hacía de lavaplatos, pero temí una torpeza de los que me conocían. Decidí guiarlo a una pollería del parque Magdalena, a pocas cuadras de donde estábamos, y fuimos conversando sobre Danna, que, según él, ella le había hablado bien de mí. Sobre su captura, al parecer ella iba a pie con cinco guerrilleros por una trocha de Santillana, cuando fueron interceptados por tres camionetas de la policía. No pudieron atacar, ni defenderse, pues las fuerzas del orden los madrugaron. Se los llevaron sin resistencia, sin rumbo fijo. Ahora ellos la deberían estar pasando muy mal, y eso era lo más penoso. 

En la pollería, le invité un octavo de pollo a la brasa, que devoró silencioso, taciturno, como si adivinara la suerte nefasta y sórdida de su amada. Al pedir la cuenta, él se ofreció pagarla. Salimos en dirección a las inmediaciones del óvalo del Paradero Huanta, y fuimos a pie en medio de calles maltratadas, polvorientas y sucias, que eran transitadas por personas de rostros mustios. Era curioso no ver pasar a ningún carro de la policía, que por esa época siempre estaban al acecho. Por su parte, él tenía el semblante preocupado, avispado, como si temiera andar con total libertad. De pronto, no quería hablar. Cuando intentaba hablarle, me respondía con monosílabos después de una pausa, como si pensara en otra cosa. Por otro lado, yo tenía bien en claro el plan trazado para mi venganza, aunque a veces trastabillaba mi serenidad con dudas y temores mientras avanzábamos. ¿Estaría en su casa el sargento Leonardo? Esperaba que sí. Pero no, no estaba. Le dije a Fiera que me esperara mientras preguntaba por mi «primo» si podíamos dormir en su casa. Pero al preguntar en la puerta, el sargento Leonardo había salido y su esposa no sabía nada.

—Mi primo no está en su casa, Fiera, en mala hora —le dije y me miró sorprendido—. Pero no hay de qué preocuparnos, porque tengo un tío que vive cerca de acá. 
—¿Estás seguro de que son confiables estos lugares? —me dijo con la mirada baja y un tono suspicaz, con una sombra que le oscurecía más la piel de su cara.
—Claro, Nando, créeme. Lo hago por tu bien.     

Asintió con un gesto de preocupación. Tuve que dirigirlo a la casa de un capitán, que era mi amigo y cuya vivienda se erguía cerca desde donde nos encontrábamos en pie. También, tuvimos un trayecto de quince minutos silenciosos, tensos, agitados, como si ambos ocultáramos algo. Solo intercambiábamos impresiones con monosílabos, frases bimembres, a veces tres o hasta cuatro palabras, gestos de cabeza o miradas de reojo. La noche profundizaba. A una cuadra de nuestro destino, le dije que tendría que conversar en privado con mi tío para ver si podíamos pasar la noche en su casa. ‹‹No te preocupes, te esperaré››, dijo Fiera y pude ver sus ojos mirándome desde lejos, como si su mente estuviese en otra parte.
Al llegar al pie de la puerta, rogué que el capitán Leo estuviera ahí. La casa era de unos ciento sesenta metros cuadrados y de dos pisos, de material noble. La puerta, de metal y pintada de blanco, y la toqué con insistencia. Y salió una señorita como de quince años, quien me miró asombrada. 

—¿Señorita, podrías llamar a don Leo Méndez, por favor? 
—Disculpe, señor, ¿de parte de quién? —dijo ella, y sentí un alivio inmenso. 
—De Zeta Reyes, señorita. 
—Está bien, llamaré a mi papá. 

Cuando la hija de Leo entró, volteé respirando con esfuerzo para ver a la distancia a Fiera. Lo pude ver apoyado en el poste de luz de la esquina, con las manos en los bolsillos de los pantalones y la calva pronunciándose mientras miraba el suelo. Al instante, salió el capitán Leo. 

—¿Qué pasa, Zeta de mierda, por qué chucha vienes a estas horas? —dijo y vi mi reloj que marcaba las siete y cuarto de la noche. 
—Capitán, hay algo fuerte. El que está en el poste —dije y el capitán Leo con prudencia aguzó la vista detrás de mí—, es el camarada Fiera, el terror de los nuestros en Huanta. Le he hecho creer que eres mi tío y que pasaremos la noche en tu casa. Sabía lo de Danna, su pareja, y le metí miedo que lo buscarían acá en Huamanga en su casa, y allá en Huanta. El huevón está que se caga de miedo. 

