«El confesor», un cuento del autor mexicano Agustín Cadena

Desde su ventana en un séptimo piso, Ángel observaba el escaso movimiento de la avenida: apenas un par de autos detenidos ante el semáforo en rojo, ni un transeúnte, ni una tienda abierta. Cuando empezó a mirar todavía quedaba algo de la tarde —un enrojecimiento frío, sin belleza ni esperanza—, luego la noche inundó el paisaje y él no pensó en encender la luz. De cualquier manera no le gustaba hacerlo porque no tenía cortinas en sus ventanas. ¿Para qué gastar en eso? Los edificios de enfrente eran menos altos y no parecía probable que nadie lo espiara. De todos modos prefería la oscuridad. En verdad no necesitaba luz. Su biblioteca se reducía a un solo libro de pasta azul y fuera de éste no tenía la costumbre de leer, no veía televisión ni películas, no le interesaban los videojuegos. La laptop y el celular los usaba sólo para su trabajo y para mirar pornografía, de vez en cuando. No se aburría. Si llegaba a aburrirse, se ponía a mirar por la ventana.

Hacía unas horas lo había llamado una mujer. Necesitaba sus servicios. El marido estaba agonizando. Después de negociar sus honorarios, Ángel le pidió su dirección y le dijo que estaría allí alrededor de las ocho de la noche. Debía ponerse en marcha.
Se quitó la sudadera y los jeans y se puso su ropa negra de trabajo: la sotana y la pechera negra con alzacuello. Sobre ésta, un crucifijo de plata. Luego se echó en el bolsillo el cubreboca azul que se había vuelto obligatorio usar y salió del departamento. Vivir en el séptimo piso de un edificio sin elevador era la cosa más desgraciada del mundo. Y la más barata, había que reconocerlo: la renta era mínima. Tenía otras ventajas también: Ángel no veía nunca a sus vecinos. No los conocía. Sabía que existían porque a veces los oía a través de las puertas: música o ruido de televisión, alguien que tosía, alguien que lloraba o peleaba... y ocasionalmente se sentía en los pasillos algún olor de comida que a él le provocaba náusea más que antojo. Los únicos vecinos de los que sabía algo eran las del departamento contiguo al suyo: una mujer divorciada y su hija de once o doce años. Incluso a través de las paredes las oía pelear: la madre maldiciendo a la chica porque no hacía bien algo o porque le apestaban los pies. Y aquélla gritando para defenderse. Ahora estaban en silencio, por el momento.

Fuera del edificio hacía fresco. En días anteriores, Ángel había estado resfriado y, aunque ya no tenía tos ni estornudaba, por momentos le dolía la cabeza y sentía escalofríos. Le daba miedo. ¿Quién no sentía miedo de enfermarse en estos días aciagos? Había estado varios días en cama, solo, deseando que alguien lo acompañara por lo menos a ratos, alguien que le ayudara a cargar con el miedo. Pero no tenía amigos. Ya era un peligro más tener amigos.
Cruzó el parque y echó a andar hacia la avenida principal. En ese momento se oía la sirena de una ambulancia: un maullido largo, intermitente.

Se tenía la sensación de caminar por una ciudad fantasma: las calles desiertas bajo un cielo siempre denso, los edificios amenazantes, probablemente llenos de enfermos que morían en secreto, las sombras de quienes aún debían salir a buscar comida o medicamentos.
En la avenida grande había más luz, aunque no más vida, y un silencio que lejanamente recordaba el de los domingos de antes. Pero no era domingo, era viernes. De un portón cerrado se desprendía una música cortada, ronca, como de alguna película. Adelante —recordó Ángel— había antes una sala de cine. A el le gustaba ir ahí. Pero ya no funcionaba; lo habían vandalizado y lo que quedaba de él era el enorme boquete negro de la entrada y el vestíbulo lleno de basura, vidrios rotos y pedazos de butacas. Ya no funcionaba ningún cine en la ciudad.

Caminaba encorvado y como escondiéndose, como si fuera posible esconderse de la enfermedad. Atravesó la vieja estación de microbuses, mirando con una mezcla de nostalgia y resentimiento esas unidades que ya no daban servicio, impecablemente formadas en los andenes. Parecía cuidarlas un hombre obeso vestido con ropa deportiva y un cubreboca negro, aparatoso, que parecía diseñado para la guerra química. Ni siquiera lo miró.
Casi una hora más de caminata y llegó a una colonia perdida en la noche, una de esas colonias de casas bajas y muros de materiales baratos, sin aplanado, con oxidadas y torcidas varillas asomando en las esquinas. Detrás de un zaguán, un perro comenzó a ladrar.

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Llevaba dos años en el negocio de los santos óleos y había empezado por obra del azar. O de la Providencia, dirían los que creían en Dios. Él no creía en Dios. Ni siquiera sabía mucho de él y no le gustaba pensar: le parecía alucinante eso de que había Dios y había Jesús y eran el mismo personaje. Y luego decían que había un tercero por ahí y también era el mismo. Lo bueno era que nadie le hacía preguntas sobre esas cosas. Le gustaba el trabajo: implicaba riesgo pero no esfuerzo, y Ángel siempre, desde niño, huyó más del esfuerzo que del riesgo.

Se le ocurrió una vez que oyó una conversación en la calle, entre dos señoras que caminaban delante de él. Rompiendo las reglas de la sana distancia, Ángel se acercó sin que se dieran cuenta para oírlas mejor. Hablaban de que alguien necesitaba con urgencia un sacerdote y no lo encontraban. “Para darle los últimos auxilios a un agonizante”, explicó una de las señoras. “Es que ya hasta los padrecitos tienen miedo de contagiarse”. Costaba mucho trabajo convencerlos. No estaban dispuestos a poner en peligro su salud y su vida por una miseria de dinero. Fue entonces cuando Ángel tuvo la idea. Sabía qué cosa eran los primeros auxilios, pero nunca había oído hablar de los últimos. Se puso a investigar en internet todo lo que había sobre eso, se aprendió un montón de palabras con tufo medieval como “sacramento”, “extremaunción”, “santos óleos”... memorizó el ritual completo, compró los artículos necesarios en un mercado de pulgas virtual y ya estaba: empezó a anunciarse en redes sociales. Nadie le pedía ningún papel: ni cédula profesional ni nada de eso. Si se daban cuenta o sospechaban la impostura, no decían nada. Para qué: nada más habría sido perder la oportunidad de resolver su problema. Lo importante era que el agonizante se fuera tranquilo de este puto valle de lágrimas, con la conciencia descargada, satisfecho de haber cumplido con el último deber que le pedía su fe. Qué más daba quién le ayudara: Dios no condenaría a un idiota por dejarse engañar.

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Lo pasaron a la sala comedor, si así podía llamársele todavía. Se hallaba en penumbra. Esas personas, como todos ahora, trataban de que no se viera nada de su vida desde la calle: qué hacían, qué tenían, quiénes vivían ahí. Todo eso era peligroso. Todo daba miedo. La mesa, las sillas y el sofá se hallaban cubiertos de bultos —probablemente comida— y recargados en la pared había alteros de paquetes de papel higiénico. Olía a cloro, a vinagre, a alcohol.

La mujer que lo hizo pasar era como una extensión del espacio: vestida con un traje deportivo que ya no estaba limpio, con pantuflas de peluche color de rosa. Al igual que Ángel, tenía puesto un cubreboca. Por encima de éste se veía la piel grasosa de su frente y sus mejillas. También la mano con que le entregó su paga se veía grasosa, pero ésta era de comida: olía a carne frita. Un niño como de cinco años, también con cubreboca, apareció tras ella abrazando una Barbie vestida de princesa.

El enfermo se encontraba en la recámara: un hombre como de sesenta años. Se veía mal. Y apestaba. Pero lo que Ángel sintió al entrar en la penumbra de su espacio no fue asco en primer lugar. Fue miedo. Al principio le llamaba la atención que esa gente no llamara mejor a los números de emergencia sanitaria. Después comprendió sus motivos: si se los llevaban al hospital, morirían solos. Y de todas maneras a eso iban: a morir. Mejor hacerlo en su casa, con alguien que los acompañara. Y con un sacerdote dispuesto a correr riesgos por una bicoca.

La habitación olía a meados. Y a ungüentos y a jarabes para la tos. Resultaba por demás curioso —pensó— que tuvieran suficiente pesimismo para dar por hecho que no saldrían vivos y, por otra parte, suficiente inocencia para creer que esos remedios caseros servirían para algo.
La acarició la cabeza al moribundo, sólo para ver si estaba despierto. Pero no, no lo estaba.

