Rōnin; honor, venganza y destino. La leyenda del Samurái azotado por el viento, de Francisco Narla


Rōnin;
Honor, venganza y destino.
La leyenda del samurái azotado por el viento.
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Faja:
La novela que narra la aventura vivida por la expedición de samuráis que desembarcó en España
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Autor:
Francisco Narla



Moriría esa noche. Y él lo sabía.
            Aquella mansa quietud no duraría mucho. Las guerras, como los mentirosos, jamás sacaban provecho del silencio. Los combates empezarían de nuevo; sin remisión. Y serían los últimos.

No vería el nuevo amanecer.
Era una noche plácida, la primera desde el comienzo del asedio que concedía un respiro a los samurai del castillo. La luna, casi en plenitud, se mostraba con timidez sobre las tejas oscuras, y su reflejo, acompañado por las llamas vacilantes de los faroles, apenas llenaba las sombras. El agua del arroyo, modelado durante años por los artesanos, susurraba con el tono justo. El cálido aroma de los juncos maduros se escapaba de los jardines dispuestos entre los almacenes, las armerías y los barracones de la guarnición. Las ramas de los cedros trenzaban huecos de claroscuros; mecidos por una suave brisa que rompía el encanto de aquella serenidad al revolver, sin recato, los hedores de las cruentas batallas que se habían sucedido durante diez largos días.
            El verano terminaba y el calor del día, apresado por las enormes piedras trabadas en los cimientos, se liberaba poco a poco. Ni siquiera las cigarras y los grillos, espantados por las atroces contiendas, se atrevían a romper la hipócrita calma de la tregua.
            Envuelto en aquel presentimiento del otoño, recogido entre los aleros de las murallas, Saigō caminaba adentrándose en el corazón del alcázar. Se movía con ligereza. Con un andar suelto, impropio para un hombre que arrastraba sus años y cicatrices.
            Los duros geta de madera que calzaba apenas hacían ruido cuando apoyaba las suelas, pero cada paso se acompañaba de un desagradable tintineo; el complicado entramado de cordajes de seda que sujetaba la miríada de escamas de su armadura había recibido algún corte. Probablemente en el último ataque, al ocaso, durante las escaramuzas a caballo que habían librado instantes antes del incendio de la torre del este. Cuando, una vez más en aquel interminable asedio, Torii Mototada, el daimyō del castillo de Fushimi, había dado la orden sin temer la aplastante superioridad del enemigo. Y, una vez más, había resultado evidente que los dos centenares escasos de supervivientes poco podían hacer contra los casi cuarenta mil aceros del ejército comandado por el magistrado Ishida Mitsunari.
            Ahora, preparándose para lo que sería el final, los dos bandos cobraban resuello aprovechando la pausa. Y en tanto el adversario tomaba aliento, en el fortín, muchos componían un postrer poema con el que enfrentar la muerte, otros acometían unas últimas tareas que apestaban a derrota; y el señor de la fortaleza, sin explicaciones, lo había hecho llamar, con urgencia, despreciando el destino de dolor y muerte que se cernía sobre ellos.
            Le parecía recordar el silbido agudo de un disparo que había pasado demasiado cerca, aunque Saigō no dedicó un solo pensamiento a esa o a cualquiera de las veces que había estado a punto de morir en aquella sarta de días esculpidos a sangre y fuego. Se palpó el costado del peto hasta encontrar las launas que la bala había rozado, las liberó de los cabos deshilachados y las guardó bajo el kote que protegía su antebrazo izquierdo. No quería perderlas. A excepción de su hijo, al que no veía desde hacía demasiado tiempo, aquella desgastada armadura y su par de sables eran cuanto le quedaba de su vida anterior.
            Sin detenerse, desechando la nostalgia que pretendía hacer presa en él, ató los cabos sueltos con manos ágiles y sus labios se contorsionaron en un inacabado amago de sonrisa. Ya no se oía aquel incómodo soniquete, solo el leve susurro de los zuecos en la arena del camino.
            Satisfecho, el samurai sacudió los hombros acomodando las guatas. Abrigado con la reconfortante sensación de que cada pieza y lazada asentaba en los callos de su cuerpo. Era como toparse con un viejo amigo. Y aquella percepción le permitió arrinconar la melancolía que le había producido pensar en su pasado. Siguió su camino.
            En un pequeño patio, decorado por jardines de grava rastrillados y arbustos de azalea delicadamente podados, se cruzó con un grupo de shinobi. A la luz de antorchas y lampiones de papel, aquellos guerreros arreglaban sus oscuras vestimentas azules, preparándose para una incursión nocturna a las líneas enemigas; probablemente advertidos por alguno de los capitanes de que debían cortar las líneas de correo del enemigo.
            Eran fabulosos espías, maestros en las refriegas cuerpo a cuerpo y artesanos consumados en las tareas de sabotaje, pero, como él mismo, aquellos hombres llevaban en sus rostros el castigo del largo asalto. Estaban marcados por el hollín y la suciedad. El cansancio contorsionaba sus expresiones. En algunos incluso destacaban aparatosos vendajes tintos de sangre.
            Sin detenerse, instigado por el extraño mandado de su señor feudal, Saigō tan solo les dedicó un severo gesto de reconocimiento. Y aquellos misteriosos soldados, dispuestos siempre a arriesgarse con las más temibles encomiendas al abrigo de la oscuridad, se inclinaron con gravedad.
            Habían sido enviados a Fushimi desde la región de Kōga por petición expresa del propio Tokugawa Ieyasu, el líder del Consejo de Regencia; y en aquellos días en que las dos facciones de un Japón dividido se tentaban preparándose para una guerra civil, se habían mostrado inestimables, incluso en las escaramuzas previas al asedio. Y su saludo estaba lleno de profundo respeto, pues los hombres del ninjutsu habían llegado a admirar a aquel samurai de magros modales y profundos silencios que se alejaba caminando hacia el dédalo de tapias y murallones que conformaba el reducto interior del castillo. Uno de ellos incluso le debía la vida, y fue el último en apartar la mirada. Todos eran conscientes de que no volverían a verse; pronto arderían de nuevo las mechas de los odiosos mosquetes occidentales que sus sitiadores habían conseguido.
            Desde su imponente altura de cuatro plantas, la torre del homenaje, grácil y ligera, contemplaba los pasos del hombre. Su silueta, recortada contra el velo azabache del cielo gracias a la claridad de la luna, recordaba a un gran pájaro en equilibrio sobre una rama quebradiza, delicadamente apoyado, pendiente del crujido que lo obligase a emprender el vuelo. Las onduladas cornisas parecían estar a punto de abatirse para tomar impulso.
            Y, coronando una suave pendiente al abrigo de la atalaya, Saigō llegó hasta un par de peldaños adoquinados de largas huellas en las que despuntaban verdes brotes de hierba. Algo más allá, un ángulo en el murallón cedía el paso a dos puertas: una enorme y solemne, tachonada de remates de bronce; y otra mucho más humilde, terminada en bastos maderos. Había llegado.