El capitán Leo clavó una mirada atenta escrutando la silueta del Fiera al pie del poste de luz y, en un segundo, su rostro se transformó de temple molesto a una faz ansiosa y excitada.

—¿Estás seguro, cojudo? ¿Es de verdad el Fiera?
—Sí, Leo, no jodas. No bromearía con algo así. 
—Mierda, dame unos minutos. Alistaré dos camas y esconderé a mi esposa y a mi hija, mientras aviso a mis superiores y mi gente. Les recibiré en diez minutos, Zetita. De esto depende mi ascenso —dijo Leo con atropello—. Distráelo por mientras —ordenó y, de inmediato, se metió adentro.

Caminé hacia Fiera, como si me pesaran los pies, y, al llegar, me esperaba sobándose con ansiedad la palma y los dedos con la perilla y la barbilla.
—¿Qué tal? —me preguntó. 
—Aceptó como tenía que ser.
—¿Y?
—Te quiero decir que será mejor que disimules tu nerviosismo y aparentes ser una persona normal. Le dije que eras un amigo de la escuela y un conocido de mis padres en Huanta.
—Perfecto. 
—También le dije que ambos venimos de allá a hacer unas cosas y que al hacernos tarde no teníamos donde pasar la noche. 
—¿Supongo que no sospechó nada? 
—No, nada. Te dije que conmigo estabas a salvo.
—Así parece. 
—Me dijo que esperáramos diez minutos mientras alistaba las camas.
—¿Por qué?
—Tú sabes. Estarían desordenas, sucias, supongo que tendrían un mal aspecto, y él no querría quedar mal.     
—Tienes razón. 
—Sí.
Una pausa prolongada.
—…Sabes, estoy cansado… —dijo Fiera.
—Entiendo, Fiera, ya me lo imagino.
—Lo de Danna fue duro. 
—Es cierto. 
—Hace unos días tuvimos un enfrentamiento.
—Y ¿cómo les fue?
—Usé muchas energías. Ahora estoy cansado. 
—Entiendo perfectamente.
—Danna me salvó entonces.
—¿Cómo así?
—Me cubrió de un ataque. Mató al infeliz que me iba a disparar. 

De pronto, se quedó callado y yo orquesté el silencio. Su voz había sonado seca, dura, áspera. Pensé en Danna. Era flaquita y blanquita, de estatura mediana y rostro hermoso; decían que escribía poemas y canciones a la revolución, y que poseía una puntería de águila con las armas. En el colegio, tenía fama de santurrona y mojigata. Para ser terrorista, tenía unas formas demasiado civilizadas. ‹‹Bella y asesina››, me dijo una vez un policía que la conocía. Ahora ella debería estar muerta o sufriendo unas terribles torturas, como sufren de forma terrible los condenados del Infierno. Al volver al presente, me fijé en Fiera: continuaba sobándose la barbilla con los dedos. Además, una sombra fúnebre le cubría el rostro huraño, de ojos achinados, nariz chata, y bembas abultadas y moradas. ‹‹Ya casi falta poco››, pensé.  

Al poco rato, Leo abrió la puerta y nos hizo una señal para acercarnos. Fuimos ansiosos, taciturnos y, al final, le presenté a Leo, como mi primo, a Fiera. Pasamos a la sala y, casi sin esperarlo, ahí Fiera expresó que solo quería descansar de una buena vez. Leo, sin molestias, al ver que yo no le contradecía, aceptó y nos condujo por un pasadizo hacia el fondo de la casa, contándonos sus propias anécdotas de huésped inesperado en casas ajenas (luego de una jarana, de hacerse tarde, o de no contar con el dinero para volver a su morada). Al final del pasadizo, al lado izquierdo, abrió un cuarto muy ordenado, donde había dos camas tendidas con pulcritud, un velador en medio de ellas, un armario y una mesa a los costados. Riéndose, nos deseó las buenas noches y nos dejó a los dos solos listos para descansar. Al irse, Fiera me miró y asintió con la cabeza. 

—¿Qué pasa? —le pregunté. 
—Me pareció simpático —dijo con sequedad. 

Se sentó en la cama, se quitó los zapatos con rapidez, y tapándose con las sábanas y las colchas, se volteó al otro lado. Antes que yo dijera algo, me daba la espalda. 
—Buenas noches —dije y apagué la luz. 

