Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
'La blusa turquesa', relato de Miguel Rodríguez Otero
Aquel día trajeron un armario a la habitación de mi abuela. Mi yaya había tenido otros armarios antes, pero según me contó de niño todos habían tenido un mal final por diversos motivos: carcoma, humedad excesiva e incluso un pequeño incendio. Mi madre y ella pasaron meses buscando en los almacenes de última moda, hasta que un día la abuela se plantó, dijo que prefería mirar a solas, y en un par de semanas encargó el que – decía – era ‘tan boniiito’. A decir verdad, era bonito; usado, pero bonito; con un espejo de luna que hacía aguas en cada ojo de la puerta y de color un poco verde por fuera, con este tono que suaviza los días de invierno. Total: vinieron unos señores, lo metieron en su cuarto y se fueron.
«Catedral», un relato de Raymond Carver
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación.