«Dios es el tío de Kafka», texto perteneciente a 'Del libro a los libros', de George Steiner

Fragmentos de la entrevista realizada por la periodista francesa Laure Adler 


L. A. Si hay una obsesión, un tormento y una fascinación en todos sus libros, se trata del libro, de la importancia del libro, de la importancia de la continuidad del libro en la cultura; de la importancia para nuestra existencia —a la vez cotidiana, espiritual y metafísica— del libro, que nos alimenta sin cesar. Creo que para usted sólo hay un libro. 

G. S. A Mallarmé le pasaba lo mismo, y a muchos otros. En la cultura anglosajona es evidente que la Biblia es un referente constante. Empecé a leer la Biblia en la gran versión llamada del rey Jacobo. Ahora bien, con los años me doy cuenta de que he sobrestimado bastante la presencia del Libro en la vida humana.

Vayamos poco a poco. En la Tierra no se conoce ninguna sociedad sin música, ninguna. Hasta la sociedad más rudimentaria desde el punto de vista económico o político, incluso los que se mueren de hambre en el desierto del Gobi, tienen música; y a menudo músicas muy complejas. Pero no una literatura escrita.

La literatura escrita es muy escasa en el mundo. La oralidad supera con creces la totalidad de la escritura. Homero está al lado de Flaubert y Joyce. Veinte mil años antes de su era se contaban historias destinadas a convertirse en los cimientos de la epopeya homérica.

Escribir quiere decir estar muy cerca de nosotros mismos. Quiere decir formar parte de cierta forma avanzada de civilización, esencialmente europea, eslava y anglosajona, con capítulos importantes, qué duda cabe, en China y Japón; pero en el mundo entero la oralidad ha sido siempre la forma natural de la enseñanza de la religión y de las narraciones de la memoria. Se habla, se cuenta: la mayor biblioteca es la memoria.

En términos históricos la escritura es reciente; la escritura literaria remonta a Gilgamesh —el gran poema épico de la Babilonia antigua— y llega más o menos hasta la actualidad. No está nada claro que con la electrónica moderna, con las técnicas de la información, con los archivos electrónicos cuyas memorias superan un millón de veces las memorias literarias humanas o las gramáticas y los léxicos, no está nada claro que sigamos leyendo.


L. A. ¿Qué representa para usted una gran obra, un gran texto? ¿Cómo es posible que las obras viajen en el tiempo?


G. S. Un gran texto puede pasar siglos esperando. Pienso en el extraordinario ensayo en el que Walter Benjamin dice: «No hay ninguna prisa. Un gran poema puede esperar quinientos años sin que nadie lo lea o lo comprenda». Llegará, no es él quien está en peligro, son los lectores. Un gran texto literario encarna la posibilidad de la renovación, de un cuestionamiento constante, pero no está ahí para ser el tema de un seminario universitario o de un ensayo de deconstrucción; se estaría invirtiendo el orden natural. Shakespeare no es un pretexto para que el pequeño señor Steiner se pase la vida tratando de leerlo y de explicarlo con dedicación, volviendo a él una y otra vez. Lo que no tiene fin, como sucede con la gran música o la pintura, es que en cada momento de la vida de cada persona la obra cambia en su interior. De ahí mi pasión, mi obsesión —hasta el punto de incordiar a la gente— por aprender de memoria.

Si sabes algo de memoria, nadie te lo puede quitar. Se queda dentro y crece y se transforma. Un gran texto que uno se sabe de memoria desde el instituto cambia con uno mismo, cambia con la edad, con las circunstancias, se comprende de otro modo. Hay quien pretende que se trata de un ejercicio arbitrario, de un juego lingüístico: no estoy de acuerdo.


L. A. En esa maleta de la que me habló, que siempre hay que tener abierta, con la posibilidad de marcharse para reconstruir una vida en otra parte, en esa maleta tal vez está la Biblia. Esa Biblia que conoce usted de memoria, esa Biblia sobre la que ha escrito, esa Biblia repleta de enigmas. Ha comentado usted, por ejemplo, ese pasaje de la Biblia en el que Yahvé habla con Moisés cara a cara y en el que Yahvé ordena a Moisés que se dé la vuelta y se meta en la hendidura de la roca, porque le parece que encierra un significado especial.


G. S. La Biblia está llena de antropomorfismos muy primitivos y arcaicos. Podría hacerse —de hecho ya existe— una antología de los horrores y locuras de la Biblia. El libro de Josué es prácticamente ilegible, está lleno de odio racista, de odio militante, etc. En la Biblia hay de todo. A riesgo de ridiculizarme, voy a confesarle algo: no soy religioso, soy probablemente volteriano —mi padre también lo era—, pero no comprendo cómo nos han llegado ciertos textos de la Biblia. No me lo explico… No comprendo cómo han sido concebidos, recitados y escritos los discursos de Dios en el Libro de Job, ciertos pasajes del Eclesiastés o toda una serie de Salmos. ¿Puede uno pensar: «Existió una persona que esperaba su almuerzo o que tomaba el té tras haber escrito los discursos de Dios en Job»? No hay alternativa: o un hombre o una mujer, o una mujer o un hombre, tuvieron que escribirlos. Y a pesar de todo sigo sin explicármelo. Y envidio a los fundamentalistas para los que ese problema no se plantea, para los que se trata de un dictado de la palabra divina. Sé que es totalmente absurdo, pero para algunos de esos textos no consigo articular un análisis racional, cognitivo, una explicación textual que tenga cierto valor. En el Nuevo Testamento, los capítulos 9 a 12 de la Epístola a los Romanos de san Pablo (el más grande periodista judío de la historia del periodismo judío), que cuentan una historia maravillosa, han suscitado miles y miles de interpretaciones que renuevan una y otra vez la problemática de la presencia humana en la Tierra. Pero me callo porque, una vez más, oigo al fundamentalista que me dice: «Se trata de la inspiración divina», como con san Juan en Patmos: «Lo que oímos es la palabra de Dios». Entonces no sé qué decir. En esas cosas hasta Martin Heidegger es incapaz de ayudarme con su relación inmediata de la lengua con el «ser del ser», que habríamos perdido desde los presocráticos. Muchas gracias, señor Heidegger, pero no tiene sentido, porque eso remonta, digamos, a siete mil años, lo que no es nada, es menos que un guiño en la evolución psicobiológica del hombre. No hay ni el más mínimo atisbo de prueba de que nuestro ser lingüístico, nuestra alma lingüística, haya cambiado, de que en un momento dado el sol del ser, como lo llama, haya tenido su ocaso.

Sobre esta cuestión soy totalmente vulnerable, en lo más íntimo. Pero no renuncio a planteármela porque, en efecto, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento hay momentos que me parecen, por emplear la expresión más ingenua, sobrehumanos.



Francis George Steiner (Neuilly-sur-Seine, 23 de abril de 1929-Cambridge, Reino Unido, 3 de febrero de 2020),​ conocido como George Steiner, fue un profesor, filósofo, crítico y teórico de la literatura y de la cultura franco-anglo-estadounidense, especialista en literatura comparada y teoría de la traducción. 


(Fragmento de Un largo sabado, por George Steiner).


Biografía completa de George Steiner.

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