Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa -esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.
Ambrose Gwinett Bierce (Meigs, Ohio Estados Unidos, 24 de junio de 1842 – Chihuahua, 26 de diciembre de 1913) fue un escritor, periodista y editorialista estadounidense. Su estilo lúcido y vehemente le ha permitido conservar la popularidad un siglo después de su muerte, mientras que muchos de sus contemporáneos han pasado al olvido. Ese mismo estilo cáustico hizo que un crítico le apodara El amargo Bierce (Bitter Bierce). Biografia completa.
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