Un texto perteneciente al libro «El invencionero» de Denzil Romero


Una tarde del último verano que pasé en Francia, vagabundeando por los campos de Perigord, cerca de un castillo que se llama Maruelh, entré a un taberna. La indudable construcción románica del edificio, sus paredes de grandes masas de piedra, su techumbre de bóveda de cañón seguido, los arcos de medio punto que se abrían en el interior, sustentados sobre pequeños haces de columnas geminadas, hiciéronme sentir ilusorio, a muchos siglos de distancia. Gonfalones y arambeles de colores desvaídos ornaban inánimes los muros. Una anciana chimenea cubría buena parte de la pared de fondo. Junto a ella reposaban los bultos de podaduras de castaños, olivos y naranjos, almacenados a la espera del próximo invierno. Al lado opuesto, una hilera de estantes y repisas sostenían gran cantidad de ollas y cacharros de cobre patinoso y esbeltas piezas de cerámica de Beauvais. Lámparas de peltre alimentadas con aceite de oliva, como en la época de los griegos y los romanos, mohosas tiras de embutidos, ristras de ajo apergaminadas e innumerables vejigas llenas de manteca junto a banderas amarillas, índigas y azules, con enseñas feudales, pendían del techo fatigando la mirada que, pronto supe, se me había vuelto taciturna, a ratos díscola, otra vez tranquila, intermitente, entre la bruma y la vigilia, como la de un soñador. La presencia del tabernero —un viejo barbilimpio de largo cabello cano, bonete de lana colorada, almilla de bayeta verde y ajustados calzones de punto, recostado indolente sobre uno de los mesones de madera con aire de alguien que se dedica simplemente a pasar el tiempo sin esperar a nadie— contribuyó a confirmar mi sensación. Quizás, para combatir su propia modorra, con súbito azoro, vino hasta mí a darme la bienvenida. 

Como emergiendo de un sueño antiquísimo, restregándose aún los párpados con vehemencia, me estrechó la mano. Díjome que se sentía muy contento por mi visita y que desde hacía muchos, muchísimos años no recordaba a ningún pasante que se hubiese parado en el lugar. Después fue a la despensa y trajo consigo, de vuelta, media hogaza de pan blanco y una jarra espumante de vino.

Sentados sobre unos pequeños y duros escabeles, nos dimos entonces a conversar. Con voz aguardentosa, milenaria, llena de una nostalgia inquietante —parchados los ojos menuditos por las telas de las cataratas— fue tartajeando una historia que yo, al principio, escuché con desgano; pero que, luego, poco a poco, me fue arrobando como si fuere desde siempre, la historia que yo todos los días, día por día, había esperado escuchar.

Antes, sí que era éste un sitio concurrido, me dijo. Poetas, trovadores y juglares de las más apartadas regiones y de los más diversos estamentos, aquí se daban cita para competir en justas interminables que se prolongaban por noches y noches enteras de frenéticas embeodadas, ante el embeleso compartido de reyes y grandes señores, hijosdalgos de gotera y privilegios, militares, burgueses lombardos, nobles damas empingorotadas y hasta gente de humilde condición: artesanos menores y aprendices, labriegos que por esos días abandonaban sus pegujares, soldados mercenarios dispuestos a gastarse en francachelas hasta la última cruz de sus pagas, mozas campesinas repartidoras de caricias desmañadas y peregrinos de la Tierra Santa que, entonces, regresaban cansinos por rutas crecidas de hierbajos y despedazadas por las invasiones, pero que también detenían su marcha a nuestras puertas para celebrar las dansas y baladas, las cantigas, los sonetos y los desacuerdos, las coplas, los saludos de amor, vidas, razós y sirventeses de aquellos magníficos competidores acostumbrados a hacer del cantar y el trovar los impulsos de todas las gallardías.

Yo recuerdo sobre todo el torneo de los veranos. Mi vida se llenaba por esa época de imágenes y remembranzas inolvidables. El patrono, albricias por siempre le dé Dios en su gloria, comerciante instruido y generoso protector de artistas, se gastaba las mejores libras de su no modesto peculio ordenando los preparativos del festín: barricas y barricones del más fuerte vino de los valles del Ródano y la Provenza, grandes vinos, reservas excepcionales, vinos blancos, espirituosos, levemente burbujeantes, finos y claros como agua de manantial, vinos tintos, maduros, afrutados y de buena graduación, garrafas de mosto de manzana, de mosto de ciruela, los riquísimos entremeses, perdices trufadas de Burdeos, arenques ahumados de Borgoña, erizos del mar Cantábrico, jamones de Paderbon, salchichones de Gotinga, hongos de Alsacia, embutidos de Lorena, grasas sopas dominicas, gollerías deliciosas y el impresionante bodegón de carnes: tordos, liebres, el delicado aunque insípido assum vitelinum, el asado de ternera lechal, gacelas, faisanes, lechones, jabalíes y venados enteros, el foie-gras y toda aquella variedad de increíbles productos cárnicos, de la volatería y de la caza, que gozosos, almacenábamos para el hartazgo de la concurrencia.

Desde semanas antes comenzaban a concentrarse en el lugar, partícipes y observadores. Llegaban de todas partes: de la Aquitania, de Turena, de Barcelona, de la Lombardía, de más allá del Rubicón. Los grandes señores solían hacerlo montados en altos corceles, seguidos por una cohorte de hombres con armas recubiertas de alardosas sobrevestas y una caterva de heraldos, trompeteros y ayudantes y de sus propios bufones vestidos de colorines y con caperuzas de cascabeles. Los menos ricos lo hacían en carromatos, en modestos palanquines, sobre borregos o a pie, simplemente, tras grandes caminatas. Alojábanse en las ventas y posadas que, por esos días, abundaban en derredor de la taberna. Y los más, tenían que hacerlo en improvisadas tiendas y tarantines que, al redropelo, se levantaban fuera de los muros, sobre riscos y valles, a la sombra de los piruétanos.

Pero siento que me aparto de lo principal de la historia y no es mi idea fastidiaros con descripciones innecesarias. Decíales que reuníanse aquí los más grandes poetas cultos, trovadores y juglares, amén de la inmensa muchedumbre de mirantes. Y yo, vulgar mesero, lleno de honor y aprecio, cumpliendo feliz el menester de servirles; ¡Oh qué gran delicia!; exaltado por los halagos de tan importantes versificadores, duchos en los dichos y en los hechos; lisonjeado por las miradas de aceptación de sus damas verdaderas y de sus damas fingidas; moviéndome muy orondo, arduo, vaporoso, con mi jofaina repleta de buen vino, entre la música de los pífanos y los laúdes, bandurrias y mandolinas, rebecas y salterios; llenando mis orejas con la retumbancia de estrofas y refranes de las más caras rimas; aprendiéndome, aplicado, todas las reglas del amor cortés y hasta soñándome, no pocas veces, trovador yo mismo, rijoso en el galanteo de alguna moza de noble linaje que me otorgara placer a buena manderecha dentro de cámara nupcial o a campo abierto, entre colchas de follajes.

Brillaron entonces con color de euforia los ojos avejentados del tabernero y parándose, ágil, resuelto, caluroso en el centro del recinto, movido por una atracción irresistible, extendió la diestra, —estentórea la voz, exultados los gestos, como hablándole a una invisible multitud congregada aunque sólo a mí dirigiera su vista—, para gritar a pleno pulmón, ¡aquí están todos de nuevo!, ¡véanlos!; a mi alrededor se mueven, vean al insigne Arnaut Daniel que acumula el aura y caza la liebre con el buey y nada contra la resaca; vean a sus seguidores Giraudó Lo Ros, a Giraut de Calanson, a Godofredo de Bretaña; vean al pedante Salh d’ Escole, todo entalcado, con sus ridículos bucles de tirabuzón, llevando costosas galas y altos bonetes; vean al gordo Guacelm Faidit y a su esposa, la soldadera Guillelma Monja, tan grasa como él; vean a Arnaut de Tintinhac, a Giraut de Salanhac, a la Comtessa de Dia; vean a Hernani de Valeria, cargado en silla de mano por mucamos abisinios, impedido de montar en rocín pero no de componer bellos rondeles y que si dedicábaselos antes a mujeres ajenas, tiene ahora la suya propia para cantarle a placer según derecho de amor; vean al de la Muía y al de Mauleón, al Perdigón y al Mataplana, al Marcabrú y al Marcapasso, al Ovalles bebiendo en su copa de huesos y al Barroeta; vean a su alteza Ricardo Cor de Lion metiendo baza con el muy noble Jehan Nouel, al Cercamon y al Peire Lizardo, al Alegret y al Chaine d’ Or, a Bernart de Martí y al paisano Raimon Colombier, al chinois Valeira Mora, ¡amado sea aquel que amanece de balas!, y a Guilhem de Soucre, disimulado en la máscara de su transparencia; vean a Marcoat, a Rogiert, a Grimoart, a Pons de Capduelh, a Olivier lo Templier, a Forquet de Marselha, a Berguedá, a Cerverí, a Peirol, a Cigala. Allá llega ahora el duque de Lascañas, charolado repartidor de canonjías, hacedor de luengos favores que no de buenas canciones, con su asistente Michaut Culo de Ganso, ensalzados ambos muy de cerca por la infame partida de bribones pelotilleros y lisonjeadores de oficio. Y las damas, las Talhafer de Angulema y de Besalú, las Tetas de Estopa de Poitiers, las Grisegonelle de Anjou, las Bras de fer y las Fierabrás de Flandes, las Tetas Ardidas de Borgoña, las Plantardent del Condado de Barcelona, la vizcondesa de Chatellerault, la baronesa de Aimeric, la duquesa de Avendoamato; batiendo, coquetas, felices, delicuescentes, las colas de sus rozagantes de tabí; escudadas en sus novelescas señales de caballería con las que se hacen llamar por sus adoradores para no ofender la tolerancia de sus maridos, poderosos señores en su mayoría carentes de la virtud de la largueza; ¡oh, el frágil y fresco murmullo de aquellos nombres!, la Mejor que Dama, la Buena Esperanza del Amor Hermoso, la Corona Enjoyelada de Venus, la Abejachupamiel, la Placerdemivida, la Palmadegloria, la Púrpuradetiro, la Musgoderocío; todas disfrazadas con rígidas máscaras de albayalde para mejor gozar los placeres de los dioses venéreos; pasando del devaneo al coloquio y del coloquio al refocilamiento; aceptando aquí un requiebro, más allá un discurso florífero, el contacto de una mano atrevida buceando por entre las profundidades del escote, un suave apretón de muslo, el vaso brindante de un fornido muchacho, el mohín gentil de un caballero adusto y, con cierta impunidad y ningún disimulo, hasta un beso arranca agallas en la boca ensalivada, roja, pegajosa. Y las mucamas y mozas de compañía, ¡gozo de amor vuelve a mi corazón!, tentadoras, hermosas, insinuantes e ingenuas, bien comidas y mejor formadas, rebosantes de bustos y caderas, las Clodias, las Cintias, las Hostias, las Cátulas y las Véstulas, las Plañías y las Flavias, las Proserpinas, las Teodosias, exhaustas de tanto holgazanear, de tanto corretear, de tanto festejar, de tanto dar calabazas y hacer pucheros de enfermo y, como quien no quiera la cosa, al fin tomadas de sorpresa en rincones, escaleras y portales, con dardos de acero, flechas de oro, saetas de plata de copela, por el asedio lujurioso de los jóvenes tirones de la mesnadas del Señor.

Y llegaban más y más.

Más poetas, más trovadores, más juglares.

Algunos cantaban versos de coblas unísonas. Otros, en el éxtasis de la fatiga amorosa, lo hacían en coblas tornadas. Los había que se dedicaban a cumplir ceremoniosos con los deberes del código cortés, ¡cuánta perfección de palabra y melodía!, ¡cuánto trato afectuoso!, ¡cuánto vasallaje!, y otros que, tímidos y suplicantes o tolerados y gozones, iban directamente al encuentro de la carne, delante de todo el mundo, con sus enhiestos miembros —terminados en inmensos corazones de bueyes— blandiendo entre las piernas, las calzas caídas a ras de tobillo, ¡al coño la discreción y el arte del disimulo!, sin que al final se supiera qué carajo era aquello, ¿una justa de poetas?, ¿una gran competición lírica?, un burdel, una tirazón inaudita, un descomunal cogenalgas, una bacanal ni siquiera presenciada en los tiempos de Heliogábalo, un pantaletaje roto y un montón de condones usados, al entonamiento de estampidas y pastorelas, entre chanzas colectivas de humor chocarrero, relinchos de caballo, gruñidos de cerdo, barriteos de elefantes y baladros de endriagos, vestiglos y tarascas para apaliar o exaltar el jadeo del placer, sin que faltaran las escenas de amor sáfico o sodomítico entre dama y moza campesina o caballero y juglar, hasta que despuntaba el alba, ¡ay, el alba!, y tocábales a los actuantes maldecir de la brevedad de la noche.

Jadeante, inflando los carrillos y manoseándose la bragueta con intenso frenesí, el tabernero volvió a su puesto. Una lúbrica agitación parecía recorrerlo, se arqueaba, se cimbraba, replegaba el tórax y el abdomen con movimientos rotatorios tan frenéticos como los de un muchacho de catorce años que apenas empezara a descubrir los infiernos de la libido; se estremecía el pelo cano; apretaba las piernas; afincaba la fuerza de sus nalgas sobre el duro escabel como tratando de desmentir lo que entonces estaba sintiendo, pero no se contentaba con esto y volvía a sacudirse más fuertemente, restregándose la lengua contra los labios entreabiertos que murmuraban ternezas exaltadas, fútiles palabrejas; la lengua enrojecida, escamada, reptante, moviéndose voluptuosa como la elástica cabeza verticalizada de una serpiente que respondiera a las órdenes impartidas por la destreza faquírica de un encantador birmano; acariciándose todo, con sus manos provectas, los hombros, las axilas, los brazos, los muslos ceñidos bajo el tejido de punto, la rugosidad de sus rodillas, en una lenta exploración, con moviciones tan suaves, tan lánguidas, tan obstinadas, que yo estaba convencido de que se iba a masturbar sin más preámbulos en mi presencia. Pero no; se fue aletargando en la tranquilidad de un sueño advenedizo y permaneció inmóvil cierto rato.

Después, salmodió de memoria algunas canciones. Lo hizo en correcta lengua occitana, con voz profunda, disjunta, como la resonancia de un tronco hueco. Entre versículo y versículo, tomaba aliento con la inspiración de un mugido. Una, “La aventura del beso robado", me resultó conocida: el trovador sorprende a la dama en su lecho y la besa dormida; ella se enfurece y con gran aspaviento hace que su marido lo eche de la corte, y sólo mucho tiempo después, gracias a los ruegos del propio esposo (que en ello no había visto más que un divertido incidente), el trovador es perdonado y admitido de nuevo en el castillo; más, acordándose del beso que robó, deseaba que le fuera devuelto y por doquier seguía a la ofendida dama con sus ruegos y lamentaciones. Otra, más enrevesada, “De chantar m’ era laisatz per ira a per dolor", creí entender que contaba la historia de un juglar vagabundo que amaba a una dama llamada la Loba de Puegnautier por la que, en fanfarronada al parecer muy del gusto de la época, se disfrazó de lobo y se hizo perseguir por los pastores con sus mastines y sus lebreles, a todo lo largo de la montaña nombrada Cabaret, hasta que alcanzáronlo y diéronle formidable paliza, de tal modo que, descubriendo luego su humanidad, lleváronlo por muerto a la residencia de la dama, quien, al reconocerlo comenzó a dar muestras de alegría por la simpática locura que había cometido en prueba de amor, acogiéndolo con insospechado beneplácito, igual que su marido, un señor gentil y benigno de muy finas maneras, que lo hizo tomar y poner en lugar escondido, lo mejor que pudo y supo, y envió por el médico y lo hizo medicar hasta que estuvo del todo curado y, cuando estuvo curado, diole armas y vestidos y lo elegantizó mucho, dejándolo a vivir para siempre con ellos. Pasé horas deliciosas oyendo las canciones del tabernero. Los temas populares tan finamente escritos por los antiguos poetas y ahora traspuestos en mis oídos por la amable insistencia de aquel improvisado trovador, regocijaron mi espíritu con una felicidad indecible, mezcla de evocaciones presentidas y vivencias inefables de una existencia eterna. 

