«La casa de Leo», un cuento del autor serbio Stjepan Čuić

               
Todos los que hemos crecido después de cambio recordamos bien el día cuando a Duvno llegó el señor Leo Rubić y eso no debido a que ese día fue especialmente soleado y tibio, inusual para ese período del año, ni tampoco porque el señor Leo llegó a la ciudad por el camino del sur, a través de los cerros, sino porque vino a ella en una carreta desencajada que se desbarató en la plaza donde Leo había parado. Él tranquilamente observó todo a su alrededor: y las casas y la mezquita y las tiendas viejas, ahora cerradas, como si antes nunca hubiese estado en la ciudad y como si la ciudad fuese bonita. Ni siquiera prestó atención a la rueda que se le cayó de la carreta y que haciendo un ruedo, se había tendido en la carretera, lejos de ellA. Leo puso su equipaje en el pavimento y se paró frente al banco que estaba cerrado y en el que todavía lucía el enrojecido timbre que acusaba la severidad de las autoridades. - Éste no seguirá su viaje hasta que no repare la carreta - susurraba la gente. En la ciudad se empezó a averiguar si Leo era de Duvno o sólo un pasajero, como los que en esos días, debido a la rigidez que flotaba en el aire, que apretaba y helaba todo, en verdad habían pocos. Algunos decían que el hombre estaba por primera vez en nuestra ciudad, pero que se quedaría porque Duvno le gustó en seguida. Y aunque a nadie le agradaba, enseguida se transmitió la noticia de que Leo tenía la intención de comprar casa y establecerse en el centro de la ciudad. Y de verdad, ya al atardecer Leo compró la casa sobre el parque; la de Jamid Dizdar, el herrero, quien enterándose que las autoridades cerrarían las herrerías y que la gente lo abandonaba y evitaba, dejó la ciudad. La casa era larga y baja, se prolongaba junto a la ladera, tenía muchas ventanas así que parecía hueca cuando ellas se abrían; las ventanas se abrían de afuera y era una casa alada; bailaban y golpeaban al viento; a menudo se rompían y caían. En seguida compró y el jardín de Jaquia Dizdar, hermano de Jamid, quien también abandonó la ciudad valiéndose de pretexto que no podía vivir sin su hermano, pero en la ciudad creían que él tenía miedo de las autoridades porque en la guerra había hecho cosas inadmisibles, hasta quiso matar y a su hermano Jamid, lo que le impidió la gente, especialmente Semiz Numić quien era valiente y fuerte porque luchó en su vida moviendo y rompiendo rocas. La gente afirmaba y consideraba que Jaquia había querido matar a su hermano justo por esa casa porque por ella él lo había engañado en la división de bienes. Jaquia creía que la casa era un tesoro incalculable que durante su vida lo había poseído el padre y no lo había denunciado a nadie temiendo la ruina que presentía todo el tiempo y sufría con intranquilidad. Pero toda mención de los hermanos terminó cuando en la ciudad había aparecido Leo, en verdad, empezó a mencionarse la “casa de Leo”.
- Éste va a comprar toda la ciudad - decían.
- Ya verán, éste comprará todo Duvno. Una mañana amaneceremos suyos - protestaban muchos.
- Eso temo - decía la señora Irma que vino a la ciudad hace trece años, lo que todos habían olvidado, y ella misma raras veces se acordaba de eso.
- ¿De dónde tiene tanto dinero? - preguntaban algunos.
- Robó al estado - mordazmente decían aquellos a los cuales no les gustó el porte de Leo ya desde su llegada a la ciudad, ni su manera de erguirse como un militar.
- Va a comprarnos, gente, impídanlo, detengan sus pérfidas intenciones - gemía la señora Irma.
