2957 / 17032 - Nuestro sol era una máquina de fabricar sombras, un relato de Daniel Frini

Es la típica fotografía de último curso de la secundaria: una fila de cuatro mujeres de pie, atrás, y cinco sentadas en el frente, todas vestidas con camisa blanca y pollera azul, levantada y sujeta por el cinturón hasta parecerse a una minifalda. A la izquierda, de guardapolvo blanco impecable, también parada y algo separada del grupo, la profesora Cervetti, de geografía. Abajo, escrito con birome azul y límpida letra manuscrita, se puede leer «5to año “A”, Promoción XXVI, Colegio de la Inmaculada Concepción». Pero no es la fotografía oficial, siempre tan en foco, tan exacta. Ésta es borrosa, como tomada con una cámara familiar. Los colores están velados de tiempo transcurrido. Además, las fotografiadas, incluida Cervetti, se muestran al borde de la carcajada; parecen reaccionar a una humorada hecha por alguien ubicado atrás de la cámara. Todas, menos la joven que está sentada en el extremo derecho: obesa, rechoncha, se la adivina de baja estatura aunque está sentada; su cabello, lacio y negro, se ve descuidado; sus pies, que apenas rozan el piso, forman entre ellos un ángulo extraño; una de sus medias tres cuartos llega casi hasta la rodilla, la otra, caída, muestra una pierna fofa y manchada; tiene las manos cruzadas sobre su falda y crispadas, como suplicando; su rostro regordete es una mueca de angustia y sus ojos miran a sus manos. Es extraño, pero no cuesta imaginar que la broma por la que todas ríen la tiene a ella como blanco.

Mil novecientos noventa y ocho

―…la fauna de la sabana africana está constituida principalmente ―dijo la joven obesa, y tragó saliva― por leones, eh…, jirafas, eh…, cebras, babuinos, leopardos y ele…
―¡Elefante! ―dijeron, a coro, las ocho compañeras restantes; y acompañaron las risotadas, festejo de una burla repetida, con una lluvia de tizas.
―¡Jovencitas! ―amonestó la Cervetti, sin convicción y sin disimular la sonrisa.
«No doy más» pensó la gorda. Sólo eso. Giró su cabeza y miró a la ventana, límpida, brillante de sol, a no más de cinco metros de donde ella estaba y a cuatro pisos de altura. Como autómata, comenzó a correr, despatarrada, aumentando la risa de las otras; y saltó a través del vidrio. «Miren, puedo volar», pensó mientras recorría un aire cálido y salpicado de gotas de sangre y de piel cortada por los cristales. Abajo, las baldosas del patio se hicieron oscuridad. No tuvo registro del golpe, antes de que se le fuera la vida.

Dos mil ocho

―¡Diez años, ya!
―¡Cómo pasa el tiempo!
―Che, tendríamos que juntarnos más seguido.
―Y, viste cómo es: los chicos, los maridos…
―Dejate de pavadas. 
―Miren. Traje la foto que les dije.
―¡Mirá vos!
―¡Qué jóvenes!
―¡Qué ropa de mierda nos hacían usar!
―¡Mirá los peinados!
―¡Mirá la gorda, pobrecita!¡Y la Cervetti!
―¿Es cierto que la Cervetti desapareció?
―Así dicen.
―Fue a cobrar la jubilación al Banco y se esfumó. Me contaron que en el Banco dijeron que ahí nunca llegó.
―Y, se habrá perdido. De geografía, que digamos, mucho no sabía…
―¡Ja,ja! ¡Qué guacha que sos!
Una de ellas abrió su cartera, sacó un fibrón rojo, tomó la foto y dibujó dos equis; una sobre la gorda y otra sobre Cervetti.
―¡Qué hija de puta!
―¡Parece un cartón de bingo!
―¡Ja,ja!
―¡Ja,ja!