Ángel tenía un librito azul que se había robado de un hospital. No decía el autor; se llamaba Salmos. Nuevo Testamento. A él no le gustaban los libros, pero le pareció que ése podía ayudarle en su nuevo trabajo. Se saltó los poemas porque nunca le había gustado la poesía y se leyó todo lo demás. Allí encontró aquello de los tesoros en el Cielo. ¿Que tal si algo de eso era verdad? Podía ser. Mejor protegerse para el caso de que lo fuera. Cobrar por lo que hacía y hacerlo lo mejor posible, con buena onda y todo muy pro, era matar dos pájaros de un tiro: hacerse de tesoros en la tierra y en el Cielo. ¿Quién decía que no se podía?

La mujer y el niño ya salían del cuarto para dejar al confesor solo con su enfermo, pero él les pidió que se quedaran. Había leído en un foro que era una blasfemia dar los santos óleos con el cubreboca puesto, así que se tragó el miedo y se lo quitó. Y quizás como una manera de reconocer el valor de su gesto, la mujer y el niño también se lo quitaron.

—No es necesario —les dijo él enseguida—. En ustedes no es blasfemia. Blasfemia es no cuidarse.

La mujer y el niño volvieron a cubrirse, dóciles. “Bienaventurados los mansos”, decía el librito azul.
Ángel tuvo la tentación de recitar eso en voz alta, pero mejor se aclaró la garganta y comenzó a hablarle al moribundo; le dijo que iba a prepararlo.

—¿Para qué le habla? —le reclamó la señora—. No puede oírlo. No está consciente.
—Aunque no esté consciente, puede oírme.
—No oye, le digo —insistió la señora.
—Su espíritu me oye.

La mujer dejó escapar un suspiro de resignación, de fastidio. Y ahí se quedó, callada, con su niño que miraba todo como ausente y no oía nada ni entendía nada.
Ángel continuó hablándole al enfermo. Luego abrió su maletín y sacó sus cosas: una estola morada, una especie de tubo metálico, una caja pequeña y también metálica, una botella como de perfume pero que sólo tenía agua de la llave. Se inclinó sobre el enfermo y le puso en los labios la cruz de plata que llevaba al cuello.
El enfermo lo sintió, tal vez, porque empezó a respirar más rápido, con dolor.
El confesor le descubrió las manos y los pies, que estaban ardiendo. Sí, iba a terminar pronto. Ángel sabía lo que venía: una vez que el corazón dejara de latir, el cuerpo asumiría una forma de rigor mortis que no era la normal, que no era de muerto pero tampoco de vivo; la piel comenzaría a teñirse de amarillo, los ojos volverían a abrirse, esta vez sólo para congelarse en una mirada inerte. Entonces se levantaría y volvería a andar, en ese acto de blasfemia en el cual la biología se rebelaba contra la divinidad.
Abrió el tubito metálico y se puso en los pulgares un poco de aceite. Empezó la unción.

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—Perdone que no lo invitemos a merendar —le dijo la señora cuando terminó el rito, ya fuera de esa sofocante cámara mortuoria—. No tenemos casi nada.

A él no le importó que la frustración se le notara en la mirada: aquello era de una tacañería imperdonable. ¿No pensaba esa mujer que los sacerdotes eran hombres solos y no tenían comida en casa? De todas maneras, al final prefirió ser profesional:
 
—No se preocupe. Estoy haciendo penitencia.

Gracias a ese brevísimo diálogo, Ángel pudo mirar bien al niño. ¿Qué le pasaba? Tenía los ojos rojos. Completamente rojos. Como de conejo.

—Es sangre —le explicó la madre sin parecer ofendida, siguiendo la dirección de su mirada—. Es una enfermedad que tiene mi hijo. No es contagiosa.

—¿Le duelen?
—No.

Ángel no quiso esperar más. Salió de esa casa huyendo, sintiendo que tropezaba a cada paso. ¿En qué tiempo le había tocado vivir, en qué mundo que tanta gente padecía alguna enfermedad espantosa?
Afuera caía una llovizna floja, lenta, aunque suficiente para formar charcos. Ángel odiaba los charcos porque sus zapatos dejaban pasar el agua; tenía que evitarlos o saltarlos si no quería terminar con los pies empapados y helados. La calle se veía abandonada: un largo pasillo abierto entre ruinas. Las puertas cerradas, las ventanas ciegas. En el local de la esquina, cerrado con una cortina metálica toda grafiteada, recordó él que había una panadería. Varias veces fue ahí a comprar conchas de chocolate. No volverían a abrir.
Sintió que le dolía el hombro de tanto cargar su maletín y se cambió éste a la otra mano. Fue entonces cuando los vio: un rebaño de seres difícilmente humanos avanzaban desde el fondo de la calle. Serían cien, tal vez más. Era difícil calcular porque sólo se veía la vanguardia y además todavía se encontraban lejos. Pero iban rápido. Paralizado por la impresión, Ángel tardó en reaccionar. Se quedó mirándolos fascinado. Entonces, ya que estaban cerca, se dio cuenta: la piel amarilla, la cara inexpresiva... no estaban vivos ya.
Echó a correr en dirección opuesta. Afortunadamente, no lo siguieron. No parecían haberlo visto.

