Mi abuela me advirtió sobre regresar a ese lugar. Me miró con rigor, cuestionante, aguardando la respuesta a una pregunta que no fue pronunciada en ese momento pero que conozco de memoria. ¿Entendido? ¿Entendido? ¿Entendido? Asentí, naturalmente, con ríspidos movimientos de cabeza.
Uno se doblega ante la experiencia ajena de los años. Todo razonamiento propio se ve cuestionado al encontrarse con los pensamientos de una cabeza fría como la nieve. No levantes piedras, me dijo. Yo mordí mi lengua y no respondí nada. Me acerqué a mi abuela, que desde su viaje silla me observó dar pasos. Le di un beso en la mejilla. Buenas noches, mijo, me dijo, yo le dije hasta mañana.
Al salir de su casa pensé en las necesidades de mi memoria, necesidades que a ella no la aquejan. Pero a mí, pero a mí. Había tratado de cubrirlas muchas veces yendo a ese lugar, sin experimentar la culpa que surge del engaño. Ella no lo entendería. Quiere proteger debajo de sus nahuas al niño que ya no soy. Yo me niego; de hecho, me dispongo a ir.
Aquí estoy.
Cuan diferente es la entrada al pueblo que yo conocí, con tendejones de palma en ambos costados de la calle, donde hombres descalzos, con pantalones cortos y sin camisa, acostados sobre hamacas coloridas y con un machete siempre cerca, esperaban clientes que compraran sus cocos recién cortados. Farmacias con paredes de vidrio custodian ahora el umbral a un pasado repleto de diferencias, de años, de colores, de formas, incertidumbres. Ya no hay tendejones, ya no hay cocos, ni hamacas ni machetes, ni hombres sin camisa. Solo hombres y mujeres en batas blancas a la espera de hombres y mujeres que llegan a buscar remedio a sus dolencias, o el auxilio que se las evita.
Avanzo por la calle empedrada, la misma que recorrí innumerables veces durante mi infancia. No recuerdo si alguna vez lo hice descalzo, pero recuerdo que las paredes de las pequeñas casitas se alzaban apenas unos metros desde el suelo, y se cubrían la cabeza con pañoletas de barro rojo, tal como ahora, solo que han cambiado el color de las paredes. Soy consciente de los cambios de los espacios en el tiempo, y de los cambios que provoca la gente en esos espacios de tiempo y los espacios. De la inevitabilidad. Siguen siendo las mismas casas, y yo no siento, sin embargo, ser parte de esto, quizá nunca lo fui. Los mismos objetos dispuestos del mismo modo, entre los que me sigo sintiendo un extranjero, diferente, sin embargo, al extranjero que fui, al extranjero de seis años que llegó para pasar otros tantos en este lugar distante de todo lo que conocía, con casas pequeñas, con tejas, con calor sofocante y lluvias torrenciales que nunca lo aplacaban, donde me estaba prohibido andar descalzo por miedo a los alacranes. No. Nunca anduve descalzo. Yo no pertenezco a aquí.
El bochorno crece entre más me acerco al centro, pero mis pies siguen estando fríos. Recorro la calle principal, la única calle empedrada. Me detengo frente a la casa que antes era blanca. Ahora es color naranja y se integra como las otras casas al ambiente azul que las circunda. Era mi casa. Era mi casa aquí.
Repaso detalladamente los espacios exteriores, las tejas rojas, la enorme puerta de madera, las 4 ventanas con sus pequeños pórticos, donde mi madre se sentaba a tejer o a bordar, hasta que un toro la corneó por la espalda perforándole el pulmón, arrancándole el último suspiro y dejando un riachuelo de sangre que nació de su boca y se encharcó en el piso de la recámara en el que yo estaba sentado y que nunca sentí tan frío como el frío que siento ahora que piso descalzo, y miro la calle empedrada y veo la casa desde fuera, cerrada, y las ventanas protegidas por barrotes de acero que mi padre mandó poner para calmar sus culpas por otros accidentes que no pasaban todavía y no pasaron nunca. Mi madre quedó tirada. El toro siguió de largo.
Voy. Camino hacia la plaza rodeada de portales, pequeña, sin ningún elemento singular que la diferencie de otras plazas pequeñas, más allá del hecho de haber presenciado el asesinato de un toro asesino. Aquí mis abuelos pasaban las tardes sentados en las bancas más viejas que ellos, comiendo raspados de arrallanes o nanches, y la señora del puesto se despedía diciendo hasta mañana, como todos aquí se despiden por las noches. La última visita la hicieron el día que enterramos a mi madre. Una semana después decidieron llevarme con ellos, alejándome de este sitio y evitándome volver. Ahora puedo hacerlo por mí mismo.
Y vuelvo.
Vuelvo a la entrada del pueblo por la calle principal hasta la carretera que va libre a Manzanillo, donde mi padre fue arrollado mientras cruzaba, ebrio. Le habían levantado una cruz que ya no existe, que yo nunca vi, de la que no recuerdo nada más que el lugar en el que dicen que estaba y sobre el que hoy han apilado piedras que convirtieron en moteles.
Estoy aquí, imposibilitado para ver lo que hay debajo, pero mis ojos no necesitan verlo. Lo sé, lo sé. Mi abuela solo ha intentado proteger al niño que ya no soy, al que obligó a olvidar, creyendo que el olvido es la muerte sin violencia. El aplastamiento a la memoria, su muerte por asfixia.
El aire fresco de la noche se cuela por la ventana de mi cuarto cuyas paredes son color naranja, del mismo color naranja que la casa en la que yo no estoy, la casa que está en la pantalla de la computadora, la casa en la que estuve alguna vez. En esta ciudad no hay alacranes y acostumbro andar descalzo por mi casa de puertas abiertas. En esta ciudad está mi casa, mi abuela y Dani, a quien descubro mirándome desde la puerta. Respiro profundamente. Cierro la ventana de la computadora y el pueblo desaparece. Me levanto y con los pies helados me acerco a ella que me mira, sonriente. Ponte zapatos, me dice, te vas a enfermar.
Everardo Gómez (1984, Yahualica de González Gallo, Jalisco, México). Ganador del Premio nacional de narrativa Elena Poniatowska 2014. Colaborador en varias revistas literarias tanto nacionales como internacionales. Actualmente labora como docente de preparatoria.
Foto de charles Lebegue (en Unsplash). Public domain.
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