A medida que el anciano, con su voz entrecortada de silencio, iba hilvanando sus cadencias, me parecía que de todos los rincones de la taberna, de sus espesos muros de piedra, de sus pilares y contrafuertes, de su techumbre, de sus arcos y cimborios, de más allá, de los campos, yermos y vergeles, landas y dehesas, llanuras y bosques, del camino y de la alcantarillada, del cercano castillo de Maruelh, de sus fosos y torres almenadas, de sus puentes fijos o levadizos, de su elevada mazmorra, de su coto de caza, de sus graneros y establos, de sus bodegas, de sus aljibes, de sus trapiches, entre las vagas languideces de los pinos y los madroños, desprendíanse los acordes polifónicos de varios instrumentos, a veces solos, a veces orquestados, desde el compás sobrio e intermitente de la vihuela, o la fuerza juvenil de la trompeta, casi rayando en la temeridad, hasta la tierna meditación de los violoncelos y los clavecines o el aire juguetón de las zampoñas de los pastores, en un concertó grosso donde la rivalidad de los solistas y los concertinos y la propia orquesta adquiría la prestancia majestuosa de una obra de Corelli, de una obra de Vivaldi, de una obra de Háendel, de una obra de Bach.

Y de la misma manera como la música iba adueñándose del aire vesperal, matizándolo con tintas ligeras de brillantes sonoridades, el tabernero recobraba, con agresión progresiva, sus apagados bríos. Presto, se levantó de nuevo, agitando con elegancia de primer actor sus escuálidos brazos, mientras desde el fondo corrían con vivacidad los bordoneos de las cuerdas dobles de la vihuela para acompañar los primeros versos de la "Kalenda Maia", (la más famosa de las estampidas provenzales, de Rimbaut de Vaqueiras), y nuestro amigo tosía baritonalmente, sobre el dorso empuñado de la mano, antes de comenzar.

   
  Kalenda maia

  ni fueills de faia

  ni chans d’ auzell ni flors de glaia

  non es qu m plaia,

  pros dona gaia,

  tro q’ un isnell messagier aia

  del vostre bell cors, qi m retraía

  plazar novell q’ amors m’ atraía vas vos,

  e jaia, e m traía vas vos

  donna veraia,

  e chaia de plaia l gelos,

  anz qe m n’ estraia

   
Después, se lanzó con la muy difícil métrica de Peire Raimon de Tolosa (Petrus Raimundus, el viejo y grueso, huésped permanente de la taberna durante muchos años, después que murió su protector Guilhem de Montpellier; aún se conservaba la silla episcopal románica, de asiento doble, en piedra policromada, con refuerzos de hierro, detalles mozárabes, tallas planas cubiertas de tejadillo, celosías y arcos de herradura, donde aseguróme que el poeta solía sentarse, desde el crepúsculo de la tarde hasta la aurora siguiente, enjugándose con una olímpica sábana de catorceno el sudor de su vasta corpulencia).

Atressi cum la candela

  que si meteissa destruí

  per far clartat ad autrui,

  chant on plus trac greu martire

  per plazer d l’ autra gen…

   
Otras canciones sucedieron a las primeras y cada vez fueron haciéndose más tiernas y amorosas: “Cuando el aura dulce se amarga”, “Estoy en cuita y desmayo”, “Quisiera ver a Ezegalda, porque tengo deseos de morir", “Júrame que aunque pase mucho tiempo”, “Ruiseñor, vete de mi parte” y la graciosa composición en la que Raimbaut d’ Aurenga despotrica del amor de las mujeres:

Assatz sai d’ amor ben parlar

  ad ops deis autres amadors;

y una serie de jactancias o fanfarronerías, como, por ejemplo, aquella en la que el trovador finge haber sufrido la mutilación de Abelardo:

D’ aisso vos fatz ben totz certz:

qu’ aicels don hom es plus gais

ai perdutz, don ai vergoigna;[4]

o esta cansó de crozada, dirigida por Peirol al emperador Federico II:

Emperador, Damiata aten,
e nueg e jorn plora la blanca tors

per vostr’ aigla, qu’ en gitet us voutors.

Volpilla es aigla que voutors pren!

o la única pieza importante que se atribuye a Huguet de Mataplana, que comienza:

D’ un sirventes m' es pres talens,

y, naturalmente, la célebre canción para la condesa de Trípoli compuesta por Jaufré Rudel, el sublime, príncipe de Blaya, (tan admirado después por Uhland y Heine y Rostand y Carducci):

