«La nueva adquisición del juicio», un relato de Héctor Medina

El aparato ocupaba lo alto de la puerta. El hombre lo empujó hasta donde estaba el Papa y su séquito, cada uno con la mano en la barbilla, presos de la duda y la emoción. Como pudo, la instaló al frente de todo el grupo, expectantes, mirando al reo que lo tenían amordazado sobre la cuneta, dándole agua en una jarra metálica para que confesara sus pecados. El Papa le señaló con la mano dónde debía detenerse.
El hombre se irguió por algunos segundos, esperando a que le dieran señal de iniciar. El Papá detuvo a los verdugos para que dejaran de darle agua al reo. El salón era pasado apenas por los adornos del Señor en lo alto de la cúpula, con uno que otro santo en las paredes y el oler acre del aceite de ungir. El hombre carraspeó la garganta y empezó como si fuera una exposición científica.

―Su majestades, con esta máquina podrán ejecutar cientos de impíos. Como pueden observar ella tiene desde el inicio una polea que va halando al reo hasta el final, colgado de los brazos. La polea se compone de una cuerda y una rueda que transporta al condenado hasta lo último y más contundente castigo―el hombre se detuvo por algunos segundos, pasando saliva. Todo el séquito hizo uno que otro comentario―. Como pueden observar la máquina inicia con puntas de acero, no tan largas, apenas para que en la primera estación se clave en los pies. Esta es la primera estación…
Uno del séquito levantó la mano. El hombre se detuvo.

―Sus majestades, si quieren al final de mi exposición me hacen las preguntas, con eso no pierdo el hilo. Como pueden ver hay un remojo de un primer castigo. Nótese que al terminar esta primera estación hay un espacio, un descanso para que ustedes piensen si quieren continuar; bien sea para darle al reo el tiempo de arrepentimiento y confiese sus pecados o ustedes, por determinación de juicio, simplemente lo dejen en un castigo menor porque la falta fue…leve, quizás, como una mentira, creo yo―Por un momento carraspeó y se secó el sudor de la cara con el dedo―. En esta segunda estación ya hay una especie de herraduras con púas bastantes afiladas que pueden llegar hasta las pantorrillas y pueden maltratar las piernas del reo. De este torniquete pueden graduar la presión de la herradura, con eso controlan ustedes el cercenamiento de las piernas o simplemente lo dejen como dolor intenso. Es bastante interesante, ya que con esta tortura el pecador confesará sus delitos para con Dios.

Los Verdugos observaban expectantes. Sudaban, pero siempre con la atención a los condenados para que no fueran a huir. El condenado, casi moribundo, se retorcía las entrañas como anaconda en la presa. El aire súpito se había convertido en humedad y recorría el recinto de juicio.

―En esta tercera estación la polea llegará a un punto donde cede la cuerda, lentamente y caerá en este palo de estacas y se incrustará en su trasero, ya que será tanta la entereza de la cuerda al bajar, que el reo terminará por levantar las piernas para no caer, pero las estacas lo esperarán a merced de su trasero para ser atravesado―el hombre sonrió de picardía, mirando al séquito que se mantenía serio―. Ya ustedes determinarán qué clase de castigos le pondrán a esa estación. Para mí, si estuviera en mis manos, castigaría aquí a los pecados capitales, sin duda. Esta cuarta estación es de las que más me gustan, porque aquí el reo ha confesado sus pecados, pero son tan mortales que ustedes no lo perdonarán. Aquí la polea se suelta de ipso facto, y el reo cae sobre esta cuneta que contiene una trituradora, una moledora que no le dejará ni los huesos buenos. Esta parte contiene un botón que activará la moledora justo antes de que el pecador caiga. No me gustaría estar en el pellejo de esta estación. 

El hombre se detuvo por algunos segundos. El séquito se miraba con las manos en la barbilla; uno que otro comentaba y otros observaban al reo que estaba a merced de la tortura. El hombre se secó el sudor. De algún bolsillo sacó una pluma y en una hoja empezó a dibujar algo. Por unos dos minutos tuvo olvidado al séquito.