Dos mil dieciséis

En el equipo de música sonaba Sachmo, con la versión de «Heebie Jeebies», de 1926.
El hombre salió de la habitación al pasillo sombrío, sin cerrar la puerta. Sacudió sus brazos para desembarazarse de una humedad viscosa que salpicó las paredes descascaradas y sucias de otras humedades incontables. Entró a la «Sala de Operaciones», un cuartucho de tres por dos metros, con pretensiones de cocina-comedor. Allí estaban los otros dos: uno estirado sobre una silla, con la cabeza apoyada en el respaldo, los pies y las manos cruzados, los ojos cerrados y un cigarrillo a medio fumar en la comisura de los labios. El otro leía un diario de una semana atrás mientras dejaba enfriar un mate sobre la mesa.
El recién llegado fue hasta la pileta lavaplatos, abrió la canilla y metió sus brazos llenos de sangre bajo el chorro de agua. Los otros lo miraron.
―Se me fue ―dijo el que se estaba lavando―. ¡Carajo!
―¿Dijo algo nuevo? ―preguntó el del cigarrillo
―Na. Ya había cantado todo. Fue al pedo exprimirlo más.
―A mí se me fueron dos, hoy. Está medio fuerte el voltaje.
Los tres rieron.
―Yo soy un sentimental ―siguió el primero―. No me gusta esa cosa moderna de la parrilla eléctrica. Prefiero derramar sangre….
―Sos un hijo de puta…
―Bueno ―dijo el del mate―. Fin de la jornada. Ahora, a casa, con la familia…
―¿Hoy es el cumpleaños de tu nena? ―lo interrogó el primero, mientras terminaba de secarse las manos con una camisa vieja y se desabrochaba el overol ensangrentado.
―No. Mañana es.
―¿Le compraste algo? 
―No se me ocurre qué.
―Claro. Tiene de todo la princesa.
―Y sí, es la mimada.
―¿Pasamos por el barcito, no? ―dijo el del cigarrillo, interrumpiendo a los otros.
―No puedo, tengo que llegar a casa temprano.
―Dale, pollerudo. Una cervecita, nomás.
―Bueh. Pero yo me voy enseguida.

Las luces de la calle estaban recién encendidas. La mujer bajó del colectivo y se quedó parada bajo la lluvia, intentando abrir su paraguas. Cuando lo logró, miró hacia ambos lados de la calle, indecisa. Hizo dos pasos hacia su izquierda y se detuvo. Volvió un paso atrás pero luego siguió caminando, despacio, hacia la dirección que había escogido primero, aunque mirando hacia todos lados. El hombre se resguardaba del agua en el umbral de una puerta, en la vereda del frente. Esperó unos segundos y cruzó la calle para seguir a la mujer que dobló en la esquina. Cuando el hombre llegó allí, ella había desaparecido. En el piso, el paraguas giraba llevado por el viento. Más allá estaba la fotografía de fin curso. La equis, hecha con tinta roja que se empezaba a diluir con el agua, tachaba el rostro de una jovencita a punto de reír, versión joven de la mujer que acababa de esfumarse.

En la pared del pequeño bar, el televisor mostraba, mudo, la imagen del Supremo Líder dirigiéndose a unos periodistas, a la salida de la Casa de Gobierno. Gesticulaba, como arengando a sus tropas. 
Sentada en la barra, la mujer de unos veinte años miraba a la pantalla leyendo los labios, en un ejercicio que le había ayudado a sortear varios obstáculos. Más de lo mismo: «Salvar a la Patria de los invasores ideológicos, del terrorismo apátrida y construir un país nuevo para un hombre nuevo». Sonrió.
Los tres hombres entraron al bar. La mujer los siguió con la mirada, a través del espejo, hasta que se ubicaron en la mesa de siempre: al fondo, protegidos por dos paredes, los tres mirando hacia la puerta de entrada, dominando la escena; tal como todos los días, como los últimos cuarenta días en que la mujer repitió la rutina estudiándolos y haciendo que se acostumbrasen a ella. Sin que los hombres hicieran ninguna seña, el mozo les llevó una bandeja con tres porrones de cerveza. La mujer apuró la ginebra, bajó del taburete y se dirigió hacia la salida. No miró hacia atrás al pisar la vereda. Subió al auto que la esperaba.
―Están allí ―dijo al conductor―. Todo va bien. 
El auto arrancó, despacio. 
Cinco minutos después, la explosión pulverizó la cuadra entera en la que se encontraba el pequeño bar.