Ja mais d’ amor no m gauzirai

si no m gau d’ est’ amor de loing,

En algún momento el tabernero dejó de cantar. Llevado por la necesidad de prolongar al máximo la conversación que mantenía conmigo, —según su decir, el único interlocutor que había tenido en muchos, muchísimos años— me rogó con cierta sonrisa que revelaba quizás menos súplica que íntima satisfacción, (la satisfacción del conversador que sabe captar el embelesamiento que su conversación causa en el otro), me rogó, dije, que no me despidiera aún. Estimo que pude haberlo saciado con tantas recitaciones, leyes de amor y estrofismos de cortesía, agregó, pero pensé de pronto al verlo entrar y detenerse con tanta delectación ante la vista de anticuados gonfalones, muebles y tapices, que era usted un resucitado de otras épocas, o mejor, quizás, el espíritu reencarnado de uno de aquellos caballeros, juglares y poetas, que conmigo compartían. Algo debo haber dicho para tranquilizar al noble tabernero. Que yo recuerde, siempre me habían atraído las canciones provenzales y era Provenza la comarca donde había pasado las horas más felices de mi vida: en Marsella, digamos, paseando con Silvina, mi novia peruana estudiante de Literatura Medioeval, (agitanada, con su veraniego traje de retales, su faraónico pañuelo de brillantes colores en la cabeza y sus abalorios y sus collares baratos pero muy vistosos), a lo largo de la avenida Canabiere, deteniéndonos ardidos a la vuelta de cada esquina para besarnos con pasión; en los arenosos bajíos del cabo Croisette, más allá de las últimas prolongaciones de los barrios residenciales, mirando la puesta del sol, el nacimiento de la luna; y en Cannes, y en Antibes, y en Niza, donde una noche hicimos el amor en plena calle, al pie de un gigantesco anuncio de Coca-Cola; ella, Silvina, recitando con voz casi imperceptible herméticos versos pictavinos cada vez que se encontraba en trance de orgasmo. Por eso, quizás, me sentía feliz de estar aquella tarde frente a un trovador en persona, o por lo menos, frente a un amigo de todos los grandes trovadores que fueron.

Cuando regresó de la despensa trayendo consigo más vino, (una jofaina el doble de grande que la anterior), mi amigo, con prisa de impaciente, retomó la palabra. Creo que me falta contarle lo más importante, dijo, contarle un poco sobre Ebles Aldrovandus de Chabaneau, el más grande de los trovadores habituales de esta taberna, vale decir, el más grande trovador del mundo, a quien, con toda razón sus contemporáneos llamábamos “El divino invencionero’’. Por el prepucio de Nuestro Señor resucitado, puedo jurarle que no hubo quien lo igualara jamás en sapiencia y galanura. Entrelazaba las palabras y afinaba su melodía del mismo modo que las lenguas se entrelazan en el beso o las redes de serpientes en los capiteles y las dovelas del claustro. Hombre sabio y de muchas letras, caballero de armas y hermoso en la persona, brilló con luz propia en la corte del buen rey don Alfonso de Castilla y en la del buen rey don Alfonso de Aragón. Su voz sonaba con claridad de cristal y era más dulce que el arrullo de paloma. Nunca dijo mal de la mujer ni del amor. Nunca se envaneció de sus méritos. Según la opinión de los más entendidos, el patrono entre ellos (porque, a decir verdad, en eso de apreciar la poesía mi patrono era más competente que en potajes y vinos), nadie podía alcanzarle por mayor esfuerzo que hiciera en la audacia de las metáforas, en la perfección de la métrica, en la claridad de los conceptos, en la sinceridad de los sentimientos y en esa elegante, deliberada, prescindencia de los tópicos para usar sus propios e inolvidables recursos, dándole a cada palabra un valor expresivo hasta entonces desconocido y a cada situación una impresión tal de autenticidad que sus contendores no podían menos que quedarse boquiabiertos, con las caras más negras que un cielo de tormenta por la rabia que les comía, presas de una envidia que a la larga tenían que tragarse, convencidos como estaban de que él, El Invencionero, era algo distinto, elevado, angélico, definitivamente celestial.

Y es que cuando este gran poeta comenzaba a improvisar sus versos, las imágenes adquirían corporeidad física y una primordial sensación de belleza, flagrante, real, presente, se adueñaba de los circunstantes, una belleza que se le metía a uno por los sentidos y le inundaba el entendimiento y le acariciaba el cuerpo todo como un aura suave y bienhechora, como una tibia emanación. Si le cantaba a la primavera, aún cuando fuera en invierno, la escarcha corría en torrentes, florecía de nuevo el blancoespino y un sol incipiente se afrentaba en lucha contra las grisallas de lluvia para dispensar esa claridad saludable, aunque todavía indecisa, de la entrada de abril. Y a medida que los versos iban levantándose por encima de los resoplidos del mistral, aparecían ante nuestra vista estupefacta: los descongelados cinturones de las retamas y las moreras, las flores tubulosas de las prímulas y las campánulas, la dorada carga de los mandarinos, los brotes tiernos de las rosaledas de Maruelh, la tupida ramazón de los bosques aledaños al castillo, entreverados de robles, abetos, nogales y avellanos; la vegetación toda, viva, animosa, resurgiendo, liberada de los copos de nieve, en un sinfín de verdes, —cenizas, cadmios, cinabrios, turquesas, esmeraldas, óxidos de cromo—, que resplandecían, o se opacaban, contra el ocre pardo oscuro de las tierras de sembradura. Centenares de pajarillos, alondras y ruiseñores, grajos y pinzones, cada uno con su pareja, desplegaban sus trinos por setos y vergeles. Y se veía de nuevo el ganado paciendo en las dehesas, los picocarpinteros punzando las cortezas de los árboles, las arañas renovando sus telas, los arroyuelos corriendo profusos y el hervor de morenas mariposas pespunteadas volando entre las flores, en un ambiente bucólico como decorado de comedia pastoril, cuando empezaba a extendérsele a uno por todo el cuerpo, a partir del bajo vientre, por entre las bragaduras, un calorcito suave que se regaba en la piel, nos penetraba como un unto y terminaba anidándose en las oquedades más íntimas.