―Majestades, en este bosquejo les he hecho una simulación del cuerpo destrozado por cada estación. Como pueden observar en la cuarta estación el cuerpo simplemente queda como carne molida para los animales, no hay mayor cosa que dibujar; pero en esta estación tres el cuerpo ensartado en las púas atravesará su cuerpo y en pocos minutos morirá desangrado. Yo sugiero que para cada estación haya unos pecados o castigos a los que el impío se haga acreedor; es decir: En esta estación uno―el hombre regresó al principio de la máquina―yo propongo pecados como mentiras, adulación, envidia, ciertas faltas del personaje que no acarreen mayor preponderancia para el cielo y Dios. Para la segunda estación podrían entrar pecados como la bigamia, la infidelidad, el blasfemar de Dios, de ustedes, de no acatar leyes tan primordiales para todos ustedes sus majestades de la tierra. Para la tercera serán pecados de asesinos, de llegar a promover teorías falsas en la ciencia, libros que nieguen la existencia de Dios, por lo que la gente se lo pensará dos veces antes de escribir cualquier cosa que esté en contra del aristotelismo, del cielo rotando y ejes que no sea han verificado.
El hombre se detuvo de nuevo. Corrió un poco la máquina, acomodó una de las llantas para que deslizara mejor. Por algunos segundos se quedó mirando la polea, luego la cuneta con la trituradora y la mano en la barbilla, como cavilando sobre los pecados.

―Para mí, santos, que el único pecado que cabe aquí es la de negar la existencia de Dios y blasfemar sobre él, sobre las escrituras. Yo creo que no hay pecado más mortal que ese.
El santo oficio murmuraba y observaban al reo que temblaba, con el dorso medio desnudo y las manos atrás. El recinto quedó en silencio de nuevo; el hombre esperó por algunos segundos y continuó.

― ¿Qué pecado ha cometido este hombre? Uno sólo que me conteste.
― ¡La gula, la avaricia, el robo al rey!
― ¿Qué estación merece? ―el hombre se acercó un poco más para que le escucharan.
― ¡la tres, la cuatro, la dos, la tres!
―La tres, sí señores, aunque suene a dos. Pero le daría un tres. ¡Así que tráiganlo y lo ponemos sobre la plataforma para amarrarlo de la polea!
Los verdugos acercaron al reo y este se resistió por algunos segundos, pero de un latigazo lo arrodillaron. El hombre lo incorporó a la plataforma y tan ágil como pudo le amarró las manos a la polea. El pecador estaba desgonzado, sin fuerzas, pero se mantenía erguido, mirando al suelo y no al cielo.
―Ahora activaré el botón y observen lo que la máquina empieza a hacer…

La polea empezó a moverse como tren y con un ruido estrepitoso la máquina. El reo se agachó simplemente, levantó la cabeza, en señal de orgullo, de no arrepentirse de nada y el séquito no se hizo esperar para su protesta.

― ¡Hombre, no la puede acelerar para darle muerte ligera a ese diablo!
―Se les tiene.

El hombre oprimió otro botón y la polea se deslizó con rapidez. De ipso facto la cuerda cedió tan rápido que nadie advirtió la caída; el reo había caído sobre las fauces de su trasero, dejando entrever las púas que habían llegado a su vientre. Por un momento el séquito se quedó en silencio, viendo la escena, poniendo un pañuelo en agua bendita a sus ojos y luego santiguándose los labios.

Un vaho había ingresado al recinto desde cualquier lado. La polea se mantuvo sobre el reo por algún minuto. Luego, como si alguien la soltara, el cuerpo terminó por caer sobre las púas. El hombre miró con terror, con ciertos nervios y se dio la vuelta en señal de respeto. Los verdugos, unos con las palanganas y otros con jofainas, sacaron el cuerpo, lavaron y en pocos minutos la máquina quedó intacta.