―Ya voy, hijo, ya voy.
El niño, de menos de un año, estaba sentado en su silla alta, a un costado de la mesa. La madre le alcanzó una mamadera con leche caliente.
Seis horas después llegó el padre del trabajo. El niño lloraba, aún sentado en su silla. En la casa no había nadie. En el piso, al lado de la mamadera caída, la fotografía escolar mostraba a nueve compañeras y una profesora. El rostro de la esposa, joven y sonriente, estaba tachado con una equis roja.

―¡Carajo! ―gritó el coronel―¡Hijos de remilputas! ¡García estaba ahí! ¡Salvatierra estaba ahí! ¡Sosa estaba ahí! ―miró a los integrantes de la custodia que estaban pálidos― ¡Inútiles! ¿Cómo mierda no se dieron cuenta de que el bar estaba sembrado? ¡Fuera de mi vista! ¡Ahora!
Los hombres salieron de la oficina saludando de una manera grotesca y chocándose entre ellos. 
El Coronel apretó sus puños sobre el escritorio. Las uñas lastimaron las palmas de sus manos.
―Benedetti. ―llamó en un tono bajo que no ocultaba la tensión de su voz. El edecán se acercó a él y se agachó hasta que su oído quedó a la altura de la boca del Coronel, que se mantuvo rígido.
―¿Señor?
―Me los degrada a todos. Los quiero ver como soldados rasos.
―Sí, mi coronel. ―dijo el edecán. Se incorporó cuadrándose y se dirigió a la salida.
―¡Benedetti! ―dijo nuevamente el Jefe. El otro giró, mirándolo a los ojos con un gesto de interrogación. 
―¿Mi coronel?
―Asegúrese que estos ineptos mueran en el primer enfrentamiento.
―¡Sí, mi coronel! 
―Y quiero ese enfrentamiento esta misma noche.
―¡Sí, mi coronel! ―e intentó girar, otra vez, para salir.
―¡Benedetti!! 
―¿Si mi coronel?
―Encuéntreme a la reventada que hizo esto.

―Ella dijo «Sayonara» y me pareció extraño porque es una de las palabras prohibidas, y ella lo sabía. Lo recuerdo bien. Al otro día yo empezaba mi decimotercer período de confinamiento civil. No le contesté. Nunca más supe de ella. Y sí, señor, me hablaron de la fotografía: ella y sus compañeras cuando estaban en el Secundario. Dicen que tenía su cara marcada con una equis. No sé. Me dijeron. Nunca vi esa foto.

El sol de la tarde intentaba calentar los asientos de cemento de la plaza. El hombre de anteojos oscuros y pelo largo estaba sentado, casi envuelto en su sobretodo, con el cuello levantado y sus manos en los bolsillos. A unos treinta metros otros dos hombres hablaban entre ellos, distendidos, mientras fumaban. Un cuarto hombre se acercó, llevando un labrador sujeto por una correa, y se sentó en el otro extremo del mismo banco donde estaba el de anteojos. 
Unos quince minutos después llegó la joven. Se mostraba desorientada. Llevaba un mapa turístico en sus manos y miraba hacia todos lados, intentando ubicarse. 
―Perdón ―se dirigió al primer hombre―. Estoy buscando el Viejo Teatro. ¿Me puede indicar dónde está?
―A ver ―respondió éste, estirando el brazo para tomar el mapa―. Permítame. ¿Qué busca?
La joven se sentó a su lado y señaló algo en la hoja.
―¿La siguieron? ―preguntó el hombre.
―No. Tuve cuidado, capitán.
―Bien. Informe.
―No hubo inconvenientes. Todo salió según las órdenes. 
―¿Alguien pudo identificarla?
―Es improbable. Cambié mi aspecto. Me teñí el pelo y esas cosas. 
―Perfecto. Ahora tendrá que desaparecer por un tiempo. Ya sabe, por seguridad.
―Sí, capitán.
―El Comité Central está muy conforme con su desempeño.
―Gracias.
―Será condecorada y, seguramente, ascendida.
―No es necesario, capitán.
―Sí lo es. Por usted, y como ejemplo para los demás combatientes.
El hombre se levantó y se fue caminando despacio. Con intervalos de algunos minutos, se fueron, también, el hombre del perro y los otros dos.
La mujer quedó sola.
A unos cien metros, dentro de un taxi, alguien bajaba la cámara con teleobjetivo.