Si por el contrario, nuestro trovero le cantaba a la guerra: el fragor de la batalla irrumpía en nuestro derredor. Se apagaba la luz de las lámparas de aceite y estremecíanse las tinieblas de sustos y atronamientos. A corta distancia se oían los aproches de las tropas contendoras, el arrollar y pisotear de los cascos de caballos. Una inmensa catapulta de diez brazos disparaba bolaños de granito, dardos incendiarios y herbolados, faláricas y cuadriellos contra los muros del burgo. Los trenos y gimoteos de los heridos, dolorosamente expresados, se aprovecían, atemorizantes, horribles, crecientes, por los riscos y frondas de aquel campo de Marte. Y eran bramuras de brigolas, zumbidos de bodoques y virotones, tiros de ballestas, tintineos de garranchas y estoques y broqueles, obscenas expresiones de ira o de dolor, broncos lanzazos de alabardas y espontones, los que cubrían la tierra por doquier. De todas partes surgían bufidos y relinchos de corceles espantados, gritos de avanzada o de repliegue, fabudas que hincaban nuestras cabezas; ruidos horrísonos que crepitaban, rugían, restallaban, se desgranaban, chapaleaban en el fondo de marismas imaginarias, chirriaban como ogros tras las puertas y ventanas, provocando en cada uno de nosotros un miedo febricitante, una nerviosa expectación de angustia que sólo alcanzaba su apaciguamiento cuando Ebles Aldrovandus, para devolvernos la tranquilidad y recordarnos el carácter ilusorio de sus invenciones, hacían estallar el fuego griego sobre la propia bóveda celeste, en un funambulesco espectáculo de luminotecnia que convertía las nubes en gigantescos brulotes combustibles, en trirremos de fuego cuyas jarcias y velas y cubiertas eran consumidas por grandes llamaradas de granatina y humaredas incandescentes de azufre puro, resina pérsica, brea, petróleo, aceite y sal cocida.

Pero todos esos mesteres eran flores de cantueso.

En una justa memorable, Raimon de Miraval estrenó "Si el cantar juera apreciado con justicia”, magnífica defensa contra los que no aceptaban el poder de la poesía y murmuraban sobre la profesión de trovador; el Monje de Montaudon hizo lo propio con su "Galería caricaturesca de trovadores a imitación de Piere de Alvernha’’ que arrancó risas y aplausos hasta la cremación de las palmas a los oyentes y Bertrán de Born improvisó su famosísima "Cuando reflexiono y considero lo que soy” para despedirse de la vida mundana antes de entrar a la orden del Císter El jurado estaba realmente conmovido con la calidad de las interpretaciones. Indecisos, no sabían a quién de los tres autores otorgar el Gran Premio. La multitud congregada se fue dividiendo en grupos de acuerdo con sus preferencias. Banderolas y carteles de pergamino con letreros iluminados subían y bajaban por encima de las cabezas: "Queremos al Monje de Montaudon”, "Viva Bertrán”, "Viva Miraval”. El muy ilustre duque de Lascañas y su asistente Culo de Ganso maniobraban, sin empacho, frente a los jueces en favor de Bertrán. Se movilizaban con diligencia, le adulaban al patrono, palmoteaban al vizconde de Gerona, incensaban al obispo de Clarmont, le reían la gracia más allá al ostentoso Señor de las Ampurias o trataban de sobornar, dinero en mano, al infame y venal Pistoleta. Aplausos, chiflidos, aullidos, protestas. Los manifestantes, cada vez más exaltados, pegaban leeos, levantaban puños, se abalanzaban sobre la tarima del jurado para hacer valer sus simpatías. De pronto, hubo un silencio de boca pegada en medio del estrépito de la turbamulta. Frente a la tribuna hizo su aparición el Divino Invencionero que, no recuerdo por qué causa, había retardado su llegada a la justa. Al instante quedamos maravillados. Los apartidados hicieron mutis. Bajaron los letreros. Se recogieron las banderolas. Y la voz del genial artista subió hasta el cielo constelado con la fuerza de un ventarrón, uno de esos ventarrones de los desiertos de la Mauritania.

Aquella noche, El Invencionero improvisó por primera vez su "Summa Animalibus", largo poema conmutativo inspirado tal vez en Ovidio o en Plinio, en Elanio o en Cicerón; un poema en el que nuestro autor, valiéndose de imágenes de lo más atrevidas y toda una simbología de abstracciones y apersonamientos, metamorfoseó a los presentes en tímidos animalejos y pavorosas bestias. A nadie se le había ocurrido antes dentro de la poesía provenzal semejantes comparaciones animalísticas. Quizás un poco, sí, a Rigaut de Barbezilh que alguna vez habló de solicitar el concurso de otros amadores para levantarse ante los ojos de su dama; así como el elefante, después de caído, que no puede enderezarse sin los gritos de auxilio de sus compañeros de manada. Pues bien, eso hizo el inefable Invencionero. Con sus versos perfectamente construidos y sus infalibles recursos retóricos, de cada uno de los presentes derivó un animal silvestre, un jumento, un volátil, un reptil; todos con las precisas características que los bestiarios de la época atribuían a sus respectivas naturas. A mí, dada la ley, me convirtió en erizo; quizás por la solicitud y previsión amorosa con que entonces les servía. En mis cerdas trasportaba granos de uva, cual nuevas y lustrosas jofainas de vino. Del poeta Ovalles hizo un águila nictitante que voló sin pestañar hacia el sol de medianoche. De Guacelm Faidit y su esposa Guillelma, dos cetáceos estrambóticos. A una Fierabrás la transformó en abubilla y a una Bras de fer, en comadreja.

