Desde Almería: «Bienvenido al fin del mundo», un relato del autor español José Moreno Aguilera

¿Qué hace un condenado cuando le comunican la fecha de su muerte? ¿Deja acaso de levantarse cada mañana a mirar el sol a través de los barrotes de su celda? ¿Abandona la costumbre de comer o respirar? Sabemos que no, al menos hasta que se aproxima la hora, y aun entonces, como impulsado por el exceso de vitalidad que le va a ser arrebatada antes de tiempo, se deja llevar por la vida que aún fluye en él y aprecia más el aroma del aire claro de la mañana, saborea con más gusto hasta el agua más corriente, evacua una última vez con el placer de quedar limpio para siempre. 

Ahora nosotros somos ese condenado. La humanidad entera fue informada, hace algo más de cuatro años, de que se acerca el fin del mundo. Literalmente. Estamos condenados a morir antes de tiempo. Y no fueron heraldos alados de espadas llameantes, como en las profecías, los que nos trajeron la noticia, aunque sí fue una señal celeste. Fue un borrón inexplicable en una estrella del cielo nocturno. Una anomalía que, estudiada a fondo, se reveló como nuestra sentencia de muerte, con fecha y todo. Será pronto, el próximo seis de mayo cuando calculan que la onda expansiva, después de algo más de cuatro años de viaje a la velocidad de la luz, llegará a la Tierra a través del cosmos. Entonces, una radiación mortal nos arrancará la piel y nos deshará los huesos y achicharrará nuestro planeta y todo aquello que no esté protegido bajo un kilómetro de hormigón. Total, para qué, para después salir a un mundo yermo y humeante, para morir de hambre o quizás de sed en cuanto se agoten las reservas que hayamos sido capaces de acumular hasta que llegue el día. Todos los expertos lo dicen: sería escapar de una muerte rápida para morir de otra lenta. Aun así, hay gente que se afana en esconderse desde entonces.

Cuando era pequeña acostumbraba a mirar el cielo nocturno con mi padre, en este rancho. Salíamos a la pradera, caminábamos unos minutos, tendíamos dos mantas en la hierba fresca y nos echábamos a contemplar las estrellas hasta que me quedaba dormida. Esa visión, grabada en mi retina después de cientos, miles de noches al raso, nunca ha dejado de sobrecogerme. Luego perdimos la costumbre.

Cuando empecé la universidad, mis noches cambiaron el titilar de las estrellas por las luces de neón. Pero ellas estuvieron siempre allí. Bastaba con alejarse un poco de la civilización. Aunque eso no siempre era fácil. Recuerdo como si fuera hoy el retumbar en el pecho del corazón desbocado por el miedo de caminar a oscuras, de verme en medio de la nada, convencida de mi muerte por una mordedura de serpiente, o el ataque de un coyote. Cuando era niña, a cada ruido furtivo que escuchábamos en torno nuestro apretaba con más fuerza la mano de mi padre. Pero como él decía, hay que adentrarse en la oscuridad para apreciar la luz. Y aquel cielo nocturno en medio de la nada tenía, podéis creerme, mucha luz que ofrecer. 

Decir esto hoy puede sonar irónico, ahora que esa mancha irisada se extiende implacable hacia nosotros, igual que una guillotina inmisericorde, pero sin prisa. Dicen que cuando de verdad llegue, cuando la supernova toque la Tierra el próximo seis de mayo, no nos daremos cuenta. No tendremos tiempo de entender que nos morimos. El problema, pienso yo, es que ya lo sabemos. Y si no, que se lo pregunten a algunos.

Reconozco que la pregunta que hice antes tenía trampa, porque un condenado no tiene, antes de su ejecución, no al menos la misma libertad que tenemos nosotros ahora, si es que acaso nos sirve de algo. Por eso quizás el condenado se aferre a cada segundo de vida. Por eso quizás entre nosotros, los libres, haya habido gente que no ha querido esperar al final. No los juzgo. El caos ha sido inevitable. Muchos dejaron de trabajar cuando se supo. Para qué, si nos quedaban algo más de cuatro años, seguir madrugando. Para qué sembrar otra cosecha. Para qué comprar o vender acciones. Para qué juzgar a un sospechoso. Para qué construir un hospital. Para qué seguir estudiando. Afortunadamente no fueron todos. 