La filmación del cajero automático del banco no es muy clara. Marca la hora una y veintiséis de la noche. Se ve a la mujer que entra, introduce su tarjeta y digita su clave. Luego, hay un corte en la grabación, una especie de salto, que dura menos de un segundo. Cuando la imagen vuelve, la mujer ya no está y se ve una hoja de papel cayendo, en vaivén, que desaparece por la parte inferior de la pantalla. 
Al día siguiente, el personal de limpieza encontró una fotografía en el piso del pequeño recinto de los cajeros: varias jóvenes en una foto escolar. Una de ellas con su rostro marcado en rojo.

La tarde se estaba transformando en noche, las luces de la calle ya estaban encendidas y, a pesar del frío, aún había movimiento de gente. 
La joven caminaba por la vereda, del lado de la calle en el que estaban estacionados los autos ―«Nunca se sabe cuándo será necesario parapetarse», la habían instruido― Al llegar a la altura de un utilitario, los dos muchachos aparecieron de improviso, jugando a la pelea, entre gritos y risas e impidiéndole el paso.
―Permiso ―dijo la joven, tensa y sin mirarlos.
―No, preciosa―contestó uno de ellos―. Hasta acá llegaste.
El puñetazo en la boca del estómago la dejó sin aire y sin posibilidad de pedir auxilio.

Paró en el semáforo y le llamó la atención el descapotable deportivo que se estacionó a su lado. La mujer que lo manejaba era madura y hermosa. Recordaría, después, que pensó en la discordancia de esa mujer en ese auto. Dirigió su vista al cambio de luz, que pasó a verde, puso primera y arrancó, despacio. Se sobresaltó por el ruido del impacto del deportivo contra los autos estacionados. Notó que la mujer ya no estaba. Apenas logró estacionar, se bajó a ver en qué podía ayudar. No prestó atención a la fotografía que estaba en el asiento del acompañante.

―Está detenida, mi coronel ―dijo el edecán, mientras entregaba una carpeta a su jefe.
El coronel la abrió, pasó unos papeles y se detuvo en la cara de una joven sonriente, al sol, en una plaza, junto con dos hombres y un perro. La foto era grumosa. 
―¿Seguro?
―Sí, mi coronel.
―¿Quién la agarró?
―La gente de Cardona.
―Bien. ¿Dónde está ahora?
―La tienen en el Pozo del Sur.
―Perfecto, Benedetti, perfecto. Dígale al chofer que prepare mi auto. Vamos para allá.

El avión despegó a horario. La mujer sentada en el diecinueve efe, del lado de la ventanilla, se durmió enseguida. Estaba sola en su fila. Cuando, unos cuarenta minutos después, los auxiliares de a bordo llegaron hasta su asiento con el refrigerio, ella ya no estaba. Nunca volvieron a verla. Uno o dos días después, el encargado de limpieza encontró la fotografía. No le dio importancia y la arrojó a la basura.

El puño se estrelló en su rostro y su cuello se dobló hacia atrás cuando la espalda golpeó con el respaldo de la silla de metal, fijada con tornillos al piso. De su boca hinchada apenas escapó un gemido. Sus manos se crisparon y de las heridas de sus muñecas, que estaban atadas con alambre a los apoyabrazos, escapó un chorro de sangre que mojó las botamangas del pantalón del Coronel, que dijo:
―Escúcheme, señorita. Si fuese por mí, simplemente la mataría. Después de lo que hizo, aún la muerte es una sanción escasa. Sin embargo, podría decirse que somos gente de negocios: nos interesan los resultados y no nos regodeamos en el castigo innecesario. Pero usted sabe: nuestro Supremo Líder tiene una reputación que mantener y, además, debemos dejar un mensaje para que todos entiendan que no deben imaginar, siquiera, hacer lo mismo. Por eso es que me veo obligado a hacer que la torturen. Y causarle el mayor daño posible antes de matarla. No es nada personal ―y agregó, dirigiéndose al subordinado que estaba a su lado―. Proceda, sargento.
Otra vez el puño.