- Eso ya no puede pasar - tranquilizaba a la gente el doctor Ismael; al doctor Ismael todos le creían, hasta aquellos que estaban enfermos desde muchos años y él ya no les podía ayudar por lo que se sentía infeliz, se aislaba y paseaba hasta entrada la noche, a veces y hasta la mañana, y en sus paseos daba una ojeada a las ventanas iluminadas creyendo que detrás de ellas alguien se estaba muriendo.
- No tengan miedo - decía él - eso no lo pudo ni el señor Ančić, el comerciante más poderoso que pisó estos cerros.
Y Leo siguió con las suyas: compró algunos árboles altos los cuales hasta entonces no había habido en la ciudad y los plantó en su jardín y también tumbó el cerezo que había plantado el papá de Jamid y que cultivaba Jamid.
    - Leo no es inteligente - decía Santiago, el hombre más viejo en la ciudad. Jamid regresará; él visitará la tumba de su padre porque no se puede separar de ella: Jamid ha sepultado a su padre cerca de la casa, junto a la ventana sólo para poder todas las mañanas, al despertar, echar una mirada a la tumba. Él sepultó a su padre junto a la casa aunque todos protestaban - y la ciudad y la familia -, y nadie vino al funeral y Jamid cavó solo la tumba, y rezó solo a Dios, aunque no entendía mucho de eso. Y cuando se de cuenta de que el cerezo que le recordaba a su padre, que crecía sobre la tumba, ya no está, él se enojará. Jamid siempre decía que el cerezo tejía sus venas bajo la espalda de su padre; en la tumba, apretándole los huesos para que no se separen. Además, esos árboles altos aquí no pueden crecer. Leo transportó los árboles de los pueblos del sur en una carreta campesina que retumbaba por la gastada carretera, los trajo en la noche así que despertó a toda la ciudad: la gente aparecía en las ventanas y protestaba. No mucho después de eso, Leo levantó una fuerte cerca de alambre alrededor de la casa, la fortaleció; la cerca negra y alta oscurecía toda la casa que ya de por sí tenía las ventanas bajas y estrechas. “Él esconde algo”, sospechaban. Ahora ya no había ninguna duda de que Leo poseía gran riqueza y que no la había logrado con su trabajo, puesto que se encierra y protege de la gente lo que nunca nadie había hecho en Duvno. Al anochecer, cuando el sol caía detrás del cerro y sólo se reflejaba de la ladera en la parte opuesta del campo, la gente en gran procesión desfilaba frente a la casa; casi toda la ciudad se transfería a ella así que la plaza quedaba vacía y hueca; algunos daban una ojeada detrás de la alta cerca a las ventanas, y cuando la oscuridad apretaba la casa y se unía, amontonándose en los cristales de las ventanas oscureciéndolos, los muchachos saltaban la cerca y miraban a través de las ventanas. Y ellos transmitían las noticias que de verdad no se veía nada porque Leo cubría las grandes ventanas vueltas hacia el cerro con gruesas cortinas negras, y aquellas más pequeñas que daban hacia la ciudad las había clavado con postigos de madera. Hasta tarde en la noche la gente pasaba por la casa y los holgazanes y vagabundos esperaban la mañana alrededor de ella. Ya se empezaba a hablar que Leo se iba a morir de miedo y que seguramente tenía algo peligroso ya que no salía. Y entonces, Leo, como a despecho, de un día para otro, pintó la casa de un color raro, hasta entonces no visto en Duvno; la casa ahora no se veía bien desde lejos y de cerca fácilmente se podía confundir con las demás porque el color se reflejaba, casi pasaba a todos los objetos que estaban cerca a ella. Ahora ya nadie dudaba de que Leo era un pecador y que se escondía hábilmente: vino a una ciudad que es alejada de los caminos y se esconde en los cerros, situada detrás de una colina y que no se ve de ninguna parte, y cree que nadie lo va a encontrar. A pesar de lo que se suponía de Leo, las autoridades no mostraban interés por él. Una noche el pueblo se reunió alrededor de la casa en mayor número que