Salh d’ Escole fue cambiado por una hiena, hembra y macho al mismo tiempo; Peire Lizardo, por un ave fénix; Cerverí, por un lagarto helíaco. Una de las Tetas Ardidas fue tornada en polla de agua; otra, en cornejilla; otra, en salamandra. Y a la condesa de Chatellerault la demudó en una pantera concupiscente, con la piel tachonada de ojos y que, clamante de gemidos, exhalaba tufaradas de aromas bienolientes a través de su voz. Decenas de muchachas campesinas trasmudadas en sirenas, (sirenas-pájaros, sirenas-ápteras, sirenas-peces, algunas con colas serpentinas y grandes alas de murciélago, otras con extremidades entretejidas de elementos vegetales), echaban al aire sus cantos seductores —bellos y peligrosos a la vez— mientras peinaban coquetas sus cabelleras de redes afrodisíacas, largas y flotantes, ante ficticios espejos. Caballeros y soldados, reducidos a la apariencia de sus cabalgaduras, correteaban de un lado a otro en el alborozo de una lúdica fiesta que parecía nunca terminar y todo volvióse ilusorio, inestable, diferente, en medio de aquel feérico cambiamiento, sin que nadie pudiese asegurar a ciencia cierta cuál era su propia realidad. Aquí y allá aparecieron hormigas del tamaño de un perro, rinocerontes con cuernos de antílopes, peces voladores, pavos reales de colores brillantes, unicornios, vulpejas, serpientes acuáticas, palomas venusinas, centauros y centauresas; sin que los mismos miembros del jurado alcanzaran a escaparse de la protéica travesura, cuando, finalmente, convertidos en cinco leones de grandes cuerpos y melenas lisas, por unanimidad, terminaron entregando a su transformante, el trofeo de vencedor. Era una copa alta de alabastro, alfilereteada de ónices y carbunclos; pero, esa noche, Ebles Aldrovandus como que quiso demostrar con creces las excelencias de su taumaturgia y, antes de que el último de nosotros recuperara su condición humana para celebrar con alegría la justeza del veredicto, ya la tenía vuelta una portentosa columna de inextricables pájaros vivos. Nadie osó por ello juzgarlo inverosímil o excesivo.

Y como si no le pareciera que lo contado hasta aquí era ya bastante, el tabernero siguió alegando y sacando de su memoria nuevas y nuevas probanzas para acreditar la prominencia de su personaje. Créame que no se trataba de un vulgar prestidigitador, me dijo. Era un creador, tan inventivo como Dios, enfatizó. Mejor que Dios, se diría. Su imaginación no tenía límites. Tampoco su verbo. Unas cuantas palabras suyas bastaban para reinventar y hacer desaparecer (si así lo hubiese querido) el mundo entero. El mundo entero se levantaba de su cabeza y de su lengua.

Cuando murió Enrique, el Príncipe Joven de Inglaterra, el Padre Rey lo mandó a llamar para que pronunciara el lamento fúnebre. Fue la suya una oración inusitada. En nada parecióse a las otras famosas que ya se conocían en la literatura provenzal: la que hizo Guacelm Faidit por la muerte de Ricardo Corazón de León; la que hizo Cercamon por la de Guillermo X de Aquitania; la que hizo Guiraut de Calamón por la del infante don Fernando de Castilla; la que hizo Matieu de Caersí por la de Jaime I El Conquistador; la de Sordel por el trovador Blacatz; la de Aimeric de Belenoi por don Ñuño Sánchez, conde de Rosellón; la de Bartolomé Zorzi por Conradino de Sicilia; la del poeta Ovalles por su padre Guatimozín, alias El Globo; y, aquella, bellísima, que compuso Augier de Novella ante el cuerpo insepulto de mi señor Raimon Trencavel de Besiers, en cuyo castillo tuve la honra de servir por años como copero mayor y quien fue muerto, encarcelado en Carcasona, por orden del muy truhán y miserable Simón de Montfort, después de haber arrasado todas sus propiedades. Aún llora mi corazón cuando lamenta su daño. Y es que pienso que todos los días de mi larga existencia no han sido a suficiencia para increpar la desgracia de mi admirado valiente, el noble vizconde de Besiers. Pero no es eso lo que ahora importa. Decíale que la oración de Ebles Aldrovandus por el Príncipe de Inglaterra resultó inusitada. Y sí que lo fue. Se lo digo yo que, entonces, formé parte de su ocasional cortejo. Para sorpresa de los cortesanos de la pérfida Albión, no hubo ayes ni jeremiadas, ni clamores ni responseos. 

