«La otra vida», un relato del escritor español Sergi Pàmies

    Me tuve que morir para saber si me querían. En vida, nunca fui demasiado popular, y eso me creó un problema de autoestima que combatí con mucha disciplina y poco éxito. En casa, si yo no iniciaba la conversación, ni mis hijos ni mi mujer sentían la necesidad de decirme ni mu, más allá de los comentarios estrictamente funcionales. En el trabajo, si me ponía enfermo, nadie me echaba de menos. Quizá por eso no me sorprendieron las reacciones que produjo mi muerte. La discreta consternación que invadió el domicilio familiar guardaba más relación con los cambios que acompañan este tipo de situaciones —sumados a cierta inquietud económica— que con una pérdida irreparable. Una vez quedó claro que cobrarían la prima del seguro de vida, mis hijos se mostraron igual de inexpresivos que de costumbre. Sólo cuando, en el tanatorio, la pequeña acarició el ataúd de pésima calidad en el que me habían metido, percibí una punta de aflicción relacionada, me pareció intuir, con algunos recuerdos de infancia. En el transcurso del funeral, la mayoría de los asistentes miraron el reloj durante el sermón —excesivamente largo para mi gusto— del sacerdote. Ni una sola lágrima: el silencio de circunstancias que acompañaba la condolencia era lo bastante explícito para no interrumpirlo con unas manifestaciones de dolor que, por otro lado, habrían resultado artificiales. En los días posteriores al entierro, mi mujer reaccionó con serenidad. En una semana, empaquetó, además del luto, toda mi ropa en cajas de cartón y se las regaló al vagabundo que suele pedir limosna junto al Kentucky Fried Chicken. Dos semanas más tarde, se cortó el pelo, se pintó las uñas de los pies, dejó de fumar y empezó a reír más fuerte y más a menudo. En vida, yo ya había sentido el rechazo de los demás, pero la indiferencia que me dispensaban era soportable. Y si, por un error de cálculo, me hacían notar de un modo demasiado vulgar que no contaban conmigo, yo me limitaba a correr un tupido velo y a refugiarme en la lacónica resignación de los refranes: no hay mal que cien años dure, tal día hará un año. A veces, cuando la evidencia del aislamiento me resultaba difícil de digerir, subía en coche hasta el mirador de la Rabassada, a fumar y a pensar mientras, en los vehículos aparcados a mi alrededor, las parejas fornicaban con la intensidad propia de la juventud y del adulterio. Su entusiasmo, expresado por los gemidos apaciguados por los cristales empañados, me contagiaba una fuerza algo perversa, es cierto, pero fuerza al fin y al cabo. Fue regresando de una de esas excursiones cuando me morí. No puedo decir que fuera un accidente. Conducía con la prudencia habitual, admirando la belleza de la ciudad extendida a los pies de la montaña, escuchando el boletín informativo por los altavoces de la autorradio. En los últimos metros de una curva, sentí la necesidad de abandonar, así, en el sentido más amplio del verbo «abandonar». No se trata de un suicidio, pensé, más bien de un ataque de irresponsabilidad. Primero no respeté una señal de límite de velocidad. A continuación, un stop pintado sobre el asfalto (con la primera letra tan gastada que leí top). Finalmente, un semáforo rojo. Pocos metros antes de llegar a la ronda de circunvalación, vi a una pareja de ancianos que cruzaba la calle. Para esquivarlos, aceleré y, con una maniobra brusca, cambié de carril. No frené. El coche golpeó la estructura de protección, la rompió, voló tres o cuatro metros y, de morro, se despachurró en el carril derecho de la vía rápida. No provocó —milagro— ninguna colisión. Tardé diecisiete minutos en morir, durante los cuales me sorprendió que, pese a la violencia del impacto, la radio siguiera funcionando. «Hasta aquí las noticias», oí que decía una voz femenina acompañada por un indicativo grandilocuente. La muerte no fue ni dulce ni amarga. Más compleja de lo que me creía, eso sí, quizá porque en vida no había pensado en absoluto en esta cuestión. Una suma de parálisis física y emocional me impidió experimentar dolor. Me pareció que, en un nivel de percepción distinto al que había utilizado hasta entonces, filtraba la realidad que me rodeaba como un fenómeno que guardaba más relación con los demás que conmigo. Antes de que me dieran definitivamente por muerto, permanecí durante un rato dentro de una ambulancia. Gracias a la habilidad de un enfermero con halitosis, mantuve algunas —no demasiadas— constantes vitales. Quitándole a la situación cualquier componente emocional, consideré que no merecía la pena esforzarse. La confluencia entre una sobrevida inválida y una muerte inminente me iluminó la conciencia con la fuerza de una revelación. Las letras que indicaban el camino hacia la supervivencia eran espectaculares, con neones intermitentes, ofertas de pague dos y llévese tres y un despliegue muy atractivo de señales. El camino sin retorno, en cambio, se insinuaba a través de una bombilla de sesenta vatios. Preferí no hacer nada y, por si acaso, esperar acontecimientos. Impulsado por una inercia de muchos años, me vi a mí mismo tomando el camino menos iluminado, convencido de que todo terminaría enseguida, sin sospechar que me esperaba esta oportunidad de sentir cómo la vida de los míos no sólo continúa perfectamente sin mí sino que, además, mejora. Miradlo cómo se ríe, el hijo mayor que antes no abría la boca y que ahora practica cibersexo con un suizo que se hace pasar por una au pair brasileña. Miradla cómo disfruta, la pequeña que siempre encontraba excusas para no ir al instituto y quedarse en la cama, y que ahora madruga para hacer piscinas y más piscinas sólo para estar cerca de un monitor depilado. Miradla a ella, gran amor, cómo busca su imagen reflejada en los escaparates, para comprobar lo guapa que está. Y como si ésa fuera la primera victoria después de tantos años, siento la necesidad de sonreír porque, finalmente, los he hecho felices.

Texto perteneciente al libro «Si te comes un limón sin hacer muecas» de Sergi Pamies.

Fotografía de Em M.  (en Unsplash). Public domain.


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