antes. Parecía que había más gente de lo que la ciudad tenía habitantes. Y en realidad: algunos reconocieron a gente de los pueblos del sur que en raras ocasiones la visitaban. La casa ni siquiera se veía, se veía sólo la cima del álamo sobre ella; del álamo que sobresalía la cerca; lo había plantado el tío de Jamid quien siempre peleaba con su hermano, el padre de Jamid, y no quiso plantar el árbol en el jardín para así poder cortarlo cuando lo desease. Sin embargo no lo cortó, el árbol creció alto y bonito y le dio lástima; ese deseo le pasó una primavera, como quitado con la mano, cuando el árbol de un día para otro se cubrió de hojas, sencillamente estalló y se cubrió de verde.
  Ahora se oía como el pueblo de la manera insolente y chantajeando llamaba al señor Rubić, como todos gritan y dicen groserías: él como por despecho no aparecía. Algunos gritaban que era ladrón y estafador, que era un rebelde y un bandido, como aquellos que todavía hay en los montes. Cuando alguien gritó que Leo violaba a las mujeres, el pueblo se lanzó contra la casa; empezó a echar piedras y se oyó como se quebraban las ventanas. La gente, y grandes y pequeños, de todos lados, algunos de cerca, otros, especialmente los jóvenes que tenían más fuerza, tiraban palos y piedras a la casa; con cada golpe, aún con el más suave, la casa se estremecía, se rompía y cambiaba su forma: ella se desprendía pedazo por pedazo, se rompían las vigas y se quebraban y caían las tejas, el techo se quebraba y se veían huecos negros, se rompían las tablas y saltaban, se dividían, y los pedacitos caían por todos lados; al gentío incontrolable nadie lo pudo detener, ya no existía el prado alrededor de la casa, él estaba ennegrecido porque la gente furiosa sacaba las piedras, las arrancaba y las echaba a rodar hacia la casa; agotada, dejaba las piedras revueltas que se blanqueaban o ennegrecían a diferentes distancias. La casa se había deformado completamente, el paisaje alrededor de ella se extendió, prolongó, casi huyó y llegó a ser triste y vacío, como si lo hubiesen expulsado, roto; quisieron emparedar la casa así que Leo no salga nunca de ella: la casa fue destruida hasta sus cimientos, nivelada a tierra, casi aplastada: primero se cayó, se hundió, el techo se extendió y bajó, cayó y se niveló con las paredes, y entonces, por los golpes empezó a despedazarse poco a poco hasta que no desapareció. Hasta entonces la gente tuvo miedo de irse y sudorosa y furiosa esperaba, temiendo que la casa no se levantara, que no se recuperara, que no creciera. Y volteaban por largo rato, partiendo, primero en grupos y luego uno por uno vaciaban el espacio, y se vio claramente que la casa ya no existía.


Del libro Staljinova slika i druge priče (La foto de Stalin y otros cuentos)


Stjepan Čuić nació el 1 de abril de 1945 en Bukovica, cerca de Duvno. La enseñanza primaria y la enseñanza secundaria las terminó en Osijek y se graduó en la Sección de Lenguas y Literatura Yugoslavas de la Facultad de Filosofía y Letras de Zagreb. Fue redactor de las revistas Tlo (Suelo) y Pitanja (Preguntas). Es miembro de la Sociedad de Escritores Croatas desde el año 1972. Entre los otros muchos, publicó los libros: Iza bregova (Detrás de los cerros, 1965), Balkanska tiranija (La tiranía balcánica, 1986), Orden (El orden, 1990), Svijetla budućnost (Futuro brillante, 1992), Abeceda licemjerja (El abecedario de la hipocresía, 1993), Lule mira (Las pipas de la paz, 1994). Ha traducido obras de Pushkin y Zinoviev. Sus obras han sido representadas en el teatro y trasmitidas por la radio. Actualmente vive en Zagreb. Ž. L.  

Fotografía de Ramona Zepeda  (en Unsplash). Public domain.



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