Francisco Narla (Lugo, 1978) es escritor y comandante de línea aérea. A pesar de su juventud, a lo largo de su ya extensa carrera literaria, se ha atrevido con todos los géneros. Ha publicado novela, relatos, poesía, ensayos técnicos y artículos, estos últimos relacionado fundamentalmente con su profesión, pero también con sus aficiones y filias, entre las que encontramos actividades tan dispares como los bonsáis, el tiro con arco, la pesca con mosca o la cocina. Polifacético donde los haya, Francisco Narla ejerce también como orador. Así, ha participado en diferentes foros, como centrosuniversitarios o programas de radio y televisión (Cuarto milenio, El guardián de la noche o Milenio). Comprometido también con la defensa de la cultura, ha abanderado proyectos como Lendaria, destinado a recuperar, proteger y divulgar la tradición mágica de su tierra, Galicia. En 2009 publica su primera novela, Los lobos del centeno,tras cuyo éxito en España es editada en México para toda Latinoamérica. Caja negra, su segunda obra de ficción, ve la luz en noviembre de 2010. E inicia 2012 publicando un tratado de aerodinámica, Canon de performance: masa y centrado, y planificación devuelo (Paraninfo). Assur (Junio de 2012, Temas de Hoy, Grupo Planeta) es su tercer y más personal proyecto narrativo… hasta la fecha. -Web Site -





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