'Espantapájaros', cuento de J. R. Spinoza

¿Quieres saber cómo terminé aquí? Fue a causa de los cuervos. ¡Vaya que son inteligentes! ¡No! ¡No me pongas esa cara! Esto sucedió antes de que nacieras… ¡Ven, pósate sobre mi hombro! Te contaré la historia. ¿Dónde estaba? Ah, sí… ¡Ustedes son muy listos! Una vez vi un documental acerca de una parvada como la tuya que imitaba el aullido de los lobos. ¿El motivo? Conseguir que un lobo real llegara a la zona y capturara a la presa. Lo que terminaba sucediendo. Luego de comer, el cánido dejaba un banquete para las aves. 

Los cuervos son omnívoros y oportunistas, comen de todo y, por eso, al llegar al rancho del abuelo Hermes, no me sorprendió que intentaran comerse el maíz. Lo que me pareció increíble fue que un viejo y descolorido espantapájaros los mantuviera a raya. Digo, se supone que son tan inteligentes como para recordar rostros y hacer funerales a sus muertos. ¿Acaso, no se dan cuenta que aquel muñeco clavado en la tierra no puede hacerles ningún daño? 

Eso mismo se lo pregunté un día al abuelo mientras veía por la ventana cómo uno de ustedes descendía en diagonal y frenó en el último momento, a pocos centímetros del espantapájaros. Las plumas negras se encresparon y pareció detener el viento. El cuervo hizo una elegante maniobra y dio media vuelta hasta posarse en un deshojado algarrobo, el más cercano al maizal y ahí se quedó…

—Tal vez no sean tan listos, no creas todo lo que dicen en la televisión. Una cosa sí te digo, en ocasiones aparece uno muerto. Cuando eso sucede, los demás se reúnen alrededor del árbol, como si le estuvieran haciendo un velorio.
—¿Y por qué se mueren? ¿Tienen algún depredador por los alrededores?
—Ya te lo dije, chico, no son tan listos.

Quien sí parece muy listo es el abuelo Hermes. Agricultor de maíz, tiene un rancho muy grande y tres camionetas: una para trabajo forzado, otra para ir a la ciudad y una muy lujosa que rentaba para las fiestas de las quinceañeras y las novias del pueblo. 

Habían pasado seis meses desde la muerte de mis padres, cinco desde que me había mudado con mi abuelo. De hecho, pasé un mes en el orfanato —un lugar donde viven los niños que no tienen familia—. Al parecer, el anciano tuvo que hacer mucho papeleo para poder tener mi custodia, una custodia es… bueno, no importa, la cosa es que el abuelo tiene dinero, mucho dinero. Su casa es del tamaño de ocho casas de la ciudad y su televisor es más grande que una puerta. Un televisor es… bueno, no es tan importante, el punto es que vive bien. Era natural pensar que quería compartir su riqueza con su único familiar vivo.
  
Antes de esto, me gustaba vivir en el rancho. En primer lugar, el abuelo no creía en la escuela, así que no me obligaba a ir. Inclusive, llegué a pensar que en un futuro me heredaría sus bienes, así que aprendía con gusto las labores del campo. Por la mañana revisaba las gallinas y tomaba algunos huevos frescos para el almuerzo. Después ordeñaba a Gertrudis, le ataba las patas, luego arrimaba un banquito y un par de baldes de metal. Por último, enjuagaba sus ubres y bombeaba. La primera vez me dio mucho asco, pero con el tiempo se hizo algo automático. 

El abuelo preparaba el almuerzo, casi siempre eran huevos con frijoles, aunque de vez en cuando desayunábamos cereal. Decía que debía comer bien para crecer muy alto y fuerte. Acostumbraba darme una segunda ración que aceptaba con gusto. Por la tarde podía jugar videojuegos o escuchar música en mi habitación.

A veces, el abuelo se iba y me quedaba solo en la casa. No me daba miedo. A las seis era hora de recoger leña y se me había asignado, como parte de mis deberes, llenar dos carretas cada segundo día. 

Lo único que me molestaba un poco era la hora de dormir, el viejo era muy estricto con eso. A las 8:12 pm, momento en que caía la noche, debía estar en mi habitación y no bajar hasta el día siguiente. No había justificación alguna porque mi cuarto tenía baño, así que no necesitaba nada de abajo.

      La noche en que todo esto me pasó, yo estaba recostado en mi cama, con mi mano entre las piernas, pensando en Dove Cameron, cuando algo chocó contra mi ventana. Me levanté de golpe y corrí hacia ella. Un ave negra se aproximaba al suelo y justo antes de tocarlo, desapareció. Me tallé los ojos y miré nuevamente, no había error, el cuervo chocó con mi ventana, cayó y se esfumó, como si se lo hubiera tragado el mismo viento.

    Salí de mi habitación descalzo, poniendo especial cuidado de no hacer ruido al bajar las escaleras. Cuando estuve en el recibidor, tomé la llave del portallavero y abrí la puerta. La cerré lo más despacio que pude. El suelo estaba cubierto por una especie de niebla color negro que no dejaba ver el pasto. Apenas bajé el escalón que separaba la casa del patio, perdí los colores. Todo el mundo era blanco y negro. Temeroso, volví a subir. Debí haber entrado en la casa, debí haber subido las escaleras y debí hacer como si no hubiese visto nada, pero no fue lo que hice. Volví a bajar. Caminé por ese mundo sin color. Pronto me di cuenta que tampoco había sonido, no escuchaba el viento, ni el trinar de los grillos. Sólo… graznidos. Sobre mí, volaba una parvada de cuervos. Descendieron y, coordinados, volaron a mi lado, hasta llegar al espantapájaros. No parecían tenerle miedo. Incluso algunos se posaron en sus brazos. Me acerqué para verlos mejor. Descubrí que el maizal había desaparecido. No había nada, salvo la casa, los cuervos y el espantapájaros.

—¡Hola!
—¿Quién ha dicho eso?
—Soy yo — el espantapájaros acababa de mover su boca.
—¿Tú…?
—Mi nombre es Atlas, ¿quién eres tú?
—Soy Pirítoo.
—Es un extraño nombre, ¿acaso tus padres no te querían?
—Mis padres murieron.
—Lo siento mucho —dijo y noté que había sinceridad en la disculpa del espantapájaros, quien no podía mover los brazos, pero agachó la cabeza un poco.
—Ahora vivo con el abuelo Hermes.
—Ese no es tu abuelo, ni siquiera es un hombre.
—¿A qué te refieres?
    —¡Libérame y te lo diré!
    —¿Liberarte?
    —Desata mis manos y pies.

    Obedecí. El espantapájaros bajó de la cruz. Me sonrió y comenzó a desvanecerse.
    —¡Corre!- Viré. Un demonio gordo y gris, con garras en manos y pies, estaba junto a la casa. Corrí, corrí por última vez con todas mis fuerzas.

    —Pero te alcanzó.
    —Sí, me alcanzó.
    —¿Qué te hizo después?
    —Bueno, esa es una historia para otra ocasión. Amanecerá pronto. 
¿Recuerdas qué pasa cuándo amanece?    

    El pequeño Hugin abandonó mi hombro y voló hacia el algarrobo. 
    
—Algún día traerá otro niño y necesitaré tu ayuda.



R. Spinoza
H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Presidente del Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Miembro del Consejo Editorial de la revista delatripa: narrativa y algo más. Imparte el Taller para jóvenes Alquimia de Palabras. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021).


Fotografía de Mateusz Raczynski (en Unsplash). Public domain.



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