'El lado desconocido de la ciudad', relato de Alejandro Antonio Arias

Se detuvieron por un instante frente a la estación y se miraron las caras. Dentro del auto al menos no morirían de frío, pero necesitaban recargarlo con combustible para continuar la marcha. Horacio conducía y sabía que hasta ahí ya era un alto riesgo. No era su auto y no conocía la ruta. Giró la cabeza y preguntó a los demás si estaban de acuerdo en continuar con el recorrido. 

El desconocido de al lado dijo que sí, Ximena y su novia también asistieron. Entonces juntaron las pocas monedas que les quedaban y obtuvieron lo suficiente para llenar el tanque por la mitad. Horacio arrancó el auto y después de unos minutos se adentraron en la carretera y continuaron la marcha.
Eran las diez con treinta de la noche. Horacio encendió la radio y la música sacudió los parlantes. Ximena observó tras la ventana y creyó reconocer el camino. Su novia le tomó la mano y juntas alzaron la vista hacia la luna llena que brillaba sobre sus cabezas. El desconocido de al lado miró a Horacio y notó su cuerpo tenso. ¿Sabes si vamos por el camino correcto?, le preguntó. Horacio se mantuvo en silencio, y miró de reojo por el espejo retrovisor el rostro de Ximena. Ximena tenía una sonrisa increíblemente hermosa, el cabello negro lacio que apenas y tocaba sus hombros, y unos ojos inmersos en el reflejo de la luna. No lo sé, le respondió. El desconocido fingió no escuchar su respuesta y volvió la mirada hacia el frente, hacia el camino oscuro de la carretera. La lluvia fresca de la tarde había humedecido lo suficiente la pista del camino y Horacio estaba cada vez más nervioso. De los cuatro solo Ximena conocía la ruta, pero se limitaba a mirar por la ventana y sonreír. Horacio no la podía culpar por eso, le parecía la mujer más hermosa del mundo cuando sonreía, cuando se escapaba por unos instantes dentro de sus pensamientos y soltaba un pequeño suspiro que él mismo imaginaba con retener entre sus labios. Entonces Ximena se envolvió en un profundo beso con su novia que duró tan sólo unos segundos, pero que a Horacio le pareció una eternidad.
Luego cruzaron el puente sobre el río y detuvieron la marcha ante un semáforo en rojo. Pasaron varios autos por el otro lado. Cientos de autos, miles de autos. Pasaron y pasaron, retornando desde el lado desconocido de la ciudad. Horacio no sabía qué era eso. Pasaron doscientos, quinientos, mil. Uno de ellos pasó tan cerca que pareció rozar la pintura del auto que, recordaba, no era suyo. Entonces los nervios de Horacio empezaron a asomarse en sus manos sobre el volante. Ximena parecía tranquila y a la vez fascinada con el espectáculo de autos que retornaban por el otro lado. Su sonrisa apaciguaba en algo la angustia de Horacio, pero no lo suficiente como para encontrar la calma que realmente necesitaba. Continuemos de largo sobre la misma ruta hasta cruzar la ciudad de un extremo al otro, es la única forma de llegar, dijo Ximena. De improviso aquel océano de luces artificiales que desfilaban frente a sus narices desapareció por completo, y el semáforo en rojo cambió automáticamente a verde. La hilera de autos que se había formado detrás empezaron a hacer sonar las bocinas, y Horacio, en un golpe de susto, soltó el pie del embrague y el auto se apagó. Ximena, su novia y el desconocido lo miraron sin entender qué sucedía. ¿Por qué no avanzas?, preguntó la novia de Ximena. Horacio evitó responder y al instante intentó encender nuevamente el auto antes que los demás se dieran cuenta. En el primer intento no pudo encenderlo, pero en el segundo intento hundió el pie en acelerador hasta que el auto rugió fuertemente. Puso primera y soltó rápidamente el embrague para salir despavorido de aquel tumulto de autos sobre sus espaldas. La velocidad que alcanzó fue tal que rápidamente se hallaron rodeados de un silencio y una oscuridad sepulcral. Horacio disminuyó la velocidad y lentamente fue atravesando las calles que continuaban húmedas por la lluvia.
Mientras avanzaban el desconocido volvió a observar tensión en el cuerpo de Horacio. Pero esta vez no hizo ninguna pregunta. Ya Ximena se había encargado de resolver aquella duda sobre el camino que andaban recorriendo. Ella sabía por dónde ir. Había recorrido el mismo camino cinco años atrás. Cuando Sami la invitó a su cumpleaños número veinte. Eran mejores amigas, y Horacio lo sabía, él también pudo haber ido. De hecho también había sido invitado por Sami aquella vez, pero desistió de ir porque Sami estaba loca y él le tenía miedo. Miedo a Sami o a la locura o a Sami y a la locura de Sami. Pero de cualquier forma ahora estaba decidido a ir. Estaba enamorado de Ximena y hubiera hecho lo que fuera por estar con ella. Hubiera tomado un auto que no era suyo, hubiera cruzado la ciudad de extremo a extremo si ella se lo pedía, hubiera ido a casa de Sami, la loca, si ella también iba. Y entonces estaba allí. Al volante, temeroso. Temeroso y enamorado.
La novia de Ximena también era una desconocida, de cierta forma. Incluso para Ximena. No hacía mucho que estaban juntas. Y por eso mismo Horacio creía que no existía amor entre ellas. Era únicamente una atracción sexual. ¿Y quién no podía sentirse atraído o, en este caso, atraída por Ximena?, pensaba Horacio. Aunque no estaba del todo claro en qué circunstancias se conocieron, lo único claro para él era que mientras no involucre sentimientos, mientras no estén enamoradas, Ximena podía, algún día, quizás hoy, enamorarse de él.