Nada dijo de la ascendencia y parentela del difunto. Nada de las tierras y personas entristecidas por su muerte. Tampoco impetró la salvación de su alma ni manifestó dolor por el suceso. Simplemente, con palabras muy bellas, enumeró sus virtudes, pero cuidándose de no incurrir en el lugar común de considerarlas perecidas, sino, entendiéndolas vivas, actuales, presentes. Habló de su increíble belleza física: de la serena armonía de su rostro; de la suavísima gama cromática de carmines y rosas que arrebolaban sus mejillas; de su cabellera sedosa, encabritada y loca, turbada y ebria por la fuerza de la brisa. Habló de la vitalidad de su cuerpo plásticamente modelado; de las turgencias de su musculatura de jayán espartano; de la pureza de su sangre, ardiente como la lava; de la prestancia de su juventud, dorada y clara, altiva y combatiente; de la lealtad de su corazón noble; de su gracia para manejar la espada; del ritmo característico y victorioso de sus pasos. Habló de la ebullición de sus pensamientos; del destello que desprendían sus ojos glaucos y del resplandor con que rebrillaba en su frente, el inacabado sueño de los dioses. Habló del mundo turbado por su palabra profunda que enamoraba y persuadía; de su amor por lo bello, de su fe de poeta; del estandarte azul de su casa y del ideal de su ley; del fulgor de las cosas eternas que alumbraba en sus pupilas y de las visiones que, aún postrado sobre aquel catafalco de mármol, libaba ávidamente. Habló del blanco caballo alado y deslumbrante que montaba y de las vastas posteridades que alguna vez tendría. Al oír estas palabras, dichas con el tono gravedoso del primer día de la Creación, el joven Príncipe alzóse del lecho mortuorio, separó con sus manos las lápidas de la tumba, y salió del sarcófago, restregándose los párpados alucinados como si acabara de despertar de un sueño que no era el de la muerte. Impasible miró a los enlutados cortesanos y arrojóse a los pies de El Invencionero en señal de ofrenda y gratitud. Dícese que, después, llegó a sobrepasar los cien años de vida y que gobernó el reino, hasta el final de sus días, con el agradamiento de todos sus súbditos. Otra vez hubo en que a Ebles Aldrovandus le dio por hacer a capricho su propia dama. El que estuvo en muchas cortes y en todas amó a las mujeres mejores; él que mantúvose caliente cuando más invernaba, en el lecho de la muy noble esposa del señor marqués de Bouvila y que acompañó como favorito a Margarita de Francia en su viaje a la Hungría y que vio sin cota, sólo en gonela, a la bellísima Beatriz de Monferrato; él que arrobó con sus sextinas a las siete hijas del honorable conde de Bretaña y a todas terminó descubriéndoles y besándoles el hermoso cuerpo y contemplándoselos contra la luz de la lámpara y penetrándoselos, con su enervado aguijón escarlata, more ferarum, a la manera de los animales; él que, además de poeta de la palabra, era un insaciable poeta coitivo, —lo que se dice, un rey del singue y del amancebamiento— y que entretúvose con aragonesas y gasconas, lombardas y genovesinas, troyanas y tirias, matronas castellanas, damiselas de París, valquirias y ninfas, calloncas y ricafembras, durante noches y semanas enteras, en aposentos de palacios o en conventículos recónditos, inventando posturas inconcebibles y lascivas trabazones para deleite y recreo de su goce irrefrenable, al modo de las que el emperador Tiberio imponía a sus espintrias en las noches sicalípticas de su villa de Capri; él, a quien, (me consta por haber sido muchas veces su cubiculario), no le pasaba varona con faldas que no sirviese para sus afanes fornicarios de insigne putañero; él, se propuso, entonces, cohabitar con mujer que no hubiese nacido de madre alguna, y como no estábale dado hacerlo con la Eva de la que hablan las Escrituras, (lo que a no dudar habría logrado, de habérselo propuesto), se dispuso a esculpirla con versos de métricas y géneros y formas diferentes. Todos vimos la hadada hechura. 

Todos, los contornos humanos que fueron emergiendo de la teúrgica nada, ante la fonación maravillosa de cada palabra. Primero, apareció un corazón latiente que aleteaba su salto en la penumbra de un cuerpo indeciso. Luego, fue precisándose cada uno de los órganos restantes: la cara impoluta los henchidos senos las bien torneadas espaldas los vigorosos miembros las nalgas redondas el piloso monte de venus y la vulva femenil color de rosa deleitosa húmeda y ardiente y los ojos y los párpados y las cejas y la nariz y la frente y los labios carnosos y la lengua frenetizada y los albarizos dientes y los cabellos ondulantes negros como pluma de cuervo inflados fragantes florecientes. Al poco, le agregó la sonrisa. Ningún trabajo le costó hacerla hablar. Pero he aquí que, al final, habiendo resultado la dama una perfectísima criatura, (encarnación sobrenatural de aquella cosa etérea, sutil e indefinible que llamaron gracia los helenos), Ebles Aldrovandus no quiso dispensarle sus favores de varón, la revistió con clámides y peplos y la colocó, bajo palio, sobre una peana de madera dorada, para que los presentes le cantáramos loanzas, por semanas y meses.

Y yo, agregó finalmente el tabernero, yo que he esperado tantos siglos para contarle a usted de viva voz estas historias; no sé, ahora, si soy yo mismo o una mera invención de Ebles Aldrovandus de Chabaneau, “El Divino Invencionero”. Dicho esto cayó en un sopor y, poco a poco, comenzó a desvanecerse. Antes de que su imagen se esfumara de un todo, salí a la calle. Era noche cerrada, pero un viento como de amanecer me irisó entonces todo el cuerpo…









Denzil Romero (Aragua de Barcelona, Venezuela, 24 de julio de 1938-Valencia, 7 de marzo, 1999) fue un escritor venezolano. Considerado uno de los más destacados escritores de novela histórica en el marco de la literatura venezolana. Su punto de vista de reconstrucción del hecho histórico obedece a leyes propias de la ficción narrativa. Dejando a un lado, por tanto, la rigidez de la sucesión lineal y acude a la distorsión del tiempo, recurso que otorga una nueva fuerza y ofrece una percepción diferente de los sucesos del pasado. Algunos historiadores y escritores, entre los cuales se encuentran Luis Alberto Crespo ha definido el estilo de Denzil Romero aludiendo a la «exageración de lo real». Según la opinión del escritor Juan Liscano, «los siete cuentos de Infundios sedujeron por la riqueza del lenguaje, el poder fabulatorio, la mezcla de elementos culturales ajenos al criollismo agrario o urbano», la combinación de lo histórico y lo esotérico, de lo erótico y lo seudorrealista. Nota biográfica completa.


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