Con una sensación de irrealidad, dobló en la esquina y atravesó un parque con juegos infantiles. Cansado, se recargó en un poste y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos vio el cielo sin estrellas, las nubes azul gris que velaban la noche, las ventanas altas de las casas vecinas, todo difuso como si hubiera caído al fondo de un estanque turbio. Su reloj marcaba las nueve y media de la noche. Llegaría a casa después de las diez, con hambre. Necesitaría esperar hasta el día siguiente para comprar comida. ¿Alcanzaría a llegar a eso? De pronto, el día siguiente resultaba tan lejano... volvió a su mente la imagen del niño con los ojos sangrantes.
Se miró las manos lleno de angustia, como si le quemaran. Pero no parecía tener nada malo en ellas. Su piel se veía normal, en color y en textura. ¿O no? ¿Estaba vivo? ¿Estaba vivo?
    
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Eran más de las diez de la noche cuando entró a su edificio y encendió la luz de la escalera para subir a su departamento. Estaba cansado y sentía frío en los pies. Aunque en ese mohoso interior no hacía más frío que en la calle, tuvo la misma cálida sensación de los caminantes que llegan a casa.
Al pasar por el departamento de la divorciada, se encontró con la chica de doce años sentada en el suelo, acurrucada en el umbral de su puerta como un perro mojado. Se veía desamparada: flaquísima, con la piel de los brazos erizada de frío porque no traía puesto más que una camiseta. “Seguro volvieron a pelear”, pensó Ángel. “O la corrió la arpía de su madre”. Mejor no preguntar; para qué, si no había nada que él pudiera hacer. Mejor pasarse de largo como si no la hubiera visto.
Fue la chica quien le habló a él.

—Dicen que eres un hombre santo —le dijo—. Dicen que curas moribundos tocándoles la frente.

Ángel iba a seguir subiendo sin contestar. No estaba de humor. Pero la chica lo detuvo hablándole con una voz más firme:

—Toca mi frente.
—¿Estás enferma? Yo no tengo ningún poder. No es verdad lo que te han dicho.
—No estoy enferma. Pero sí creo que eres un hombre santo. Tienes cara.

Detenido con un pie en un peldaño y otro en otro y con la mano apoyada en el pasamanos, Ángel le dirigió una mirada inexpresiva.

—Sólo toca mi frente —repitió la chica—. Y dime que esto va a pasar pronto y vamos a volver a vivir como antes.

Ángel abrió la boca como para decir algo, pero volvió a cerrarla. Se quedó pensativo un instante y luego dijo:

—Pero es que eso no es verdad. Esto no va a pasar. Sólo será peor.

La chica le dirigió una mirada en la que había súplica y había horror. Pero no le respondió. Encogió las piernas y hundió la cara entre sus manos.
Ángel terminó de llegar a su departamento.

“¿Estás contento con lo que hiciste?”, se dijo a sí mismo.

Se quitó los zapatos y los calcetines mojados de lluvia y fue al baño a orinar y a llenar una cubeta de agua caliente para meter ahí los pies. Tenía hambre.

“¿Estás contento, Ángel?”, se repitió. “Igual le hubieras dado una patada en la cara, ¿no? Le habría dolido menos”.
Frente a la silla donde estaba sentado disfrutando su baño de pies había una ventila abierta. Por ahí se veía un poco del cielo. ¿No habría nadie por allá que lo castigara?, se preguntó. Hubo una época en que tal vez había un dios aquí en la tierra, y ese dios lo habría castigado por la inmundicia que salió de su boca. Ángel deseó que existiera alguien que lo castigara. Pero la ciudad estaba desierta y el planeta Tierra era un bolita devastada y sucia que flotaba en la más completa soledad.
No había nadie.






Agustín Cadena es un autor mexicano. Es novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, además de profesor universitario de literatura. Ha publicado más de treinta libros y ha recibido varios premios nacionales e internacionales. Parte de su obra ha sido antologada y traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al portugués, al húngaro y al urdu.

Fotografía de Francesco Baldan (en Unsplash). Public domain.

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