'La blusa turquesa', relato de Miguel Rodríguez Otero


Aquel día trajeron un armario a la habitación de mi abuela. Mi yaya había tenido otros armarios antes, pero según me contó de niño todos habían tenido un mal final por diversos motivos: carcoma, humedad excesiva e incluso un pequeño incendio. Mi madre y ella pasaron meses buscando en los almacenes de última moda, hasta que un día la abuela se plantó, dijo que prefería mirar a solas, y en un par de semanas encargó el que – decía – era ‘tan boniiito’. A decir verdad, era bonito; usado, pero bonito; con un espejo de luna que hacía aguas en cada ojo de la puerta y de color un poco verde por fuera, con este tono que suaviza los días de invierno. Total: vinieron unos señores, lo metieron en su cuarto y se fueron. 

Mi abuela, aparte del armario y de las rarezas con que siempre la conocí, solía hacer vida bastante al margen de la familia; se pasaba las horas en el jardín, leyendo o pasando revista a las hortalizas, y luego tomando té con amigas en los paseos del centro de la ciudad, en lugares que mis padres no conocían más que de oídas y en cuyos detalles preferían no indagar. Por eso no nos llamó la atención que no se ocupara del traspaso en los primeros días. Pero varias semanas después y a pesar de la ilusión que le había hecho dar entrada en casa al armario, su ropa seguía esparcida por las sillas y los vestidores de su cuarto, en lugar de ir encontrando su sitio dentro del mueble. ‘Ya se irá poniendo con ello, ya sabes cómo es’, se decían mis padres; pero al cabo de los primeros meses, mi madre empezó a preguntárselo cada vez más frecuentemente. 

– ¿No vas a meter tu ropa en el armario? ¿No te gusta ya? ¿Le ves algún problema? 

– Ah, sí, claro que sí, me encanta el armario, es que aún estoy pensando dónde puede ir cada pieza, ya la iré colocando. 

Y así, la conversación quedaba en eso, en un encantamiento sin ropa y sin más respuesta. 

Por entonces, después de la cena y de una sobremesa de cortesía, mi abuela se iba a su cuarto con la tetera, y pasaba aún un buen rato hasta que se echaba, pues se veía un hilo de luz por la rendija inferior de la puerta. Yo pensaba que igual ella estaría decidiendo – encantada – dónde irían sus jerséis, sus blusas, las estampadas quizás a la izquierda, las lisas a la derecha. Sus noches, de hecho, tenían una actividad que antes no conocíamos. Antes le vencía el sueño sin terminar incluso de cepillarse el pelo. Ahora hablaba sola; o más bien: con alguien a quien nadie veía, tan locuaz y tan emocionada con las cosas rutinarias de sus días, mientras su ropas seguían por ahí, tras el hilo de luz y sin el menor atisbo de orden. Y todo ello desde que llegó a casa aquel armario. 

– Hija, ¿sabes dónde he puesto la blusa turquesa? No hay manera de encontrarla. 

– Hijo, tu abuela se está volviendo loca. 

Llegado un punto, coincidíamos solo en las horas de las comidas; siempre estaba en el té, o en aquellos lugares, y de vuelta en casa se encerraba en la habitación con sus vestidos dispersos y su armario. Con las semanas parecía más pequeña, como si mermara. Incluso los días se nos hacían más cortos, daban menos de sí y apenas teníamos tiempo para nada, aquel armario succionaba la actividad y el tiempo de la casa como un agujero negro, en lugar de acoger los tejidos de una vida como un mueble verde. Incluso el armario en sí parecía ahora más pequeño, casi infantil. Todo comenzó a menguar; también mi abuela, cada vez más disminuida y aislada. 

También el hilo de luz de su puerta. 

Todo sucedió así desde que aquellos hombres trajeron el armario. 

Lo único bueno de aquello es que cada vez había menos ropa tirada, con lo que creíamos que la yaya quizás hubiera empezado a colocarla y por fin todo volvería a la normalidad. Pero tal ilusión terminó cuando mi madre aprovechó una salida al té, abrió el armario y vio que seguía vacío. 

– ¿Y la ropa? ¿Pero qué ha pasado con la ropa? 

El golpe de realidad fue tan grande que en lugar de gritar ‘¡la puta loca!’ o algo por el estilo, a mi madre le dio por inspeccionar el interior del armario, las marcas, las palabras escritas. 

– ¿Hay palabras escritas? 

– Sí, y también hay algún nombre. 

La suposición entonces de que mi abuela había ido a buscar ese armario, y no ningún otro, señalaba hasta qué punto su memoria, deteriorada y dispersa, había elegido lo único lúcido que le quedaba de sí misma. Y aun así, nunca comprendí el interés de mi madre por leer aquellas palabras, aquellos nombres, una y otra vez. Una y otra vez. 

La siguiente vez que entramos en el cuarto de la yaya solo encontramos prendas de chica hippie, de distintos tallaje y colorido, como si fuera la ropa que usara 50 años atrás. Todo había retrocedido y encontrado su sitio en algún rincón cerca de aquel armario. Mi abuela, por su parte, no volvió nunca. No sé desde cuándo no volvió, cuándo vi el último hilo de luz, ni si se haya quedado en aquellos lugares que mis padres temían mencionar, o si acaso los años que pasó en la casa fueron un paréntesis transitorio en su vida. 

Una vez hubo comprendido que la yaya no iba a volver, mi madre decidió que se llevaran aquel armario lleno de presencias que no traía más que malos recuerdos. Llamamos a la fábrica y, de nuevo, volvieron aquellos dos hombres que lo habían traído meses atrás y que – nos juraron – no recordaban haber venido antes a casa. También ellos parecían mucho más jóvenes ahora. Después comenzó a limpiar y organizar las cosas de la habitación de mi abuela. Quitar muebles, retirar perfumes, apilar la ropa para llevarla a la caridad. Hasta que un día la oí. 

– ¡La blusa! ¡Está aquí! Fíjate, pero si estaba aquí mismo. 

¿Con quién hablaba mi madre? 

Me acerqué sin hacer ruido hasta la puerta, entreabierta, y vi cómo, en efecto, mi madre sostenía la blusa turquesa de la yaya, con la cara desencajada y mil pensamientos hirviéndole en la cabeza, como si algún tipo de intuición comenzara a cuajar en ella y alterara sus gestos, algo familiar que la despojaba de suavidad en la voz y tomaba cuerpo en su mente. Y de repente lo hizo. Se quitó el vestido, se puso la blusa y empezó a mirarse en el reflejo de la ventana: el perfil, la caída, la manga. 

– ¿Me queda bien? Yo creo que sí, ¿verdad? ¿Tú cómo me ves? Y este escote tan sexy… ¡Qué boniiita! 

¿Con quién hablaba? 

Mi madre, tan pequeña, desconocía que yo aún estaba en casa a esas horas. 

Aquel día ya no fui a la universidad. Volví deprisa a mi habitación, metí un par de prendas en una bolsa y me fui sin despedidas a los pocos minutos, sin querer comprobar si mi armario también escondía nombres. Y la voz ronca de mi padre, tan envejecido, desde la puerta. 

– ¿A qué lugares vas, hijo? 



Miguel Rodríguez Otero, 1968, licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Aurora Boreal (Copenhague), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), o Narrativas (Madrid). En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser un digno bárbaro.






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