Todo el santo oficio se paró y empezaron a aplaudir la genialidad de máquina que el hombre les había presentado; tan sólo hizo una reverencia y corrió la máquina de nuevo a donde la había puesto.

―Ahora sí, majestades, tienen la palabra.
Todo el mundo levantó la mano, pero se la habían cedido al gran Papa.
―Si quiere, Pontífice, pase aquí y me hace la pregunta.

El Papa pasó con un vaivén en su pierna derecha. Se acomodó el solideo. Observó por algunos segundos la máquina, su altura, el principio y el fin y se puso la mano en la barbilla.
―Yo veo que al finalizar la polea con la cuerda a la que va atada el pecador, no tiene cómo sostenerse si él se arrepiente y decidimos bajarlo. No veo cómo; simplemente al final hay un soporte que no nos da nada para bajarlo.

El hombre se puso la mano en la barbilla también y como si fuera todo un científico matemático, se acercó hasta el final de la máquina. Por algunos segundos pensó, miró al séquito que mantenía con el pañuelo en la mano. La tarde cae.

―Pues sumo pontífice, tiene usted razón. Esta sería la quinta estación, la de bajar al reo arrepentido de sus pecados, de haber confesado sus faltas y tener un espíritu, que para ustedes no cabría en el reino de los cielos. Porque déjeme decirles, un hombre que confiesa sus pecados ya está untado, sentenciado y lo más seguro es que caiga en pecado de nuevo. Está bien, no cayó a ninguna de las estaciones; pero llegará a este soporte y se mantendrá en vilo hasta que ustedes y la inquisición les dé un juicio de documentos y cosas de reglas de derecho canónico que sólo ustedes conocen.

―Interesante, ¿Pero luego, el hombre suspendido, y…
―Nada, el cuerpo tendrá que resistir si ha de vivir; si no, simplemente Dios el gran creador no le habrá perdonado las ofensas y lo terminará de hundir. Así de sencillo. Y como aquel Romano que nos mató a Jesús, usted cumplía con su trabajo de regresarlo a la vida y se lavará las manos. Una venganza por haberles matado al hijo de Dios.
― ¿Entonces ningún pecador vivirá? Nadie se salvará.
El Papa regresó al séquito. El hombre cogió su maleta, respiró cómodo y se paró por algunos segundos en el quicio de la puerta. Miró hacia el cielo. Del bolsillo extrajo un fajo de billetes y los empezó a contar para cerciorarse que no le faltara nada.





Héctor Medina, nació en Ibagué - Colombia el 13 de Julio de 1984, Tuvo un pequeño paso por la Universidad del Tolima, cursando algunos semestres de Economía, sin embargo, su gusto por la literatura lo llevó a abandonar dicha carrera. Ha escrito varios cuentos, algunos de los cuales se han publicado en blogs y revistas literarias virtuales. A través del espejo – Blog La Pipa de Magritte (abril de 2007). La idiotez consumada – Revista Literaria Noche de letras (septiembre de 2012). También artículo de Opinión ¿Será necesario el tercer canal? – EL TIEMPO – Separata Tolima, enero de 2010. Fue elegido ganador del Concurso de Cuento Organizado por FUNDALECTURA, en asocio con la Alcaldía de Engativá en la categoría de Grandes Contadores de Historias con el cuento La muerte absurda. (2011), Impiedad (primera novela publicada en Amazon en 2018 y publicada por la editorial ITA en 2019), Antología de cuento a través del espejo (publicada en Amazon 2019), antología de cuento por la editorial DUNKEN en Argentina que está a punto de publicarse, El día que Dios murió, novela que busca ser publicada. En este momento se encuentra escribiendo la tercera novela y su primer libro de filosofía de la ciencia.
Lector asiduo de obras literarias, estudioso de filosofía y temas científicos. 

Photo by Tayla Bundschuh on Unplash (public domain).

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