La mujer llegó a la guardia del hospital con dolores muy fuertes en la zona abdominal y el costado izquierdo de su espalda. Lloraba. El médico la revisó y ordenó que la internasen allí mismo, en observación, mientras le administraban suero y calmantes. 
    ―¿Se siente mejor? ―dijo la enfermera.
―No-o…¿Qué…tengo?
―Unas piedritas, chiquitas, en los riñones. No se preocupe, mamita: se van solas. Descanse. Vuelvo enseguida ¿eh?
Cuando regresó, la enfermera encontró la camilla vacía. La bajada de suero llegaba hasta el catéter apoyado en las sábanas. La aguja señalaba la cara de una mujer, tachada con una equis roja, en una fotografía, borrosa y vieja, de fin de curso. 

―Era la hija de la doctora Arancibia, mi coronel.
―¿Qué Arancibia, Benedetti? ¿La jueza?
―Así es, mi coronel.
―Apa. Así que el Poder Judicial también juega en este partido.
―La doctora anda haciendo averiguaciones. 
―¿Vio el cuerpo de la putita de su hija?
―Sí, mi coronel. Cardona cumplió su orden de dejarla donde todos pudieran verla.
―Un buen ejemplo, ¿no? ―acotó el Coronel, con una sonrisa ―Haga que levanten a Arancibia. La quiero para mí.

La mujer estaba desnuda, su cuerpo amoratado. Los grilletes en sus muñecas, sujetos con cadenas al techo, la mantenían de pie. La cabeza, ensangrentada, caía sobre su pecho. En el sótano estaban sólo ella y el Coronel.
―Qué pena, doctora, que no supiera educar a su hija― dijo mientras tomaba el pelo de la mujer, levantaba su cabeza y se preparaba para golpearla en la zona hepática, una vez más, con una manopla de acero.
Advirtió, quizá en la mirada sorprendida de la jueza ―a pesar de sus ojos casi cerrados por los golpes― que, detrás de él, algo pasaba. Giró, rápido, y vio a una jovencita obesa, rechoncha, de baja estatura y piernas fofas; toda su piel pálida y tajeada.
―Ella me pertenece ―dijo la aparición, mientras tomaba la cabeza del Coronel con ambas manos y la giraba ciento ochenta grados. 
Siete u ocho horas después, Benedetti bajó al sótano. El Coronel estaba tirado en el piso, muerto. Los grilletes colgaban del techo, vacíos.
Revisó todo el sótano, con parsimonia. No había forma de salir, más que por la puerta que siempre estuvo cerrada y custodiada («Déjenme solo», había dicho el Coronel). Entre los papeles desparramados en la suciedad, encontró, sobre una pila de libros desordenados, la fotografía de unas muchachas posando con una profesora, típico retrato de fin de curso. Una equis roja tachaba el rostro de una jovencita; que era, también, la jueza.





Daniel Frini nació el 29 de octubre de 1963, en Berrotarán, Córdoba, República Argentina. Reside en Villa Ballester, San Martín, Buenos Aires. Es Ingeniero Mecánico Electricista por la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) y Diplomado en Dirección General Economía y Negocios para Pequeñas y Medianas Empresas por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), escritor y artista visual. Desde 2018 es Columnista de la revista “Educación Alternativa Un Vistazo” (Oaxaca, México). Desde 2019 es profesor en la Escuela de Escritores del Círculo Literario de General San Martín. 1er Premio en el III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén / Microrrelato, con el microrrelato y la obra visual “Bonjour tristesse” (Jaén, España; 2019). Biografía completa.

Leer otros textos de este autor (en Herederos del Kaos): El rincón de un juego enajenado, El cuaderno Fergusson.


Fotografía de Jon Tyson (en Unsplash). Public domain.



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