Continuaron la marcha durante varios minutos sobre la misma dirección. La ciudad parecía ser más grande de lo que realmente era. Aunque en la oscuridad parecía ser, sobretodo, profunda. Una ciudad sucia, abandonada a su suerte. Una ciudad agobiante, asfixiante, demandante. De vidrios rotos, paredes húmedas, letreros en blanco e intermitentes lloviznas. Donde la niebla siempre baja al ras del suelo al pasar la medianoche, donde los edificios parecen desaparecer o se convierten en meras sombras, y donde el aire denso casi no ingresa a los pulmones. Y, mientras el auto no detenía su marcha, Horacio no dejaba de observar el rostro de Ximena a través del espejo retrovisor. Y Ximena miraba a su alrededor, pero todo era oscuridad. Estaba segura de que reconocería la calle a medio iluminar en la que vivía Sami, estaba segura, pero quizás ahora ya no lo estaba tanto. Continuemos hacia adelante, dijo Ximena con algún titubeo de por medio, continuemos que ya debemos estar cerca. Horacio prosiguió la marcha a una velocidad de tortuga. Reconocía en la voz de Ximena un temor que él mismo sentía como propio. Recordaba que ese auto no era suyo, recordaba el miedo que solía sentir cuando miraba a Sami a los ojos. Entonces aceleró con algo de resignación. Ximena soltó de su mano la mano de su novia. Horacio miró por el espejo retrovisor y vio los ojos de la novia de Ximena que lo miraba a él como si de una amenaza se tratara. Intentó tranquilizarse, pero llevaba un buen rato con miedo. Un miedo que le hacía sudar las manos, un miedo que le provocaba temblores en el abdomen y que su respiración era incapaz de sostener aunque contrajera el pecho hacia adelante. Era casi medianoche, las ventanas del auto se empañaban y entonces Horacio detuvo el auto. Se suponía que Ximena sabía cómo llegar a casa de Sami, pero las calles estaban muy cambiadas o tal vez ellos estaban en el lugar equivocado. El desconocido bajó la ventana de su lado y la niebla y el frío ingresaron inmediatamente. Sami podía estar esperándolos, eso no lo podían saber si quiera, o podía verlos llegar quizás. A cierta hora la ciudad es otra muy distinta a la que existe en realidad. Como las personas. Y Horacio parecía entenderlo así. Él estaba enamorado de Ximena desde hacía muchos años. Pero Ximena no se enamoraba. Y aun así veía algo diferente en ella ahora. A pesar de su novia, a pesar de todo en realidad. El motivo del viaje, de los desconocidos acompañantes, y de la niebla que invadía el auto por dentro. Las rutas pueden cambiar, las calles pueden cambiar, la ciudad puede cambiar, incluso las personas pueden cambiar. Sin embargo, la situación en ese momento parecía salirse de control. Ximena y su novia comenzaron a discutir, y el desconocido salió del auto y se dirigió hacia la única luz que daba al interior de una calle. Horacio arrancó nuevamente y avanzó unos metros con el fin de seguir los pasos del desconocido, pero este ya se había perdido entre la oscuridad de las calles. Estacionó cerca a la acera y observó lo poco que se podía observar en la oscuridad. La discusión entre Ximena y su novia se fue de las manos y Horacio intentó tranquilizarlas, aunque él mismo también estaba intranquilo. La novia de Ximena era fuerte y le encestó un fuerte golpe a Ximena a la altura de la sien. Horacio se desconoció por completo. Salió del auto y cogió de los hombros a la novia de Ximena, se envolvieron en una golpiza que dejó a ambos exhaustos. Ximena tenía miedo de su novia, pero tenía también miedo de todo. Horacio se repuso lentamente y entró nuevamente en el auto donde Ximena temblaba por el miedo o por el frío o de ambas cosas al mismo tiempo, y la abrazó durante unos minutos. Luego se sentaron en la parte de adelante y cerraron las puertas y las ventanas. De una de las calles salieron el desconocido junto con Sami y se acercaron a ellos con bastante rapidez. Sami tomó la mano de la novia de Ximena y la puso de pie. Los ojos de Sami eran los de siempre, los mismos que habían quedado en la memoria de Horacio desde la primera vez que la vio. Entonces el desconocido se acercó y golpeó las ventanas del auto. Horacio arrancó pero nuevamente soltó el embrague y el auto se apagó. Ximena no dejaba de observar los ojos de Sami. Luego Horacio logró encender el auto y pisó el acelerador. Avanzaron y Ximena volteó la mirada y vio a Sami de pie rodeada únicamente de oscuridad. Horacio miró por el espejo retrovisor pero no vio nada. Continuaron la marcha hasta salir a la carretera. Siguieron de largo hasta que vieron a lo lejos un océano de luces que se dirigían hacia el puente. Cientos de autos, miles de autos. Avanzaron rápidamente hasta colocarse por detrás de todos ellos, y luego de un rato la velocidad que adquirieron fue desconocida.



Alejandro Antonio Arias Vasquez nació en Lima en 1990. Es librero, y actualmente estudia las carreras de Sociología y Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Participó en el Campeonato de improvisación literaria LuchaLibro 2015 de Lima, y ha publicado algunos de sus relatos en las revistas Monolito de México y Supraversum de Argentina.

Fotografía de Tim Mossholder (en Unsplash). Public domain.

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