Tuve un profesor de filosofía que nos explicaba que Kant decía que, si se supiera que el mundo acabaría mañana, él seguiría madrugando y trabajando como cada día. Claro que Kant trabajaba de filósofo. Y no sé si fueron esas palabras, o la lógica del condenado, o que acabara de enamorarme de Danny cuando estalló el cielo, o que mi profesión sea ahora tan absurda como ya lo era antes de saberse que el mundo está abocado a la extinción, pero lo cierto es que yo elegí seguir viviendo. Los dos elegimos vivir.

No digo que haya sido fácil. El día a día se ha convertido desde entonces en una lucha por la supervivencia. En vivir para poder morir cuando todo explote por los aires. Mucha gente dejó pronto de sentirse cohibida por la moral social, no digo ya por las leyes. Las mujeres empezamos a ser algo más que un objeto de deseo para aquellos que, no sintiéndose ya amenazados por la perspectiva de una larga temporada entre rejas, decidieron dar rienda suelta a sus impulsos. El dinero perdió pronto su valor, pues desde aquel día de nada sirve acumularlo. La vida humana digamos que también ha variado su cotización. Pero muchos nos aferramos a ella, dispuestos a defenderla con uñas y dientes… 

Danny y yo nos vinimos al rancho de mis padres al poco de saltar la noticia. Mamá estaba ya enferma y murió poco antes del año. Papá duró un par de meses más. Danny dijo que sería un cáncer no detectado, pero yo sabía que se le había roto el corazón. 
Durante más de tres años Danny y yo vivimos con relativa tranquilidad aquí en el rancho. Su aislamiento nos permitió salir adelante. Teníamos un pozo y una laguna cerca. Aprendimos a cultivar lo que comíamos y a criar gallinas y conejos. Si alguien venía pidiendo alimento o cobijo, se lo ofrecíamos y las pocas veces que alguien intentó robarnos, salió escaldado. 

Danny solo tuvo que disparar una vez. Fue hace casi ocho meses. Al principio, la gente se había vuelto loca comprando armas —recuerdo a una señora de unos noventa años en la ciudad, sentada en una silla de ruedas en su porche con un subfusil sobre su regazo, amenazador como una fiera dormida—. Las colas eran kilométricas ante las tiendas. El que más armas logró reunir antes de que se acabara el stock alcanzó un estatus temporal de dominio o seguridad. Pero las municiones no eran eternas y cuando dejaron de venderse armas digamos que se hizo tabla rasa. Se acabaron las armas de fuego. En el rancho de mi padre, sin embargo, había un viejo rifle y una caja de balas que él nunca había abierto. Cuando empezamos a vivir allí, Danny quería usar todo aquello para cazar, pero papá le aconsejó que lo guardara para nuestra defensa. Más de una vez y más de dos Danny tuvo que encañonar a algún tipo con malas intenciones. Y aunque en aquella época ya empezaban a escasear las balas en el resto del país, ningún rufián quiso comprobar si nosotros habíamos gastado ya las nuestras. La caja seguía intacta. 

Pero hace casi ocho meses se presentó un tipo demacrado pidiendo agua y comida. Tendría cerca de cuarenta años, aunque aparentaba muchos más. Su piel estaba quemada por el sol y cubierta de una costra de polvo y roña de semanas. Bajo un bigote enmugrecido asomaban varios dientes amarillos y unas encías putrefactas. Lo lavamos. Lo afeitamos. Le dimos agua y comida. Durmió cinco noches en el granero. Se llamaba Bill Maddox, o eso nos dijo. Se quejaba de que le habían robado y le habían dado una paliza cuando se le acabó la munición. Venía del sur. Nos preguntó si teníamos armas, y Danny le dijo que no. Siempre decía que no por miedo a que nos la robaran. A la mañana del sexto día, Danny había salido a intentar atrapar unos patos a la laguna. No quería acabar con nuestras gallinas. «¡El condenado de Bill tiene buen apetito!» me susurró antes de salir. Bill nos había dicho que seguiría su camino esa tarde. Siempre rumbo al norte. Pero no quiso marcharse sin antes volver a probar una mujer. Cuando Danny llegó, Bill ya me había violado dos veces y se estaba afanando en hacerlo una tercera vez. Mientras me embestía contra el suelo el hijo de puta me decía que le perdonara, que no había podido evitarlo; que yo estaba radiante. Yo tenía la nariz rota de un puñetazo y hacía tiempo que había dejado de resistirme. 