A los minutos de estar todo oscuro, sabía que Fiera no dormía. Apenas respiraba lento y pausado, moviendo con ligereza el bulto de su cuerpo. Yo me quedé callado. No podía hacer nada. Solo esperar que el procedimiento del capitán Leo funcione. Pasaron varios minutos sin que yo y Fiera pudiéramos conciliar el sueño. Sabía que él no dormía. Yo tampoco lo hacía. Pasó una hora y no ocurrió nada. Mi corazón se agitaba y sentía cada vez más pesado el nudo en la garganta, sofocándome con la respiración, y cuya transpiración me humedecía el dorso, el pecho y las palmas de las manos. A veces escuchaba un resoplido de Fiera, como un suspiro fuerte, pero ningún ronquido de sueño. No dormíamos. El tiempo transcurría como atrapado en un laberinto, sin saber por dónde avanzar, y casi a la siguiente hora, ruidosa, estrepitosamente, un patadón abrió la puerta. Con espeluznante terror, pude ver con claridad como Fiera saltó ágil como un jaguar gritando: ‹‹¡¿Qué pasa?!››.
 
—¡No se muevan, terrucos de mierda! ¡Ya perdieron, hijos de la gran puta! —gritó un policía de la decena de uniformados que nos apuntaban con sus armas de largo alcance. 

Nos sometieron en un abrir y cerrar de ojos. Nos amarraron a los dos, nos cubrieron la cabeza con pasamontañas, sujetándonos con fuerza. Yo lanzaba quejidos fuertes y duras lamentaciones para hacer más evidente la trampa. También escuchaba los que lanzaba con terrible dolor Fiera, quien hasta parecía llorar. ‹‹¡Nos han atrapado, Reyes! ¡Tu primo es un cagón de mierda!››, gritó con desesperación, entre otras lisuras, mientras lo cogían golpeándolo. ‹‹Tengan piedad de nosotros››, grité con desconsuelo. A mí, es cierto, me trataban con mucha más consideración. 

Nos sacaron de la vivienda, nos subieron a una camioneta, y nos llevaron a una base policial secreta, que yo no podía ver dónde quedaba, pero suponía cual era. Nos bajaron, nos metieron dentro, y el comandante de turno gritó con fiereza: ‹‹Métanlos a diferentes calabozos››. Se llevaron a Fiera adentro, gritando y quejándose, hacia unos compartimentos secretos, y ya fuera de nuestra vista y oído, a mí me quitaron el pasamontaña y me liberaron de las ataduras. Pude sentir con satisfacción la claridad de los focos fluorescentes, la comodidad de la libertad y el reconocimiento del buen puerto. Delante de mí estaban el comandante Liborio y el capitán Leo. 

—Buen trabajo, Zeta, has logrado una hazaña —me dijo el comandante Liborio dándome la mano con afecto, que la estreché—. Lograste el ascenso de Leo Méndez. Él te quiere felicitar —continuó y miró, con una sonrisa, al capitán Leo, parado a su lado. 

El capitán Leo se me acercó y me dio un fuerte abrazo y varias palmadas con efusión. ‹‹Gracias, Zetita, ahora tienes las puertas abiertas para engancharte a la policía, eso tenlo por seguro. Cuenta conmigo al respecto››, me dijo con alegría. 

—Era algo personal, mi jefe. Le tenía hambre a ese terruco de mierda. Una terrible hambre. Y espero que acá le puedan dar un buen escarmiento antes que lo manden al infierno. Solo quiero verlo muerto, jefes, y si es posible, luego de sufrir mucho… 

Asintieron y me dieron la razón al respecto. Luego, me platicaron sobre lo que debería hacer antes de asimilarme de modo oficial a la policía para matar y luchar contra los senderistas, aquellos enemigos de la sociedad; y, luego, casi a medianoche, me llevaron al restaurante donde laboraba y dormía. Al echarme en mi cama, no pude pegar los ojos de inmediato. Me hallaba conmocionado en extremo, y sentía una especie de adrenalina correr como descargas eléctricas por mis venas, que no me dejaban descansar con placidez. Sin embargo, luego de unas horas de serenarme y cansarme, pude pegar los ojos y soñar que mataba unas culebras con una espada luminosa. 
Tuvieron que pasar varios días hasta enterarme que el comando policial todavía no se había deshecho de Fiera, sino que lo continuaban flagelando con diferentes castigos. Sintiendo un temor a que pueda escapar o lo dejen libre por azares impensados, que siempre ocurren —créanme—, mandé mis quejas al comandante. Al par de días, un martes por la tarde me avisaron que el jueves por la madrugada volarían en pedazos al «desgraciado». Aunque al inicio no tenía nada planeado contra ese ansiado desenlace, decidí ir el miércoles por la mañana a la base secreta para clavar el dedo en la llaga. 

El sol quemaba resplandeciente y el aire del campo besaba con dulzura mis ánimos. El clima entrañable me pareció memorable. Al llegar un sopor tibio invadía el compartimento del comandante Liborio, quien se mecía en una perezosa. Aquel cuarto era estrecho, con una alfombrilla cuadrangular, con imágenes como las de Nazca, cubriendo el piso en el centro. Además, tenía las paredes de tablas adornadas con un retrato grande del presidente de la República, Alberto Fujimori Fujimori; debajo de un crucifijo mediano, clavos que hacían de colgadores, y una fotografía de la familia del comandante Liborio. Este me miró sorprendido en su somnolencia al sentir mi presencia y me saludó con rapidez poniéndose de pie de un salto. 
—Solo quiero hablar por última vez con Fernando Sarmiento, el Fiera —le dije.
—Con tal que no me lo mates con tus propias manos, estoy de acuerdo —dijo—. Mañana temprano le haremos tragar dinamita y sus pedazos serán comida de buitres. 

Asentí con firmeza. Él llamó a un subalterno y le indicó que me llevara al calabozo donde Fiera sufría. Caminamos por estrechos y lóbregos pasadizos que tenían cada cierto tramo una entrada deplorable a la derecha o a la izquierda de nuestro camino. Casi al llegar al final, donde la oscuridad era casi total, volteamos hacia el costado izquierdo, y ahí había una puerta metálica oxidada, maltrecha y viejísima, que crujió de modo grotesco cuando la abrió. El cuarto era sombrío y pestilente. Hedía a heces, a orín, a mugre. La parte de arriba se apreciaba vacía, con rastros de sangre y humedad verdosa en las paredes de ladrillos maltratados; pero abajo, como una especie de ventana mediana hacia un sótano camuflado, como una pequeña boca del infierno, un hueco cerrado con rejas de fierro anunciaba una cárcel inhumana. Me agaché y solo se podía ver una negrura inescrutable. 

Antes de decir algo, escuché el arrastrar de unas cadenas acercándose a las rejas. Como no podía ver adentro, el suboficial encendió una linterna y me la dio. Alumbré adentro y, con sentimientos encontrados, reconocí acuclillado a Fiera desnudo, sucio y malherido. Se había arrastrado a pocos metros de las rejas. Estaba flaco, con moretones, heridas, queloides y rasguños en la frente, el rostro, el pecho, las manos y las piernas. Tenía la cabeza rota también, como una rajadura en la llaneza de su calva sanguinolenta, y un desgajo de piel coagulada colgando de su tórax. Sus manos y pies tenían oscuros y minúsculos muñones en vez de dedos, y en su sexo, el pequeño ojo izquierdo destrozado y sus rodillas hervían supuraciones.

—¿Quién es, por Dios? —dijo Fiera con voz moribunda, miedosa y sufrida.  
—Soy el sobrino de Pedro Arquínigo, Nando —dije con sequedad—. Fue como mi padre. El que me crio de niño y al que tanto quise como no te lo imaginas. El mismo que tú ordenaste matar en Maynay como si fuera un maldito soplón, casi al inicio de esta guerra… 

—¡¿Tú?! ¡¿Tú?!... ¡¿Estás vivo, Reyes?! —dijo con voz desencajada, llena de sorpresa y duda, sufrimiento y dolor.  
—Nunca lo sospechaste. Pero yo lo sé, Fiera, siempre lo supe.  

Abrió el ojo sano con esfuerzo para intentar verme, enarcando las cejas con una impresión dolorosa y terrible, pero a contraluz supuse que no podría hacerlo. Sin embargo, reconoció mi voz, mi inconfundible voz. Lo sentí muy profundo dentro de mi corazón. Se tapó el rostro herido con las manos encadenadas y lloró tiritando, desconsolado. Lo miré llorar con gran dolor por el lapso de varios segundos, y lo dejé así: llorando y maldiciéndome. Al día siguiente, él sería pasto de buitres, y yo podría respirar tranquilo.



Francois Villanueva Paravicino
Escritor. Cursó la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Autor de Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019), Sacrificios bajo la luna (2022), Los placeres del silencio (2023). Textos suyos aparecen en páginas virtuales, antologías, revistas, diarios y/o. Mención especial del Primer Concurso de Poesía (2022) y de Relatos (2021) “Las cenizas de Welles” de España. Semifinalista del Premio Copé de Poesía (2021). Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007) de España. 

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