No lo oímos llegar. Solo escuché el disparo que reventó la cabeza de Bill sobre mis ojos y luego sentí su peso muerto cayendo sobre mí. 
Danny apartó el cadáver a patadas, llorando y descargando su rabia contra el cuerpo inerte. Luego, sin dejar de llorar, me abrazó, me limpió la sangre de la cara y, sin parar de pedirme perdón, me llevó a la bañera, donde me curó y me lavó como a un animal herido. Yo había perdido la capacidad de hablar. Aquel día no solo murió el cabrón de Bill Maddox. También lo hizo mi relación con Danny.

Primero él se culpaba de lo que me había pasado. El hecho de que no pudiera hablarle y decirle lo contrario hizo arraigar en él ese remordimiento, como una mala hierba que se agarra al cemento y va trepando por él hasta resquebrajarlo. Semanas más tarde, abonado por ese silencio y por los signos de un embarazo que a cada día se hacía más evidente, germinó en la mente de Danny la idea de que yo lo culpaba de lo que me había pasado, y que el ser que crecía en mi vientre era mi manera de castigarlo por ello. De forma paulatina, Danny dejó de trabajar el campo. Dejó de alimentar a los conejos y las gallinas. Dejó de traer agua del pozo. Dejó de hablarme. Estuvimos más de un mes viviendo en silencio bajo el mismo techo.

Entonces un día estalló y me echó en cara que siguiera adelante con el embarazo. Que diera vida a una criatura que sería reflejo de su culpa, el recuerdo viviente de su fracaso. Yo no podía, no sabía, decirle nada. Danny y yo siempre habíamos hablado de llegar juntos al final, de morir agarrados de la mano bajo el cielo iridiscente, pero después de esto él empezó a decir que era absurdo aguantar hasta el final, esforzarse cada día. «Yo ya estoy muerto» decía ante mi silencio obstinado. 

Podía haberse pegado un tiro. Habría sido más rápido para él, pero no quiso gastar una bala más, por si yo —lo sé como si estuviera leyendo su mente—, antes del fin del mundo, llegara a necesitarla. En lugar de eso, Danny se colgó del viejo roble solitario, más allá de la laguna. El árbol bajo cuyas ramas, el verano anterior, antes de la llegada de Bill, nos habíamos jurado llegar juntos hasta el final. Allí mismo lo enterré. 

Ahora, ajena al fin que se avecina, la primavera estalla en las praderas que circundan el viejo rancho. Las aves vuelven a llegar a la laguna desde latitudes más frías. Tiernos brotes reverdecen las ramas del viejo roble que cobija a Danny como un centinela mudo. Los pastos vuelven a asomar sobre esta tierra esponjada por el deshielo. Y, dentro de mí, una nueva vida se abre paso desde hace nueve meses. Desde aquella noche en que Danny y yo, bajo ese roble, hicimos primero el amor y después el juramento que él rompió hace ahora casi un mes. Porque fue aquella noche bajo el roble, y no el día de Bill Maddox, cuando me quedé embarazada. 

Ahora, bajo la luz fantasmal de esta noche pálida, sin nadie a quien hablar o a quien oír, sin una mano en la que enjugar, como cuando era niña, el miedo que me atenaza, me aferro a este lápiz y este trozo de papel para contar mi historia, aunque no haya nadie ya para leerla. Aunque este pedazo de papel esté condenado a arder en el aire una décima de segundo antes que yo el día en que todo acabe. Porque al fin y al cabo contar historias es y será, hasta el fin del mundo, mi profesión absurda. 

El dolor de estas contracciones me acompaña como un latido sordo y se repite con más frecuencia desde hace algunas horas. Empiezo a sentir un sudor frío y, por primera vez en mucho tiempo, rezo para que todo vaya bien. Para que haya vida más allá del seis de mayo. Para que esa luz pase de largo o se deshaga en el cielo como fuegos artificiales. Quien sabe, quizás los científicos se equivocaron y tú y yo tengamos tiempo de conocernos.





José Moreno Aguilera. Es originario de Granada, aunque ha vivido fuera durante mucho tiempo. José escribe desde Vera (Almería). Es un desertor de la abogacía y el derecho y se ha convertido en voluntario de la Lengua y la Literatura, dedicándose apasionadamente a su estudio desde hace unos años. José es autor de relatos, algunos de los cuales han sido publicados en revistas como La gran belleza, Mitad Doble y Atípica (donde tiene una sección fija desde el primer número). Además, algunas de sus obras han sido seleccionados como finalistas para su publicación en antologías y en publicaciones de la UNED y la Asociación de la Prensa Deportiva de Valladolid.

Ilustraciones: imagen remitida por el autor de la obra.


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